La noticia de la ascensión del príncipe Mohamed bin Salmán al puesto de príncipe heredero saudí, y por tanto primero en la línea de sucesión, se entiende mucho mejor recordando lo ocurrido el 22 de abril. Ese día el rey Salmán publicó 40 decretos, y uno de ellos significaba mucho para los funcionarios. Restablecía los sueldos y derechos económicos de los funcionarios civiles y personal militar que habían sido recortados o eliminados sólo siete meses antes. En septiembre, los salarios se habían reducido en un 20% como parte del programa de recorte de gasto público aprobado por el Gobierno para encajar la espectacular caída del precio del petróleo.
La medida fue lógicamente impopular sin que el hecho de que se vendiera como parte de un programa de modernización y diversificación económicas surtiera mucho efecto. Era una decisión que partía del príncipe Salmán (MbS), que no sólo era el ministro de Defensa, sino también máximo responsable de la política económica, incluida la producción de petróleo.
La escasez de informaciones sobre los equilibrios de poder dentro de la familia real saudí no permitía otra cosa que especular sobre las razones del giro. Precisamente por ser medidas económicas difíciles, no tenía mucho sentido haberlas tenido en vigor durante menos de un año. Es posible que para entonces el rey y su hijo tuvieran ya decidido el anuncio conocido este miércoles: la desaparición del príncipe heredero, Mohamed bin Nayef, jubilado a los 57 años, y el ascenso de MbS, de 31 años, que controla ahora todos los resortes del Gobierno.
Había que preparar el camino ganándose el apoyo del personal de la Administración, el último peldaño que MbS tenía que subir para hacerse con todo el poder dejando fuera de cualquier opción a sus rivales dentro de la familia real en caso de una muerte repentina del monarca.
Siempre se ha dicho que los asuntos de la élite gobernante saudí se decidían por consenso entre las principales ramas de la familia, en función del poder que tuvieran cada uno de los hijos y descendientes de Abdul Aziz bin Saud, el creador del Estado saudí moderno. Fue así durante décadas, en especial en el largo periodo de tiempo en que el rey Fahd gobernó casi incapacitado por la enfermedad. No ha sido así con el actual monarca, de 81 años, que en dos años y medio se ha deshecho de dos príncipes herederos. Por último, ha cambiado la ley para que la sucesión se produzca de padre a hijo, algo prohibido. Hasta ahora, cada rey, hijo de Abdul Aziz, era sustituido a su muerte por un hermano.
Los cambios de abril no fueron sólo económicos. Se produjeron varios nombramientos en el área de seguridad del Gobierno en el único ámbito que controlaba el príncipe Nayef como ministro de Interior. Los puestos fueron para personas cercanas por edad y trayectoria a MbS. Su hermano pequeño, de 28 años (profesión: piloto de caza) recibió la embajada en EEUU, el puesto más importante de la diplomacia saudí. Un sobrino se convirtió en vicegobernador de la Provincia Oriental, de especial interés para los servicios de seguridad por la presencia de la mayor parte de los pozos petrolíferos y de una minoría chií enfrentada al Gobierno central (el gobernador era un hermano de Bin Nayef al que desde ese momento se le vigilaría de cerca y que ya no tiene mucho futuro en el puesto).
Hubo además una decisión institucional de calado: el fortalecimiento de un organismo algo secundario desde 2015, el Consejo de Seguridad Nacional, cuyo responsable sería alguien cercano a MbS, que disputaba así al Ministerio de Interior el control de la seguridad interior. Mohamed bin Salmán se convirtió en la práctica en el jefe del Gobierno.
Abril fue por tanto el prólogo del ascenso definitivo de MbS que llegará algún día al trono de su país. Por más que la decisión del miércoles no puede sorprender, sería poco inteligente subestimar sus consecuencias, y varias de ellas no son muy alentadoras. Con anteriores monarcas, Arabia Saudí parecía absorbida por mantener la estabilidad interna y propagar su mensaje religioso –su lectura integrista del islam– por todo el mundo musulmán. Con el rey Salmán y su hijo, el régimen se ha embarcado en aventuras exteriores, cuya prioridad estratégica es combatir en todos los frentes militares a Irán y acabar políticamente con los Hermanos Musulmanes en todos los países de Oriente Medio afectados por los levantamientos de la ‘Primavera Árabe’.
En todas esas aventuras expansionistas, el nuevo príncipe heredero ha adoptado un perfil destacado, demostrando un carácter temerario que también ha sido definido como errático. Parece que no hay frente en el que los saudíes no quieran intervenir para cambiar las cosas a su gusto. Junto a los Emiratos, presionaron y apoyaron al Ejército egipcio para que derrocara con un golpe al Gobierno de los Hermanos Musulmanes. Intervinieron en el conflicto de Yemen para convertirlo en una guerra de aniquilación contra sus rivales chiíes al precio de destruir un país que ya era el más pobre de Oriente Medio. Recientemente, decretaron el bloqueo económico de Qatar por su molesta tendencia a tener su propia política exterior.
