Votando a los nuevos del Constitucional con pinza y mascarilla por aquello del olor

Nadie como la izquierda para fustigarse con el látigo de nueve colas. Los partidos del Gobierno llevaban meses exigiendo al Partido Popular para que se aviniera a pactar la renovación del CGPJ, el Tribunal Constitucional (TC) y otras instituciones. Al final, se produjo el acuerdo sobre el Constitucional entre el PSOE y el PP que se vota este jueves en el Congreso. Como era de esperar porque ha ocurrido antes, los conservadores presentaron dos nombres que pueden presumir de muchas cosas, pero no de independencia. Son juristas de confianza de Génova 13, de tanta cercanía que eso les ha creado problemas en el pasado. Ahora toca votar su elección de forma secreta y hay diputados de izquierda traumatizados por la cita. En los escaños de la derecha, están abanicándose con la Constitución.

¿Qué se podía esperar si el PP sigue negándose a pactar la renovación del CGPJ mientras acusa al Gobierno de estar paralizando la renovación del organismo? Las palabras han dejado de tener sentido en la política española.

La mecha del descontento la encendió el socialista Odón Elorza al decir en nombre de su partido que era «una indignidad» para el TC y el Congreso que el catedrático Enrique Arnaldo estuviera en la lista. Arnaldo ha estado tan metido en las tripas del PP que hasta apareció en el sumario del caso Lezo con una conversación siniestra con Ignacio González en la que presumía de que podía maniobrar para que se nombrara un fiscal general que favoreciera los intereses del presidente madrileño. Sigue leyendo

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Afganistán o el derecho a matar en nombre de la libertad

Veintitrés millones de personas necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir en Afganistán, según cifras del Programa Mundial de Alimentos, una agencia de la ONU. La población del país es de 39 millones. Hasta la victoria talibán, el país recibía ayudas anuales por valor de 8.500 millones de dólares al año, equivalentes al 43% del PIB. Esos fondos servían para mantener el 75% del gasto público y el 90% del gasto en defensa y seguridad. Veinte años después de la creación del nuevo Estado afgano, el país vivía de la asistencia económica internacional, fundamentalmente de EEUU y de las grandes instituciones internacionales.

Después de que los talibanes se hayan hecho con el poder, la situación económica ha empeorado. Aquellos más afortunados, los que tienen un empleo en la Administración como médicos o profesores, en su mayoría no han recibido su salario en los últimos tres meses. La ONU no descarta que en 2022 el país sufra una hambruna de proporciones masivas.

Por tanto, la misma existencia de ese Estado se debía a esa ayuda. No al resultado de las elecciones, no a su capacidad de proteger la seguridad de los ciudadanos. Su única legitimidad provenía del hecho de que la alternativa era peor. Era como un enfermo sostenido con vida de manera artificial.

Políticamente, el balance era aun más desolador, lo que ayuda a entender por qué el Gobierno y el Ejército se desplomaron hasta desvanecerse en las dos primeras semanas de agosto. Las últimas dos elecciones presidenciales habían quedado manchadas por el fraude en las urnas y la baja participación electoral. La corrupción se había extendido por todas las fuerzas policiales y la mayor parte del Ejército. La clase política saqueaba sin pudor los fondos que llegaban a las instituciones. Las mansiones de los caudillos regionales en Afganistán y sus cuentas corrientes en los bancos de Dubai no dejaban lugar a dudas.

Estas conclusiones podían haberse escrito en cualquier año de la última década. De hecho, se escribieron y por ejemplo aparecieron en los informes anuales de la oficina del Pentágono dedicada a examinar los avances en la «reconstrucción» de ese país.

La intervención militar occidental en Afganistán se cerró con un fracaso completo, tan absoluto que plantea serias dudas sobre si se podría repetir otra vez. Si el legado de Vietnam acompañó a la política norteamericana durante casi veinte años, y supuestamente fue neutralizado con la victoria fulgurante en la Guerra del Golfo en 1991, cabe pensar que cualquier otro proyecto de reconstrucción nacional después de una invasión quedará marcado por la sospecha de que se produzca otro Afganistán.

