Lo que está ocurriendo en Afganistán es un ejemplo de castigo colectivo a la población del país, escribe Larry Elliott. La ruptura de las relaciones económicas con Occidente después de la victoria de los talibanes y la interrupción de la ayuda procedente de instituciones internacionales han condenado a los afganos a una muerte lenta en el que es uno de los países más pobres de Asia:
«En su momento, era obvio que esta retirada de ayuda exterior económica, que suponía casi la mitad del PIB afgano en 2020, tendría un impacto desastroso, y así ha ocurrido.
Mientras el comercio ilegal de opio continúa siendo importante, el resto de la economía prácticamente ha sufrido un colapso. Las empresas han despedido a una media del 60% de sus trabajadores. El precio de los alimentos básicos ha subido un 40%. Más de la mitad de la población necesita ayuda humanitaria y el nivel de pobreza es del 90%. Con mucha diferencia, son los mayores niveles de angustia que se viven en cualquier lugar del mundo. Unicef calcula que más de un millón de niños afganos están en riesgo de morir por malnutrición o enfermedades relacionadas con el hambre».
Elliott cuenta que sí está ayudando alguna ayuda humanitaria de agencias de la ONU y algunas organizaciones benéficas, pero en cantidades absolutamente insuficientes. Calcula que ese montante está en torno al 10% de los 8.500 millones de dólares que el país recibía cada año antes de la llegada de los talibanes al poder.
El desastre económico ha hecho que los que puedan abandonen Afganistán cuanto antes. Desde octubre hasta enero, un millón de afganos han salido del país con destino a Irán a través de dos pasos fronterizos. Otros parten hacia Pakistán. La UE prometió hace unos meses mil millones de dólares, pero el intento de no fortalecer al Gobierno talibán ha hecho que la entrega de la ayuda no haya empezado realmente.
Foto: reparto de ayuda humanitaria por una organización benéfica afgana en Kandahar el 6 de febrero.