La rebelión de Grecia contra la Santa Alianza

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En julio de 2012, Timothy Geithner viajó a Sylt, una pequeña isla en la costa alemana del Mar del Norte donde Wolfgang Schäuble tiene una casa de vacaciones. El entonces secretario del Tesoro norteamericano creía que las molestias del desplazamiento merecían la pena. Para hablar de Grecia y la crisis de la eurozona, había pocos políticos más relevantes que el ministro alemán de Hacienda.

Si Geithner, atendiendo a las instrucciones de su jefe, el presidente de EEUU, pensaba que podía influir en Alemania para que se pusiera fin a esa crisis, pronto debió de darse cuenta de que lo tendría difícil. «Me dijo que había mucha gente en Europa que aún pensaba que expulsar a los griegos de la eurozona era una estrategia plausible, incluso deseable», escribió Geithner en sus memorias tras abandonar el cargo. Con Grecia fuera, el Gobierno alemán lo tendría más fácil para convencer a sus compatriotas de la implicación financiera de Berlín en la solución de los problemas de la eurozona. Ya no consistiría sólo en rescatar a los griegos.

Lo que dijo después fue aún más revelador, según el relato de Geithner: «Al mismo tiempo, un Grexit sería lo bastante traumático como para asustar al resto de Europa para que entregara más soberanía a una unión fiscal y bancaria más fuerte. La razón era que dejar que Grecia se quemara facilitaría construir una Europa más fuerte con un cortafuegos más creíble».

En otra conversación, Schäuble dejó claro el punto de vista moralista con que los alemanes ven el tema de la deuda. «Él tiene una opinión clara: Grecia no se había privado de nada («Greece had binged»), y ahora tenía que pasar por una dieta estricta».

Y eso fue lo que ocurrió.

 

Es tentador abrazar la idea de la conspiración permanente contra Grecia para explicar su hundimiento económico y situación actual. Si fuera así, sería también la conspiración más lenta y chapucera de la historia, casi desarrollada a cámara lenta ante nuestros ojos y terriblemente cara. También es tentador dar rienda suelta a la ira y llamar «terrorismo» a esa política, como ha hecho Varufakis, si no fuera porque ese ardid retórico se ha utilizado tantas veces por la derecha para criminalizar la disidencia, no sólo en España, que resulta descorazonador que la izquierda la emplee también para calificar a sus enemigos.

Lo que sí se puede es compartir la perplejidad de Geithner por esta visión distorsionada de la historia económica de Europa. Al definir la catástrofe financiera de las subprime, En EEUU a nadie se le ocurrió achacar toda la culpa a los norteamericanos de clase baja y media baja que aceptaron firmar hipotecas que no podían pagar. Nadie dijo que la mayor responsabilidad residía en esos desfavorecidos que, por utilizar el lenguaje de Schäuble, no se habían «privado de nada». Incluso en la derecha republicana, se denunció la conducta irresponsable y temeraria de las entidades financieras que se lanzaron a una loca carrera de concesión de créditos a clientes insolventes.

En Europa, por el contrario, fue el Estado subprime, el que se ha convertido en el culpable de todos los males, según los gobiernos y los grandes medios de comunicación. Los políticos europeos que diseñaron el sistema que permitió una corriente masiva de dinero fácil con destino a un Estado clientelar y corrupto como el griego no son los responsables. Los bancos franceses y alemanes que concedieron los créditos o que compraron bonos griegos (¡por decenas de miles de millones de euros!) no son los responsables. Los gobiernos que aprobaron un rescate que consistía en seguir prestando más dinero a Grecia para que devolviera ese dinero a los bancos no son los responsables. Los economistas del FMI y del BCE que calcularon en 2010 unas previsiones económicas irreales sobre el PIB, la deuda y el paro griegos que nunca se cumplieron no son los responsables. Los conservadores y socialdemócratas griegos que llevaron a su país a la ruina…, bueno, ellos eran responsables al principio, pero como luego aceptaron la receta de la troika pasaron a serlo en otro sentido: ahora eran políticos responsables, sobrios y patriotas.

Los únicos culpables parecían ser los griegos, y lo fueron aún más cuando concedieron la victoria a Syriza en las elecciones de este año.