Reparto de ayuda en Herat en octubre por el Programa Mundial de Alimentos. / WFP

Pocos días después de la caída de Kabul, Anne Applebaum escribió un artículo para lamentar la falta de decisión del mundo occidental en defensa de la libertad. No se refería a una confrontación ideológica, sino a una batalla real, la que se lleva a cabo con armas. Se quejaba de que se hubiera extendido el concepto de que «no es posible una solución militar» en tantas declaraciones públicas sobre guerras como la de Afganistán, pero no sólo en ese país. En definitiva, se burlaba de esos expertos en solución de conflictos o altos cargos de la ONU o la UE que buscan negociaciones políticas que den lugar a acuerdos duraderos.

Frente a esa idea, Applebaum escribió que las guerras acaban en muchas ocasiones con una solución militar. En una guerra, a veces gana alguien que está dispuesto a luchar hasta el final. «Los extremistas violentos, en contra de la imagen más extendida, pueden ser bastante racionales: pueden calcular de forma exacta qué necesitan para ganar una batalla, que es precisamente lo que los talibanes han hecho en Afganistán. Existía una solución militar, y ese grupo ha estado esperando durante mucho tiempo para lograrla».

No es una sorpresa que la escritora defienda eso que se ha llamado «intervencionismo liberal». Cree que en el mundo occidental ha perdido las ganas de luchar al apreciar que la opinión pública de EEUU no quiere saber nada de las «guerras interminables» veinte años después del 11S. «Porque a veces sólo las armas pueden impedir que los extremistas violentos tomen el poder».

¿Se puede llevar la guerra a todos los países del mundo en los que existan extremistas dispuestos a combatir hasta el fin de los tiempos para hacerse con el control del país? Parece una opción poco viable, porque por mucho que las élites políticas, periodísticas y académicas compartan una estrategia básica de carácter intervencionista, al final en países democráticos necesitan que exista un consenso básico compartido por la mayor parte de la opinión pública.

Es sabido que una guerra contra un movimiento insurgente carece de futuro si el Ejército extranjero implicado no cuenta con un fuerte aliado local. Eso es un hecho en términos militares y políticos. Cuando EEUU y sus aliados tenían 100.000 soldados en el país, no debían preocuparse mucho por la entidad del Ejército afgano, aunque eso ya suponía un pésimo augurio para el futuro. Posteriormente, los occidentales redujeron al mínimo su presencia militar y dejaron a las fuerzas locales el peso de la guerra contra los talibanes. Policías y soldados afganos pagaron un precio altísimo –con más de 60.000 muertes en veinte años– sin que eso les sirviera para derrotar al enemigo.

Políticamente, ese aliado local debía dar legitimidad a la presencia extranjera. Pero cuando el presupuesto del país depende de la ayuda económica exterior en un porcentaje altísimo, resulta difícil descartar la idea de que el Gobierno es una ficción que no se corresponde con la realidad sobre el terreno.

Patrulla de soldados norteamericanos en un pueblo afgano en 2010.

Anand Gopal es un periodista de The New Yorker que pasó años en Afganistán. No sólo en Kabul, sino en las zonas rurales donde la huella que dejaba el Gobierno era muy escasa o incluso negativa, porque estaba representada por caudillos locales enfrentados a algunas de las tribus o simplemente corruptos. «En el campo, la gente afronta una situación muy diferente (a la de las zonas urbanas)», dijo Gopal en una entrevista. «Se enfrentan a la guerra. Les pueden matar con ataques aéreos, con bombas ocultas en la carretera o lo que sea, y lo más importante para ellos es la seguridad por encima de cualquier otra cosa. Afganistán ha estado en guerra civil durante cuarenta años».

Gopal habla correctamente de guerra civil, un concepto que molestaba a los habitantes de Kabul para los que la idea de un regreso de los talibanes al poder suponía una pesadilla. Los talibanes representan una versión fundamentalista y cruel del nacionalismo pastún que era fácil de entender, o incluso asumir, para los afganos del sur y este del país. En la práctica, los talibanes estaban coaligados, desde una posición de clara superioridad, con muchas tribus enfrentadas al Gobierno central.

El sistema político afgano fue incapaz durante veinte años de armar un frente político que defendiera esa idea en esas zonas sin incluir el fanatismo de los insurgentes. Sin embargo, es muy complicado ser creíble en esa posición política si el Gobierno nunca deja de ser un inválido que no puede funcionar sin la ayuda occidental. En una comunidad a la que la historia concede un gran sentimiento de orgullo por su capacidad para hacer frente a invasiones, ¿cuál es tu legitimidad si tu posición es insostenible sin las tropas extranjeras?

