Cuentas de Twitter de partidarios de ISIS han aprovechado los disturbios raciales de Ferguson para tirar de propaganda. Cuando representas a la última encarnación del mal, nunca viene mal resaltar que tu mayor enemigo no tiene mucho de lo que alardear. En Vox, recurren al inevitable experto, que comenta que ya en agosto con los primeros incidentes ocurridos por la muerte a tiros de Michael Brown los yihadistas estaban siguiendo de cerca los acontecimientos con la esperanza de que la tensión racial permitiera aumentar su capacidad de reclutar a musulmanes negros norteamericanos.
En realidad, no hay nada nuevo en todo esto, ni hay que imaginar que ISIS va a tener que aumentar sus comités de recepción de voluntarios. En otras zonas del mundo donde no están intentando matar a nadie también se contempla con satisfacción lo ocurrido en Ferguson. En realidad, eso lleva ocurriendo desde hace muchas décadas. El poder blando es un activo difícil de desarrollar y muy fácil de perder cuando no estás a la altura dentro de tus fronteras del mensaje que intentas propagar fuera.
En algunos países, la información internacional es un recurso propagandístico que no se desperdicia. De entrada, sirve para hacer ver a ciudadanos no demasiado contentos con el estado de cosas en el país que el resto del planeta también es un lugar inhóspito y repleto de problemas graves. Si el Gobierno está enfrentado a Washington, eso le permite cuestionar su papel autoproclamado de defensor de la libertad y la democracia.
Por tanto, esas cuentas de ISIS no forman parte de una estrategia original. Los informativos de televisiones públicas en Rusia, Egipto e Irán han hecho una amplia cobertura de Ferguson con sarcásticos comentarios adicionales. También los políticos. La cuenta de Twitter del Ministerio ruso de Exteriores destacó en agosto las declaraciones de un alto cargo que comentó que EEUU «debería preocuparse de sus propios problemas y no inmiscuirse en los de otros». Y con este mensaje, iba incluida la foto de la detención de una superviviente del Holocausto de 90 años por manifestarse contra la decisión del gobernador de Missouri de enviar a Ferguson a la Guardia Nacional.
Mi comentario favorito es el del portavoz del Ministerio egipcio de Exteriores, que ha hecho un llamamiento a las autoridades norteamericanas para que actúen con contención ante estos hechos y respondan a las manifestaciones de acuerdo con los principios de su país e internacionales. Con contención. Las palabras con las que el Departamento de Estado o la UE lanzan un aviso a los gobiernos de los países donde se producen graves conflictos internos.
Es un déjà vu que nos envía de vuelta a los años 40 y 50. En la época en que la segregación racial continuaba existiendo en el sur de EEUU y los negros sufrían todo tipo de obstáculos legales para ejercer su derecho al voto, las noticias con imágenes de Alabama, Mississippi y Luisiana eran una bendición para la propaganda de la URSS, dispuesta a convencer a los países del Tercer Mundo, con éxito en muchos casos, que Moscú ofrecía una alternativa de colaboración más civilizada que esos bárbaros que perseguían a sus minorías raciales. Era una forma de llevar el ‘y tú más’ a las relaciones internacionales.
La extensión de la descolonización de África ofrecía un campo de batalla propagandístico al que ningún bando podía renunciar en la Guerra Fría. Porque además no era sólo una cuestión de imagen.
Los grupos de derechos civiles eran muy conscientes del valor de ese debate internacional ya desde la década de los años 40, muy poco después de la formación de la ONU y la aprobación de su Declaración Universal de Derechos Humanos. En 1947 enviaron al secretario general de la ONU con vistas a que fuera discutida en la comisión correspondiente la «petición a Naciones Unidas en nombre de 13 millones de ciudadanos negros oprimidos de Estados Unidos». Su lenguaje estaba pensado para impresionar a aquellos que recordaban lo que había ocurrido antes de 1945:
«Es con auténtica ira y disgusto que el pueblo negro, como otros amantes de la libertad, comprueba la hipocresía de los alegatos de nuestro Gobierno en favor de la «libertad y democracia» por todo el mundo. Estamos enfurecidos por saber que nuestro secretario de Estado, James Byrnes, de Carolina del Sur, apoya las mismas políticas de opresión antinegra del fallecido Adolf Hitler, como también lo hace el actual senador de Mississippi Theodore Bilbo».
