Por mucho que apriete la oposición, sólo hay una forma en que un Gobierno de coalición puede acortar su esperanza de vida de forma dramática: las heridas autoinfligidas. Es lo que sucedió en las negociaciones del proyecto de ley sobre los derechos de las personas trans. Hay muchos asuntos que separan al PSOE y a Unidas Podemos con diferencias que es posible resolver. En los temas de política económica, no van a coincidir con facilidad, pero al menos pueden intentar encontrarse a mitad de camino, aunque una parte quede bastante decepcionada, habitualmente Podemos. Sin embargo, en todo lo que tiene que ver con valores y derechos civiles, si la discrepancia es completa, es muy fuerte la tentación de pensar: ¿para qué estoy entonces en este Gobierno?
A la hora de anunciar la presentación del anteproyecto después del Consejo de Ministros, tocaba representar la concordia que ha sido tan difícil de alcanzar en los últimos meses. Irene Montero elogió la aportación del ministro de Justicia en todo el proceso de negociación. Juan Carlos Campo desdramatizó la situación al afirmar que «el proyecto ha llegado cuando tenía que llegar». María Jesús Montero lo describió como «un texto colectivo en el que todos hemos aportado». La portavoz del Gobierno se refirió de forma específica al derecho a «la libre autodeterminación de género», el concepto que inspira la nueva legislación y que hasta ahora se había negado a aceptar la vicepresidenta Carmen Calvo.
Como los periodistas preguntaban en la rueda de prensa sobre la posición de Calvo, Campo hizo de relaciones públicas de la número dos del Gobierno. «Las palabras de la vicepresidenta a las que se refiere son las mismas que he utilizado al principio, madurez y estabilidad», dijo refiriéndose a ciertos aspectos de la reforma. No sonó muy convincente. En realidad, Calvo no sólo había querido dar más seguridad jurídica al proyecto, sino que en el fondo estaba negando su misma base argumental. «A mí me preocupa fundamentalmente la idea de pensar que el género se elige sin más que la mera voluntad o el deseo, poniendo en riesgo, evidentemente, los criterios de identidad del resto de los 47 millones de españoles», dijo la vicepresidenta en una entrevista en febrero. Eso la colocaba en una trinchera enfrentada al Ministerio de Igualdad.
El punto de vista cínico, habitual entre periodistas, ha provocado comentarios según los cuales toda la polémica no habría existido si el PSOE hubiera controlado ese Ministerio. Lo cierto es que la discusión sobre los derechos trans ha provocado un cisma en el movimiento feminista en España y otros muchos países. Los ataques mutuos han adquirido una violencia verbal que hasta entonces sólo era posible encontrar procedente de aquellos que odian o desprecian al feminismo. Las opuestas a los derechos trans argumentaban que ponían en peligro la misma identidad de la mujer y con ella todos los avances conseguidos en la lucha por sus derechos. Al otro lado, las acusaban de transfobia y de ignorar el apoyo que el feminismo ha dado siempre a las reivindicaciones del colectivo LGTBI. La T está ahí desde hace tiempo.
El PSOE mantuvo una posición favorable a los derechos trans hasta 2019. En paralelo al debate público que se estaba produciendo, cambió de opinión, o al menos lo hizo la Secretaría de Igualdad del partido, dirigida por Carmen Calvo. «No puedo ceder», dijo Irene Montero en mayo. Era ya un choque frontal que podía hacer peligrar la existencia del Gobierno. Sólo Pedro Sánchez estaba en condiciones de poner fin a ese enfrentamiento encargando al ministro de Justicia que hiciera posible la reforma estableciendo algunos límites al borrador redactado por el Ministerio de Igualdad. El objetivo formal era darle «seguridad jurídica», porque el Gobierno debía dar por hecho que la reforma será recurrida por la derecha ante el Tribunal Constitucional.
La ley trans y otra ley para conceder más derechos al colectivo LGTBI se fundieron en un solo texto, una forma de sumarle partidarios para neutralizar a los opositores. Eso no ha convencido a dirigentes históricas del feminismo socialista, que se han alineado con Calvo en el rechazo al proyecto. La vicepresidenta decía estar en contra de la «patologización» de los trans, de considerarlos enfermos a los que se requiere el visto bueno de un médico y un tratamiento con hormonas para que se reconozca su nueva identidad. En la práctica, anular ese estigma conduce a reconocer que el cambio de género sólo depende de su decisión, sean muchos o pocos los trámites administrativos que se establezcan.
El anteproyecto aprobado en el Consejo de Ministros zanja esa cuestión con la expresión «voluntad libremente manifestada». Que viene a ser lo mismo que la autodeterminación de género sólo que con otras palabras. Campo explicó las condiciones específicas que se dictan para los niños de 12 a 14 años y los de 14 a 16 por ser menores de edad, pero los derechos reconocidos no les son vetados.
A partir de ahora, queda abierta la duda sobre el grado de entusiasmo con que Carmen Calvo defenderá el proyecto o incluso si la aprobación hace más probable su salida del Gobierno cuando se produzca la remodelación pendiente. Donde no hay ninguna duda es en la posición de Gobierno. «La ley salvaguarda los derechos de las mujeres», dijo María Jesús Montero. Ese «evidentemente» de la frase de Calvo en enero queda ya fuera del discurso oficial del Gobierno.