Si, en la línea de Applebaum, consideras que los talibanes representan el mal absoluto –y esa es una posición fácil de aceptar para un ciudadano europeo o norteamericano–, entonces no hay soluciones políticas aceptables. El mal se erradica y cuanto antes, mejor. En ese momento, has tomado partido por uno de los bandos en liza. Por eso, la Administración de George Bush se negó a aceptar la posibilidad de integrar a los talibanes, o a muchos de ellos, en el nuevo Estado afgano que nació a finales de 2001.

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Por la misma razón, la Administración de Barack Obama nunca llegó a implicarse con determinación en la vía de negociaciones que se abrió en su segundo mandato. El riesgo político era demasiado alto. En primer lugar, se había apostado por la escalada militar en el comienzo del primer mandato. Luego, al comprobarse que no servía para ganar la guerra, se decidió que era el momento de la ‘afganización’ del conflicto bélico y que fueran los militares afganos los que llevaran el peso de los combates. Tampoco funcionó.

La negociación que sí afrontó la Administración de Donald Trump sólo era una pantalla para justificar la retirada militar. Eso era compatible con un aumento del número de bombas y misiles empleados por los militares en la guerra contra los talibanes. En 2018 y 2019, se superaron las cifras de todos los años anteriores desde 2001 sin que eso cambiara el balance de la guerra.

Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, sólo le quedaba la opción de aprobar otra escalada militar con el envío masivo de tropas –él ya se había opuesto sin éxito a la aprobada en 2009– o evacuar a todas las tropas. Las opciones intermedias habían perdido todo su valor.

Con el paso de los años, los gobiernos occidentales ya no podían justificar la presencia militar por la amenaza de Al Qaeda. Otros motivos fueron ocupando las declaraciones públicas –lo que también se puede llamar propaganda oficial– y uno de los más efectivos fue la protección de los derechos de las mujeres y de las minorías. Nadie quería que el país volviera a los años del anterior Gobierno talibán con el que las mujeres no podían trabajar, sólo podían salir de casa acompañadas por un familiar masculino o las niñas no tenían derecho a la educación.

La defensa de esos objetivos nobles ignoraba por completo la realidad social y cultural de Afganistán. La sorpresa fue general en EEUU y Europa cuando una asamblea de la comunidad hazara, uno de esos grupos minoritarios a los que había que proteger de los talibanes, aprobó un código civil que restringía la capacidad de las mujeres hasta niveles que hubieran satisfecho a los fundamentalistas. Esa ley recibió el visto bueno del Parlamento afgano. Los gobiernos presionaron a Karzai para que anulara esa ley u obligara a los diputados a eliminarla. No iba a conseguir los votos necesarios para obtener ese resultado, por lo que optó por el paso habitual cuando no se quiere afrontar un problema. La ley existiría, pero no se llegaría a aplicar. Los donantes internacionales se dieron por satisfechos. Era mejor mirar a otro lado e ignorar que no existía apoyo mayoritario para la aprobación de leyes similares a las de Occidente.

El colonialismo cultural por una buena causa sigue siendo colonialismo. Afganistán no es el primer país del Tercer Mundo en el que las ideas reaccionarias aumentan su apoyo si son defendidas por los mismos que luchan contra una ocupación extranjera.

«Las encuestas nacionales sugieren que el islam y la resistencia contra la ocupación inspiraban a los talibanes», escribe Carter Malkasian en el libro ‘The American War in Afghanistan: A History’. «La encuesta anual de la Asia Foundation de 2009, considerada el estudio más riguroso sobre Afganistán, descubrió que un sorprendente 56% de los afganos admitía su simpatía por los talibanes. Aunque esa cifra cayó al 40% al año siguiente, era desoladoramente alta, superando el 50% en el sur y zonas del este del país. Entre los encuestados con mayor apoyo a los talibanes, casi la mitad decía que opinaban así porque los talibanes eran afganos o musulmanes. Los pastunes y otros afganos que vivían en zonas rurales mostraban mucha más simpatía por los talibanes que los que vivían en las ciudades».

