Las portadas de las revistas no son un buen termómetro para intuir quién va a ganar las primarias en EEUU. Es cierto que sólo ofrecen lo último, y a veces lo último es que un político derrotará a sus rivales con facilidad e iniciará una nueva era política.
Un mes más tarde, ese candidato puede estar despidiendo al personal contratado y calculando cuánto tiempo le costará pagar las deudas asumidas en sostener una empresa que nunca tuvo mucho futuro.
Una selección de portadas de la revista Time confirma el escepticismo. Es la dedicada a Marco Rubio (fecha: febrero de 2013) la que resulta más ridícula porque iba más allá del resultado de las primarias en las que ahora se arrastra como un zombi. Rubio se convertiría en el salvador del Partido Republicano, decían.
Sólo hay un detalle por el que la hipérbole no provoca la risa. 2008 había confirmado que si los republicanos no se hacían más atractivos en las elecciones presidenciales entre la comunidad latina sus posibilidades de ganar eran escasas. Rubio, hijo de cubanos, parecía una carta interesante para el futuro más cercano. Incluso había presentado junto a otros siete senadores una reforma de la legislación sobre inmigración que incluía una puerta por la que muchos inmigrantes sin papeles podían cruzar y regularizar su estancia en EEUU.
Teniendo en cuenta que Rubio consiguió su escaño en el Senado por Florida con el apoyo del Tea Party frente a eso que antes se llamaba un republicano moderado, el pronóstico ya parecía algo aventurado. Pero, qué demonios, si el partido estaba afianzándose en sus posiciones más derechistas, igual había llegado al punto en el que se encontraba Rubio.
The end of Marco-mentum https://t.co/dSMkiTSTBm pic.twitter.com/hVPoC0dM3i
— The New York Times (@nytimes) March 14, 2016
Entre la portada de Time y este artículo del dominical del NYT con una foto tan reveladora han pasado tres años, pero sobre todo lo que ha ocurrido es Donald Trump y la constatación de que el partido se mueve al ritmo de su ala más yihadista. En su momento se pensó que eso pasaría por la victoria en las primarias de un candidato del sector más ultra o el más popular entre los votantes evangélicos (lo que no había ocurrido con los triunfos de McCain y Romney).
Lo único que se ha salido del guión es la personalidad del tipo que se ha puesto al frente de la muchedumbre enfurecida. No un hombre temeroso de Dios y de moralidad intachable, sino Trump. No un político que pone la religión o el aborto en la primera línea de su discurso, sino alguien que coloca la inmigración y el odio al extranjero entre sus prioridades.
Ahora Rubio, con el rencor del perdedor, reserva sus ataques más afilados para Trump y confiesa que no entiende lo que está pasando, como si fuera uno de esos periodistas progresistas de allí que muestran su perplejidad al analizar los fenómenos políticos de la derecha norteamericana porque nunca han hablado con uno de sus votantes.
La confusión no puede ser del todo ideológica en el caso de Rubio. Él nunca tuvo problemas para olvidar el detalle que le hacía diferente a otros republicanos. En las dos ocasiones principales en que le tocó enfrentarse a las urnas (la actual y la que le dio la victoria en Florida), se ocupó de marcar distancias con toda posición moderada sobre inmigración; es más, se colocó al otro lado, el que defiende que una amnistía, o regularización masiva, sólo alentaría más inmigración ilegal. Rubio sí sabía por dónde respiraban los votantes de su partido y lo tenía en cuenta en fechas electorales.
Quizá Rubio se equivocó en apostar por la política exterior como uno de los ejes fundamentales de su campaña. En una época en la que muchos dirigentes republicanos han asumido las lecciones del fiasco de Bush en Irak y Afganistán y no están nada interesados en más aventuras militares en Oriente Medio, Rubio se rodeó de consejeros neoconservadores –casi fichó a todos los que estaban disponibles–, que lo adoptaron como el político que los iba a devolver a la batalla. Y con él no han llegado ni al primer puesto de la línea de salida. A la hora de la verdad, Rubio entró en fase de pánico y demostró que su única forma de salir de una situación complicada era repetir un eslogan como un robot.
Eso ha podido ser un factor relevante, pero no más que el desenlace de un proceso iniciado antes incluso de que Rubio llegara al Senado. El Partido Republicano es ahora la vanguardia de la guerra santa contra la inmigración, contra el comercio, contra el consenso científico sobre el cambio climático, contra Rusia, contra China, contra los enemigos y los amigos de EEUU, contra todos los que conspiran contra las barras y estrellas. Sus bases lo han oído muchas veces de los políticos republicanos y ahora sólo una dosis extrema de ese deseo de revancha (y también la realidad de que la clase blanca trabajadora era sólo una ficha que el establishment republicano tenía guardada en el bolsillo sin que le preocupara lo más mínimo su situación económica) puede motivarles para lanzarse a las urnas como poseídos. Y los que niegan ese derrotismo forman parte de la conspiración y por tanto se merecen el mismo trato que los demás enemigos de EEUU.
La mentalidad xenófoba que anima a los votantes de Trump es la que predomina entre los republicanos, y en ese ambiente alguien como Rubio sólo merece el trato despectivo del compañero del viaje. A fin de cuentas, en el artículo del NYT Rubio no oculta que llegado el caso votaría a Trump, al que considera un fraude peligroso, frente al candidato demócrata en las elecciones. Los blandos, incluidos los que antes no lo parecían, tendrán que purgar sus anteriores pecados aplaudiendo con más fuerza al Querido Líder.