Los mitos son un elemento esencial de la vida del ser humano. Sin ellos, las religiones prácticamente no existirían. Jugaron un papel esencial en la construcción de naciones y estados. Son fáciles de encontrar en muchos debates políticos contemporáneos. Pero incluso los mitos más persistentes corren el riesgo de quebrarse en situaciones de emergencia. Es lo que han hecho la pandemia y la crisis económica posterior con el papel del Estado en los países occidentales. En muchos ámbitos, incluidos los liberales, se acepta que los próximos años seremos testigos de un reforzamiento del protagonismo de los gobiernos en la vida económica con el objetivo de recabar recursos para que esta situación no se repita y de resolver los problemas de desigualdad que la pandemia ha puesto a la vista de todos.
En la derecha española, prefieren seguir abrigados por el manto protector de sus mitos económicos. Mientras otros responden a las noticias de que los más ricos ya han recuperado su nivel de renta y activos anterior a la pandemia y que hay que gravar más las rentas más altas, y de eso también se está hablando en EEUU, aquí el Partido Popular exige el descenso de todos los impuestos y eliminar el impuesto de sucesiones. Con una deuda pública que asciende ya al 125% del PIB, eso causaría un agravamiento aún mayor de las cuentas del Estado, pero no importa. Los impuestos son el mal.
Este jueves, Isabel Díaz Ayuso interrumpió brevemente el tiempo que dedica a formar su futuro Gobierno para participar en la presentación del libro de Daniel Lacalle ‘Libertad o igualdad’ (parece que las dos cosas al mismo tiempo no puede ser). En realidad, salió hace un año, pero eso fue en una época en la que era complicado vender libros. De hecho, era difícil hasta salir de casa para ir a una librería. En su intento de reescribir el significado de la palabra ‘libertad’, la derecha madrileña considera que es un valor absoluto y excluyente. Otras cuestiones que también han preocupado a las economías occidentales desde la Segunda Guerra Mundial son secundarias. Caballos de Troya en los que se esconde gente peligrosa. Cómo podía faltar Díaz Ayuso al acto.
Ese prejuicio es especialmente cierto en relación a lo que esa derecha piensa sobre la desigualdad. O bien la desigualdad no existe o es una consecuencia saludable de un sistema económico que defiende la libertad por encima de todo. La pobreza se soluciona dando un empleo al pobre, no importa cuál sea su salario, y el que no lo consigue es porque no quiere. Eso que la izquierda llama la lucha contra la pobreza es un subterfugio para atacar la libertad.
Entre las principales economías de Europa occidental, España es de las que menos recursos dedica a ese campo. La respuesta del alumno perezoso cuando saca malas notas en una asignatura es decir que esa materia no es tan importante.
Ahí están Díaz Ayuso y Lacalle cuando hablan de lo que la presidenta de Madrid llama «uno de los mantras que más enarbola la izquierda». Si lo hace, por algo será, porque la cuestión es tan menor que sólo merece la pena referirse a ella para desdeñarla. «De desigualdad, no se muere nadie. Se muere de pobreza», dijo Ayuso.
Los estudios científicos de las últimas décadas han confirmado algo que antes se sospechaba de forma intuitiva. Los ricos viven más tiempo. Ser pobre aumenta las posibilidades de muerte prematura. La desigualdad es un factor que incide directamente en la duración de nuestras vidas. Un estudio financiado por el Instituto Nacional de Investigación de la Salud y la ONG Wellcome Trust midió la relación entre desigualdad y esperanza de vida en Reino Unido entre 2003 y 2011. Llegó a la conclusión de que el 35% de las muertes prematuras, ocurridas antes de cumplir los 75 años, «eran atribuibles a la desigualdad socioeconómica». En números absolutos, se trataba de 877.082 fallecimientos. El tiempo de vida que se perdía para cada persona era de media catorce meses.
Durante la pandemia, esa diferencia de renta que cuesta vidas se ha hecho aún más evidente. En EEUU, ha provocado la crisis con efectos más desiguales en toda la historia. Los sectores más afectados son los que dan empleo a mujeres, minorías étnicas y trabajadores de bajos ingresos. Los que conservaron su empleo y trabajaron desde casa mantuvieron sus ingresos e incluso ahorraron más dinero. Aquellos cuya riqueza depende en buena parte de inversiones se recuperaron mucho más rápido, porque las bolsas remontaron el vuelo mucho antes. Ahora los más ricos cuentan con un porcentaje de la renta nacional mayor que antes.
Una década de progreso en la reducción de las desigualdades en los países subdesarrollados ha quedado anulada por culpa de la pandemia, según el FMI.
La pandemia nos afecta a todos, nos decían. En un plano general, era cierto. Los virus no revisan la declaración de la renta de alguien antes de infectarlo. En el mundo real en que importa si vives o mueres, no lo es. Ha matado a más pobres que a ricos, a más gente de clase baja que de clase media, porque en eso el Covid-19 se ha comportado como todas las enfermedades.
Daniel Lacalle, economista de cabecera de Pablo Casado, empleó en el acto el mantra –por mencionar la expresión de Díaz Ayuso– que es habitual en la derecha española: «El primer mecanismo de redistribución es el empleo, que es algo que siempre se olvida». Esto ya lo decía Mariano Rajoy, y a nadie se le ocurría decir que el entonces presidente era un mago del pensamiento económico. La idea ignora la realidad de que existen los trabajadores pobres, aquellos a los que su salario no les permite escapar de la pobreza, o los que, como en EEUU, tienen que encadenar empleos parciales mal pagados para poder subsistir. España es el primer país europeo de la OCDE en porcentaje de trabajadores pobres.
Cuando el Estado interviene para paliar esa situación, en especial cuando no consigue generar puestos de trabajo para todos, Lacalle se persigna y ve la mano del diablo. Asegurar una renta mínima es anatema. Su teoría es que conceder un dinero que se suele destinar al consumo y por tanto vuelve a la economía crea privilegiados. «La renta mínima universal es un instrumento perfecto de las élites para eliminar la competencia», dijo el jueves. Imagina que recibas 461 euros al mes y te llamen privilegiado los que ganan miles de euros mensuales.
Es lo mismo que ha dicho en ocasiones Díaz Ayuso, que se opone a la renta mínima, la compara a «igualar a la baja» y dice que provoca «dependencia del Estado». Varios estudios sugieren que no hay evidencia que sostenga que «las transferencias desincentivan sistemáticamente la participación en el mercado de trabajo».
Para la derecha madrileña, estas subvenciones a los pobres son rechazables. Las subvenciones a la educación privada, a la sanidad privada o a los planes de pensiones privados a través de desgravaciones fiscales –y todo eso que se podría denominar el «Estado de bienestar oculto» en favor de las rentas medias y altas–, esas no sólo no son negativas, sino que están entre las prioridades de su programa ideológico.
En España, subvencionamos a los ricos. Los pobres, ya se sabe, lo son porque quieren.