La modernización impuesta por la fuerza de las armas –no hay forma mejor de describir estos veinte años– tenía poco futuro. La invasión concedió una gran oportunidad para introducir el siglo XXI en el país sin que las fuerzas extranjeras tuvieran un gran conocimiento de la realidad anterior. Todo consistía en levantar desde cero un sistema de justicia lo más parecido posible al existente en EEUU. Lo que ocurrió fue que los tribunales se vieron contaminados por la corrupción. Resultaba imposible conseguir que se hiciera justicia sin haber sobornado antes a los funcionarios de los tribunales.

Ante esa disyuntiva, el sistema tradicional de justicia basado en la sharia nunca perdió su atractivo entre los sectores tradicionales de la sociedad, que eran claramente mayoritarios en las zonas rurales y las ciudades pequeñas. A los ojos de cualquier occidental, eso no es justicia, pero para muchos afganos era la única manera de dilucidar los conflictos que se producían en su sociedad, o la parte de la sociedad que ellos conocían.

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Para apreciar hasta qué punto la apuesta por la guerra hizo imposible un Afganistán diferente y permitió en última instancia el regreso de los talibanes al poder, nada mejor que leer el artículo con el que Barnett Rubin resume veinte años de intervención occidental en el país. Rubin conoce Afganistán desde los años 80 y asesoró tanto a los enviados especiales de la ONU como al Departamento de Estado de EEUU. En este último puesto en la Administración de Obama, fue una voz solitaria en favor de una solución política que hubiera sido viable si se hubiera afrontado al principio de la ocupación.

Para Rubin, el fracaso comenzó el 6 diciembre de 2001, un día después de que se firmara el acuerdo de Bonn, la primera conferencia internacional sobre el futuro del país. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, rechazó ese día cualquier idea sobre la posibilidad de un acuerdo político entre el nuevo presidente, Hamid Karzai, y lo que quedaba del liderazgo talibán refugiado entonces en Kandahar, la mayor ciudad del sur del país. Los talibanes habían aceptado reconocer el liderazgo de Karzai a cambio de una amnistía que permitiera a su máximo dirigente, el mulá Omar, seguir viviendo en Kandahar.

«Esto les hubiera permitido participar en el proceso puesto en marcha por el acuerdo de Bonn para establecer un Gobierno permanente –escribe Rubin–. En vez de ser enviados a Guantánamo o a algunos de los conocidos cementerios afganos, podrían haber participado en proporción a su auténticos número e influencia, pequeña, pero real, en la redacción y aplicación de la Constitución».

Rumsfeld respondió que no habría solución negociada. Con distintos matices, esa posición se mantuvo con la Administración de Obama al ordenarse la escalada militar de 2009. Es cierto que en ese momento ya se hablaba de algún tipo de negociación, pero nunca se apostó por ella hasta que EEUU y sus aliados afganos estuvieran en «una posición de fuerza».

Rubin recuerda que las autoridades norteamericanas calculaban que el gasto militar y de seguridad de Afganistán debía estar en torno a los 4.000 millones de dólares anuales. Eso suponía gastar en torno al 20% del PIB del país, que llegó a su punto más alto en 2013 con más de 20.000 millones de dólares. Si bien un país en guerra dedica un alto porcentaje de su riqueza al gasto militar, esa era una cifra totalmente insostenible. Es como si España se gastara en seguridad 300.000 millones al año (el presupuesto de Defensa supera los 10.000 millones de euros y el de Interior es de 9.000 millones).

Lo que hubiera sido posible a partir de 2002 por estar los talibanes en una posición de manifiesta debilidad, resultaba mucho más difícil una década después cuando los insurgentes controlaban amplias zonas rurales del país de donde ya no iban a ser expulsados. Y cuando lo era, a causa de una ofensiva militar, no pasaba mucho tiempo hasta su vuelta, porque el Gobierno afgano era incapaz de imponer su autoridad durante mucho tiempo.

La idea de que la democracia y el respeto a los derechos humanos llegarán fundamentalmente por la imposición de la fuerza a través de soluciones militares ha quedado enterrada en Afganistán. Ni siquiera la mayor maquinaria militar del planeta lo ha conseguido.

