Quienes esperaban que el resultado de las primarias del Likud pudiera suponer el prólogo de la retirada política de Binyamín Netanyahu vieron rápidamente disipadas sus esperanzas. No es que el resultado estuviera en duda. El primer ministro en funciones obtuvo el 72,5% de los votos, frente al 27,5% de su rival, Gideón Sa’ar, en una votación en la que participó el 49% de los militantes en un día marcado por la lluvia y las tormentas. Quizá pensaban que un resultado más ajustado plantearía dudas sobre el futuro de Netanyahu, cuya petición de procesamiento por corrupción por la Fiscalía y su fracaso en formar Gobierno, que obliga a unas terceras elecciones en menos de un año, le habían dejado en una posición vulnerable.
No fue así, porque el Likud no sólo es el mayor partido de la derecha nacionalista israelí desde su formación en los años 70, sino el feudo político personal de Netanyahu. El grupo parlamentario, los dirigentes locales y los militantes unieron su destino al suyo desde hace tiempo de la misma que en una organización criminal nadie discute el poder del capo a menos que alguien surja desde dentro con poder y convicción suficientes como para eliminarlo. Los que lo han intentado han fracasado, también cuando decidieron abandonar el partido y fundar su propia formación política.
El segundo paso para Netanyahu es decidir en los próximos días si solicita al Parlamento que apruebe un proyecto de ley que le conceda inmunidad legal mientras se mantenga al frente del Gobierno. Está por ver si el Tribunal Supremo aceptará la medida, ya que no hay precedentes de este tipo en la historia del país.
Políticamente, el resultado no está asegurado. Puede contar de entrada con el apoyo de 55 diputados, sobre un Parlamento de 120, con los votos del Likud y de sus aliados de partidos de extrema derecha y ultraortodoxos. Si no consiguió el ‘sí’ de 61 diputados para formar Gobierno, es difícil pensar en cómo logrará llegar a ese umbral ahora. Pero el principal partido de la oposición –la coalición Azul y Blanco– ya ha sugerido que prefiere que sean las urnas y no los jueces los que derroten al líder del Likud. A lo largo de su carrera, la incompetencia y las rencillas internas de los partidos de la oposición han sido colaboradores necesarios en los triunfos de Netanyahu. Ese es un ingrediente habitual cuando logras dominar el sistema político de un país durante más de una década.
Yossi Verter se pregunta en Haaretz cómo va a recuperar Netanyahu de esta manera en la cita electoral del 2 de marzo el apoyo de los miles de votantes que le abandonaron en las anteriores elecciones y le hicieron perder varios escaños: «Esos votantes no volverán a casa cuando la casa se parece a una mafia en la que el jefe –personalmente o a través de su familia, lacayos y consiglieri– orienta a los hooligans digitales y les incita contra cualquiera que cuestione su poder. Sean Gideón Sa’ar y sus partidarios o el fiscal general Avichai Mendeblit y el fiscal del caso y su equipo».
Netanyahu ha utilizado una estrategia típicamente trumpiana para acosar o atacar directamente a las instituciones del Estado que le han creado problemas con investigaciones de corrupción, como policías, fiscales o jueces. Israel no es el único país en que el presidente o primer ministro anuncia que los ataques contra él lo son en realidad contra todo el país o que las investigaciones judiciales se basan en maniobras de sus enemigos que buscan conseguir lo que no obtienen en las urnas.
Pero Netanyahu ha ido mucho más lejos. Hace sólo unos días, puso en circulación una imagen suya con una frase calcada de otra difundida por Trump con la misma intención. «No me persiguen a mí, sino a ti. Yo sólo me he interpuesto en su camino», dice el texto. Policías y fiscales se convierten así en enemigos de los propios ciudadanos. Se diría que no le vale con mantener el poder que le da el Gobierno, sino que quiere asaltar todo el Estado.
Antes de conocerse el resultado de las primarias, algunos asesores de Netanyahu afirmaban que no puede ganar las elecciones de marzo si continúa con ese discurso ‘antisistema’ contra algunas de las principales instituciones del Estado, según contaba Ben Caspit en Al-Monitor. Esa imagen con la frase «no me persiguen a mí» indica que su líder no está de acuerdo. «Los partidarios del Likud que se fueron no volverán a votarle si Netanyahu se lanza contra el Tribunal Supremo con una horca en la mano. Muy al contrario. Más miembros del Likud abandonarán el partido, que podría caer por debajo de 30 escaños», dijo uno de ellos a Caspit (ahora tiene 31).
Como todos los líderes en una situación apurada, Netanyahu terminará jugando todas las cartas que tenga en la mano. Insistirá en denunciar esa gran conspiración contra él, como suele hacer Trump, y al mismo tiempo ofrecerá un horizonte de éxito si los votantes de la derecha nacionalista apuestan por el Likud. En su discurso de victoria, prometió que su relación privilegiada con el presidente de EEUU le permitirá convencerle de que reconozca la soberanía israelí (este año él la denomina «soberanía judía») sobre el Valle del Jordán y «sobre todas las comunidades de Judea y Samaria, todas ellas sin excepción», es decir sobre toda Cisjordania.
Netanyahu pretende sobrevivir convenciendo a los israelíes de que su supervivencia política permitirá a Israel completar el sueño histórico de la derecha y ultraderecha de su país de convertir la colonización de los territorios palestinos en una anexión completa. No es la primera vez que pone en práctica esa estrategia y hasta ahora le ha ido muy bien.
Eso haría imposible cualquier posibilidad de paz, pero esa no es una de sus prioridades.