La presión norteamericana impidió que la iniciativa prosperara, lo que no quiere decir que pasara desapercibida. Recibió apoyos de dirigentes africanos como Jomo Kenyatta, Kwame Nkrumah y Nnamdi Azikiwe, que más tarde se convirtieron en los presidentes de Kenia, Ghana y Nigeria. Una nueva generación de líderes africanos tenían ya la vista puesta en sus hermanos de raza de EEUU.
Una petición similar llegó a la ONU en 1951, llamada «We Charge Genocide». Sabiendo que se dirigía a una audiencia interesada, recordaba que «la historia demuestra que la teoría racista de gobierno en EEUU no es un asunto interno de los norteamericanos, sino una preocupación de toda la humanidad».
Tampoco en esta ocasión el documento fue discutido oficialmente en una institución de la ONU, pero tuvo un amplio eco por todo el mundo hasta el punto de que en un viaje a la India del historiador de raza negra Jay Saunders Redding en 1952, patrocinado por el Departamento de Estado, los asistentes a una conferencia citaron el documento y le hicieron preguntas como: «¿Tienen prohibida los negros la educación pública en América?». «¿Por qué no hay personas de color en altos cargos?». «¿Es verdad que un negro en América puede ser linchado por mirar a una mujer blanca?».
Los políticos del sur podían responder con la denuncia de una conspiración internacional dirigida por los soviéticos y afirmar que en el sur reinaba la «armonía racial». En Washington no compartían ese perverso realismo mágico.
Ya en 1948 un dirigente de la NAACP Philip Randolph había advertido a los senadores en una comparecencia que «la segregación en las Fuerzas Armadas y en otras situaciones de nuestras vidas es el mayor golpe de propaganda y arma política en manos de Rusia y del comunismo internacional».
Truman acabó con la segregación entre los militares en julio de 1948, en buena parte porque este tipo de avisos surtieron efecto. Lo hizo a golpe de decreto, lo que no quiere decir que en el mundo real de los cuarteles el racismo hubiera tocado a su fin. Generales como Douglas MacArthur se ocuparon de ello.
Algunos políticos conservadores eran muy conscientes de la pérdida de legitimidad internacional que el problema suponía para sus objetivos de política exterior. Un reaccionario como Dean Acheson, por entonces subsecretario de Estado, años después jefe de la diplomacia, lo tenía muy claro en 1946: «La existencia de la discriminación contra minorías en este país tiene un efecto adverso en nuestras relaciones con otros países».
Otros halcones, ya en la Administración de Eisenhower, llegaron a la misma conclusión. John Foster Dulles, secretario de Estado, afirmó que la discriminación racial y su efecto en el exterior estaban «arruinando nuestra política exterior», con unas consecuencias en Asia y África «peores para nosotros que lo que fue Hungría para los rusos». El senador republicano Henry Cabot Lodge lo resumió en pocas palabras: el racismo era el «talón de Aquiles diplomático» de EEUU.
En la guerra de Corea, los soviéticos tenían el campo libre para cuestionar intenciones e ideales norteamericanos. No andaban muy equivocados cuando informaban en sus periódicos que los soldados negros que arriesgaban sus vidas defendiendo a su país no podían aspirar a que se respetaran sus derechos políticos cuando volvieran a casa. Como si alguien en EEUU hubiera querido confirmar punto por punto estos argumentos, se produjeron en 1951 en Cicero, Illinois, disturbios racistas cuando una turba de 4.000 personas atacó una vivienda sólo porque una familia negra se había trasladado a vivir a una zona habitada sólo por blancos. 60 policías estaban presentes y no movieron un dedo.
No había que ser secretario de Estado para conocer las repercusiones que tendrían esos actos en tiempo de guerra. En una carta al director, un lector de The New York Times escribió que los autores de los disturbios se merecían la la Orden de Lenin por el daño que habían causado a su país.
Mucho antes de Twitter, los hashtags y las cadenas de noticias, la gente ya sabía que la audiencia potencial de estas injusticias no se limitaba a la población de EEUU. «Cada incidente de violencia racial, el cierre de escuelas, la segregación y otros tipos de discriminación contra la gente de color, aparece en titulares de prensa de todo el mundo. ¿Cómo pueden esos países, especialmente los que tienen una alta población de color, dar crédito a nuestros ideales de democracia y libertad cuando leen esos titulares?», dijo en la Cámara el congresista William Dawson, de Illinois, en 1959.
Lo que sí es seguro es que no encontraremos referencias al tratamiento de la población negra en el sistema penal norteamericano en el tradicional informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado.
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Documental propagandístico soviético de 1933.