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A Biden y los demócratas les espera un año de sufrimiento

Joe Biden no ha necesitado un año de presidencia para meterse en problemas. Es cierto que le sacó siete millones de votos de diferencia a Donald Trump y que el empate en el Senado le dio en teoría mayoría en ambas cámaras, pero la política norteamericana es una guerra de guerrillas permanente en la que es difícil gestionar las frustraciones. El nivel de escepticismo de los ciudadanos sobre los políticos es alto. En la carrera para mantener motivados a sus votantes, da la impresión de que los demócratas lo tienen más difícil que los republicanos.

Este noviembre de 2021 ha sido la estación intermedia entre las elecciones presidenciales de 2020 y las elecciones legislativas de mitad de mandato del próximo año. La cita electoral de este martes contenía una serie de duelos de menor importancia, pero que los medios de comunicación, ávidos siempre de emociones fuertes, examinarían para comprobar la fortaleza de los demócratas. Los comicios se han celebrado en paralelo a las negociaciones en el Congreso, donde se está dilucidando el éxito o fracaso de la política económica de Biden en forma de un multimillonario paquete de estímulos.

Y por encima de todo esto, estaba la duda de si la popularidad de Biden en los sondeos, que inició en verano una caída sostenida, tendría algún efecto en ls urnas.

Como no había muchas grandes contiendas, los medios eligieron con buen criterio las elecciones a gobernador de Virginia como termómetro de la jornada. Las noticias fueron malas para los demócratas. En el Estado en que Biden ganó por diez puntos de diferencia hace un año, el vencedor fue Glenn Youngkin, un republicano que aparentaba ser trumpista, aunque sin pasarse, con un estilo menos descarnado que el del patriarca del partido. Fue lo bastante hábil como para recabar los votos de los trumpistas más radicales y conseguir al mismo tiempo reducir la ventaja que en principio tenía el demócrata Terry McAuliffe en los suburbios de las zonas urbanas.

Youngkin obtuvo un 50,9% de los votos. McAuliffe, un 48,4%.

La campaña de Youngkin tuvo unas características que dicen mucho sobre qué significa ser republicano en EEUU en estos momentos. Se presentó como un admirador de Trump al principio y mostró un cierto escepticismo sobre la limpieza de las elecciones que concluyeron con la derrota de Trump. Eso le permitía dejar claro a los trumpistas que era uno de ellos. Sin alardes. Youngkin no insistió para que Trump hiciera una visita a Virginia para echarle una mano. No le hubiera beneficiado.

En una campaña bastante igualada, Youngkin encontró la tecla que terminó dándole la ventaja que necesitaba. Empezó a insistir en el peligro que suponía una amenaza inexistente. Se refería a la teoría crítica de la raza, uno de esos campos de batalla adoptados por la derecha de EEUU en las guerras culturales. En los últimos meses, ha formado parte de la dieta habitual de Fox News.

La teoría crítica de la raza es una corriente de pensamiento legal, poco conocida hasta hace unos meses, que procede de los años 70 y que hace hincapié en el racismo estructural en EEUU. Trump dictó un decreto para prohibir que se utilizara en los materiales escolares. Biden la anuló con el argumento de que suponía un ataque a la libertad de expresión.

Más de veinte estados norteamericanos han aprobado leyes para vetar cualquier intento de incluir esas ideas en el currículum escolar. Youngkin prometió que en Virginia nunca se enseñaría si era elegido. Era una apuesta fácil porque en ningún centro escolar de ese Estado se imparten ahora contenidos que tengan que ver con esa teoría.

En realidad, es lo mismo que ofrecer una solución para un problema que no existe, algo que siempre les funciona a los republicanos y que deja a los demócratas sin saber qué responder. En este caso, el objetivo es intimidar a los profesores de historia para que se lo piensen dos veces antes de hablar en sus clases sobre la esclavitud y el racismo en la sociedad norteamericana desde su fundación.

Lo interesante para los republicanos es que con Youngkin tienen un posible manual de campaña que les podría ser muy útil en las elecciones de 2022. Situarse lo bastante cerca de Trump para conservar el apoyo de los adictos a las locuras del expresidente y al mismo tiempo lo bastante lejos como para atraer votantes moderados decepcionados con Biden.