La estrategia negociadora de Tsipras no ha estado carente de errores. Varufakis ha resultado ser mucho mejor economista que ministro de Finanzas. Muchas promesas hechas en la campaña electoral que dio la victoria a Syriza eran irreales (toda una novedad en una democracia). Poner fin a la austeridad exigía algo más que llamar «instituciones» a la troika o impedir la visita de sus inspectores a Atenas.

Pero no podemos obviar la premisa de la troika antes incluso de que Tsipras jurara su cargo. Como dijo Schäuble, se esperaba que el nuevo Gobierno cumpliera al pie de la letra las condiciones firmadas por el anterior Ejecutivo, que el electorado griego había rechazado. En la primera reunión, Dijsselbloem dijo a Varufakis que no tenía más opción que firmar el papel que le presentaban. Cuando Tsipras hizo una oferta que incluía concesiones claras aparentemente bien recibidas por Bruselas, le devolvieron un papel lleno de tachaduras y añadidos en rojo.

Una fuente de la UE lo explicó a The Times en estos términos: «Pretendía ser un puñetazo en la cara de Tsipras. Espero que cause efecto. Nos hemos quitado las guantes».

Tsipras devolvió el golpe y convocó el referéndum. Es una consulta como mínimo heterodoxa, porque plantea al votante que decida sobre asuntos complejos como deuda, impuestos, gasto social, pensiones…, casi todo lo que tiene que ver con política económica. No hay que olvidar que eso mismo es lo que se hace en unas elecciones generales cuando se vota a un partido que ofrece un programa que abarca todos esos campos, y algunos más.

Aceptar lo que la troika quiere imponer supone violar el mandato que llevó a Syriza al Gobierno. Es lo que han hecho algunos gobiernos, y por eso han pagado el precio definitivo. Por ahí, por el principio de la legitimidad, pocas objeciones pueden presentarse. Es por las consecuencias de esa decisión donde las críticas al método elegido son más sólidas.

Tsipras ha trasladado la rebelión que le convirtió en primer ministro a esta nueva cita en las urnas, pero al hacerlo depende de la troika para que tenga éxito. Afirma que la victoria del no reforzará la posición de su Gobierno en futuras negociaciones. Pero eso depende de cuál sea la actitud de la troika a partir del lunes. Es decir, los griegos deben poner las esperanzas en que sus enemigos –porque así los ha descrito Tsipras en esta campaña– entren en razón y mejoren su oferta. Son los mismos que les han presentado el chantaje definitivo: deben elegir entre el euro y el dracma, y si votan no, será como decir no a la Unión Europea. Es arriesgado poner tu vida en manos de un chantajista.

Todo Estado en bancarrota sufre de múltiples vulnerabilidades. El lado débil del escudo de Syriza es el sistema financiero griego. La realidad es que, por muchas promesas que haga Varufakis, los bancos no abrirán y el control de capitales no se levantará hasta que el BCE acuda en su ayuda. Y cada semana que pase, la economía griega sufrirá las consecuencias.

Es un escenario deprimente. Tanto que, con independencia de las convicciones de cada uno, es difícil reprochar a ningún griego que vote o no este domingo. Moralmente, nunca se puede acusar a la familia de un rehén que pague el rescate de un secuestro. Pero políticamente se puede admirar la valentía, siempre que no se base en fantasías y se ejerza asumiendo las consecuencias.

Todo el mundo dice que los griegos tienen en su mano el futuro de Europa. No es cierto. La carga de la prueba sigue estando en Bruselas. Fueron los políticos los que crearon la moneda única, los que crearon un sistema inherentemente disfuncional que casi se vino abajo al acabar la época del dinero fácil. Ellos son los responsables. Esos mismos gobiernos que cuando franceses, holandeses e irlandeses votaron en sus referendos sobre cuestiones básicas para el futuro de Europa aceptaron la voluntad popular, contuvieron la respiración y confiaron en que el resultado fuera el deseado. Y no, el Tratado de Maastricht o el de Lisboa no presentaban cuestiones menos complejas que lo que ahora votan los griegos.

La Santa Alianza que conservadores y socialdemócratas han formado contra Grecia, también contra muchos griegos que asustados votarán sí, es una continuación del mensaje que Schäuble transmitió a Geithner. Someter a Grecia o, si se rebela, ejecutar el Grexit y «asustar al resto de Europa».

Es lo que haría un imperio ante una colonia insurrecta con la vista puesta en otros territorios controlados por la metrópoli.

¿Cómo reprochar algo a aquellos que se rebelen contra ese poder absoluto?

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