El problema de la obsesión de medir una contienda electoral por las encuestas –pecado en el que caemos todos los periodistas– es que la relación causa-efecto no siempre funciona. Es decir, un cambio repentino en las tendencias se intenta explicar a partir de los acontecimientos inmediatamente anteriores, y es posible que su importancia sea relativa.
El cálculo es aún más arriesgado con los ‘tracking’ diarios que tienen dos características: dan un titular diario (tentación irresistible) y pueden dar algún resultado irreal por la razón que sea (lo que no importa al día siguiente cuando llega otro resultado).
El equilibrio que dan ahora muchas encuestas, no todas, entre Obama y Romney ha sido justificado con la penosa actuación del presidente en el primer debate. Puede que no sea así, pero un hecho concreto y medible ha permitido justificar cualquier variación en las cifras en función de lo que ocurrió en ese duelo.
Según dos sondeos, el aumento del apoyo a Romney comenzó antes del debate, a finales de septiembre. Nada ocurrió entonces que ayudara a explicar ese cambio de tendencia, lo que en estos casos contribuye a que pase desapercibido. Si fuera así, la cosa sería más preocupante para Obama que lo que pudiera haber ocurrido en el debate. Una mejor actuación en la segunda cita, en la madrugada del martes al miércoles, le ayudaría bastante, pero no sería suficiente si su rival continúa cosechando apoyos lentamente pero sin detenerse. No todo lo que ocurre en una campaña se puede explicar tomando un hecho concreto.
¿Qué puede haber ocurrido a la campaña de Obama? Varios análisis comienzan a apuntar que el presidente siempre se centra en sus mítines en lo que no quiere hacer. No más guerras en Oriente Medio. No más rebajas fiscales a los más ricos. No a los recortes en Medicare y Medicaid. La incógnita es: ¿qué es lo que pretende hacer en su segundo mandato? ¿Cuál es la idea que le inspira? De eso hubo mucho en la campaña de 2008. En esta, no lo suficiente.
–Foto del Flickr de la Casa Blanca.