La Europa que se debate entre los valores liberales originales y la reacción ultraconservadora de los últimos años que utiliza la inmigración como banderín de enganche tuvo el miércoles en el Parlamento Europeo uno de sus anticlímax de costumbre. Un debate civilizado, con pocos momentos dramáticos y muy escasa capacidad de captar el interés de los ciudadanos (los periodistas sí muestran algo más de implicación pero porque ese es su trabajo).
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ofreció un repertorio de medidas para afrontar un problema –el de la inmigración– del que casi todo el mundo sabe que sus dimensiones dramáticas no son reales, porque los números dicen lo contrario, pero que es el trampolín que utiliza la extrema derecha para cimentar su asalto al poder.
Como ha ocurrido en otros países, el conservador Juncker compró parte del discurso de la extrema derecha de Salvini, Orbán y Le Pen con nuevas propuestas para blindar las fronteras exteriores de Europa (traducción: reducir el número de inmigrantes africanos), pero sin los instintos más reaccionarios (traducción: lo que está en juego no son los llamados «valores cristianos» de Europa).
El Parlamento Europeo es el único legislativo en la UE en el que se habla habitualmente del peligro de la guerra. No de la guerra en sentido abstracto, sino de la guerra civil europea que comenzó en 1914, acabó en 1945 y luego tuvo un prórroga, algo diferente en las formas– durante la Guerra Fría.
Escuchar a Juncker y otros políticos nos lleva a los tiempos en que Mitterrand y Kohl representaban en público la alianza sincera entre viejos enemigos que habían regado de sangre los campos europeos en la primera mitad del siglo XX. Lo que ocurrió entre 1914 y 1945 cuestiona a qué se refieren los que hablan tanto de «valores cristianos». Nuestra civilización fue la más salvaje que existió en ese siglo.
El problema es que ahora los ciudadanos no creen que exista un riesgo real de volver a combatir en Verdún, Dresde o Varsovia. Están más ocupados en pensar en su empleo o falta de él, en la precariedad, la sanidad o las pensiones. Resulta difícil reprochárselo.
También es lógico pensar que el viejo mensaje europeísta («estamos en un continente en paz gracias a la Unión Europea, respetemos más a la UE y no ensuciemos su nombre», dijo Juncker) ya no tiene mucha tracción en las pistas de la Unión Europea. A la extrema derecha, le resulta más fácil adaptarlo a sus intereses: para que no haya más guerras y conflictos internos y externos, hay que blindar las fronteras, dicen.
Da igual lo dura que se muestre la Comisión Europea en el tema migratorio. Los ultras siempre pedirán más. «Ustedes han organizado una migración masiva que debilita a nuestro continente y daña a nuestra gente», denunció Nicolas Bay, eurodiputado del Frente Nacional francés.
Juncker utilizó el discurso para anunciar su propuesta de montar una fuerza policial y naval de 10.000 miembros para 2020 que se dedique, no a salvar vidas en el Mediterráneo, sino a reforzar esas fronteras exteriores, que están sobre todo en el Sur. Para los más conservadores, está el compromiso de «acelerar el retorno de los inmigrantes irregulares». Para los preocupados por el desarrollo de África, una idea que pocos creen que se lleve a la práctica («crear vías legales de inmigración a la Unión Europea») y un compromiso clásico en la UE: si hay un problema, tenemos dinero para solucionarlo.
Al menos, Juncker tuvo el detalle de no utilizar el cliché gastado de Plan Marshall para África. Pero la idea es parecida. Invertir en esos países para que no vengan inmigrantes, una premisa que repiten los políticos sin que tengan una sola prueba de que sea verdad. Esta vez, más que dinero, Juncker utilizó una forma de medir más efectiva: crear diez millones de empleos en cinco años en África.
Eso es un titular y aparecerá en muchos medios. En estos casos, es imposible saber hasta qué punto se llegará dentro de cinco años. El interés de la política y la opinión pública europeas por los países africanos nunca ha sido muy alto.
El debate continuará y los ultras no cejaran en su empeño de rentabilizarlo. No está garantizado de que vayan a beneficiarse siempre. El Gobierno ultraconservador de Hungría y su líder máximo, Viktor Orbán, recibieron el castigo de ser avergonzados por su política xenófoba y corrupta e impropia de los principios de la UE. El Parlamento Europeo aprobó (448 sí, 197 no, 48 abstenciones) una especie de moción de censura que es simbólica porque el procedimiento de infracción pasa ahora al Consejo, es decir, al terreno donde reinan los gobiernos europeos.
Donde priman los intereses políticos concretos y no están pensando en las guerras del siglo XX ni en los valores de la UE, sino en quién ganará las próximas elecciones.