Ninguna de estas iniciativas se ha visto coronada por el éxito. Egipto fue fácil para ellos, porque sólo tenían que enviar ingentes cantidades de dinero, pero el tradicional funcionamiento caótico del Estado egipcio terminó por exasperarles. Han arrasado Yemen bombardeando hospitales, colegios y mezquitas, y no están más cerca de la victoria que hace dos años, porque no se atreven a enviar fuerzas de tierra para terminar con el trabajo de los bombardeos. Acaban de dinamitar el Consejo de Cooperación del Golfo con su ofensiva contra Qatar, y no parecen tener más respuesta que esperar a que la familia real qatarí preste lealtad a los saudíes, lo que no va a ocurrir. En Siria, han volcado el apoyo militar y económico sobre grupos insurgentes que no tienen ninguna capacidad de ganar por sí solos la guerra, y al mismo tiempo fueron incapaces de trazar una estrategia común con los grupos financiados por Qatar. De hecho, promovieron un pacto de sus grupos con el Frente Al Nusra, vinculado a Al Qaeda, enemigo mortal del Estado saudí. En Libia, los aviones de Emiratos, junto a los egipcios, han bombardeado a los rivales del general Haftar, y sólo han contribuido a hacer más difícil una solución política.
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— واس (@spagov) 21 de junio de 2017
MbS ha defendido en público todas estas iniciativas dejando a muchos saudíes perplejos sobre el inexistente horizonte de victoria que les ofrecen desde el Gobierno. No son los únicos perplejos. En diciembre de 2015, los servicios de inteligencia alemanes no tuvieron reparo en filtrar el contenido de un informe sobre Arabia Saudí en el que destacaba que el país estaba llevando a cabo una política impulsiva de intervención exterior y que MbS parecía estar dispuesto a provocar la desestabilización de toda la región.
El secretismo que caracteriza a toda la política saudí se ha venido abajo hasta cierto punto con el intento de MbS de proyectarse como la imagen del futuro. Modernización, privatización, salida a bolsa de la empresa pública del petróleo, diversificación de inversiones, esos son los conceptos que se manejan en la prensa internacional al referirse al nuevo príncipe heredero. La campaña de relaciones públicas ha llegado a todos los medios, en especial los de EEUU, donde MbS cuenta con periodistas influyentes que han elogiado sin límite al futuro rey. Columnistas como Thomas Friedman, del NYT, y David Ignatius, del Washington Post, han recibido el máximo acceso para escribir artículos laudatorios sobre él hasta el límite de la hagiografía. Varios think tank, que reciben generosas aportaciones económicas de Arabia Saudí, lo venden como el líder que necesitaba el país. En esos casos, los civiles muertos de Yemen y la destrucción de Siria juegan un papel secundario. Lo que se destaca son los ordenadores, las inversiones, la diversificación económica o su entrevista en California con Mark Zuckerberg. Aunque en realidad la mayor aportación económica saudí a la economía estadounidense continúa siendo la ingente compra de armamento.
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En Israel, la imagen de MbS es si no buena, muy favorable en la medida que reconocen que su enemistad visceral con Irán sólo puede beneficiarles. En público, el Gobierno se muestra cauteloso, excepto un ministro que ya ha dicho que su promoción es una buena noticia para Israel. Los expertos en las universidades son más expresivos al elogiar su intención de frenar la influencia iraní: «Israel se juega mucho en la operación de Yemen porque no puede permitir que una fuerza proiraní controle el estrecho de Bab al-Mandeb, que es una salida para los barcos israelíes en el golfo de Eilat», ha dicho al Jerusalem Post Joshua Teitelbaum, del centro de estudios de defensa de la universidad de Bar-Ilan. «En esto, Israel y Arabia Saudí caminan en la misma dirección. En relación a Israel, (MbS) es el hijo de un rey que ha continuado una política de cooperación limitada y clandestina con Israel, y no hay razones para pensar que el hijo cambiará de dirección».
Como ministro de Interior, Mohamed bin Nayef era un gran aliado de Washington en la guerra contra ISIS y Al Qaeda. Sufrió uno de los atentados más extraños que uno pueda imaginarse cuando un yihadista detonó cerca de él una bomba que llevaba escondido en el recto. El lugar elegido para guardar la bomba fue efectivo para superar los controles de seguridad, pero no tanto para matar a Nayef, que sólo resultó herido.
Ahora, EEUU ya no le echará de menos. Todo es distinto con Donald Trump. El presidente volvió de su visita a Arabia Saudí derrochando elogios al rey saudí. Agradeció la compra de armamento con un apoyo decidido a las denuncias contra Qatar. Es cierto que el Pentágono y el Departamento de Estado hicieron como si Trump no hubiera dicho nada, pero las relaciones del presidente con los gobernantes saudíes parecen excelentes. La familia Trump, con el inevitable yerno Jared Kushner al frente, y la familia Salmán están condenadas a entenderse. El nombramiento de un piloto de 28 años como embajador saudí en EEUU sólo porque es hermano de MbS, confirma que por ambos lados la perspectiva es que estas dos dinastías familiares pretenden establecer relaciones personales que estén por encima de los intereses de ambos países.
MbS, con su nombre con iniciales como si fuera un ejemplo de modernidad, es el símbolo de la disposición saudí a llevar la guerra contra Irán a todos los conflictos de Oriente Medio, una garantía segura de años o décadas de sangre y violencia.