Estos últimos han aumentado de forma significativa en los últimos tres meses. En el comienzo del verano, el nivel de popularidad del presidente comenzó a bajar con la nueva oleada causada por la variante delta. La persistencia de la pandemia pasaba a ser una carga responsabilidad de los demócratas. Afganistán fue el siguiente obstáculo que se le atragantó a Biden, no tanto por la decisión de la retirada, sino por la caótica forma en que se produjo finalmente. La complicada negociación en el Congreso de los grandes estímulos en infraestructuras y otros ámbitos económicos y sociales ha terminado por minar la posición de la Casa Blanca.

El aumento del precio de los combustibles –un asunto siempre sensible en EEUU–, los problemas de suministro de bienes de consumo y el repunte de los precios son otros factores que aumentan el pesimismo en la opinión pública. Más de la mitad de los encuestados temen que la eocnomía empeorará en los próximos doce meses. También culpan a Biden del aumento de la inflación, un asunto que está fuera del control de las medidas políticas a corto plazo.

Gallup da a Biden un 42% de apoyo, la cifra más baja para cualquier presidente en su primer año de mandato desde 1953 con la excepción de Trump (37%). Otras encuestas se mueven en números similares e indican que ha perdido siete u ocho puntos desde agosto. Una mayoría, 52% según Gallup, cree que el Gobierno está intentando hacer demasiadas cosas, es decir, prometiendo gastar demasiados fondos públicos. Quizá sea un reflejo de que la opinión pública vuelve antes del fin de la pandemia a una posición más habitual en el país. O quizá es la consecuencia de una cobertura periodística que incide en la dificultad de que salga adelante un proyecto tan ambicioso con la oposición frontal de los republicanos y la oposición más matizada, pero igualmente firme, de dos senadores demócratas, Manchin y Sinema.

Lo que ha quedado fuera del primer plano han sido algunas de las medidas pendientes de ser aprobadas y que son muy o bastante populares. La Casa Blanca no ha conseguido que el debate se haya centrado en esos puntos.

En los tiempos de la polarización, es muy difícil que los presidentes disfruten de porcentajes muy buenos. La encuesta de Gallup indica que el apoyo a Biden entre los votantes demócratas sigue siendo muy alto (92%) y que es casi nulo entre los republicanos (4%). Lo que ocurre es que es bajo (34%) entre los votantes independientes, prematuramente decepcionados con el presidente. Esos son el tipo de votantes que dieron la victoria al republicano Youngkin en Virginia.

Por todo ello, Biden necesita que el Congreso apruebe cuanto antes esa importante inyección de fondos públicos en la economía, casi con independencia de la cantidad que Manchin y Sinema acepten, y ofrecer así un logro específico y claro de su gestión. Hubo un tiempo en que sólo el hecho de que Trump no estuviera en el Despacho Oval ya era un motivo de inmensa relajación para muchos votantes de EEUU. Evidentemente, tenía que llegar el momento en que Biden demostrara por qué es el presidente, y eso es algo que aún no ha ocurrido.

Porque además lo que no haga en los próximos doce meses, quizá incluso la mitad de ese tiempo, podría quedarse fuera de sus posibilidades después de las elecciones legislativas de noviembre de 2022. Biden debe empezar a correr.

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Teo, no estás invitado a la fiesta de Lady Macbeth

Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida ya no van por la vida sonriendo o hablando en plan cheli a los periodistas para demostrar que todo les resbala cuando les atacan y que están condenados a ganar en todos los frentes. Toca disimular o caer en eso que denota que un político está aterrorizado, es decir, negarse a responder a una pregunta. Ha sido un Halloween brutal para el PP madrileño, sin disfraces ni caretas porque en realidad ya nadie disimula. Esos ‘amigos para siempre’ que eran Pablo Casado y Díaz Ayuso han comprobado que su relación es sólo un triste reflejo del pasado. Ahora se comunican a través de sus padrinos –Teodoro García Egea y Miguel Ángel Rodríguez–, que ya están sacando brillo a las pistolas del duelo inminente. Podrían parar, pero ya no es posible.

El cisma ha alcanzado a las portadas de la prensa conservadora, atónita ante el nivel de las cuchilladas. Ya se quedaron un tanto perplejos con la guerra de los whatsapps. Lady Macbeth, presa del despecho, decidió convertirse en un personaje de ‘Al salir de clase’ y bloqueó los números de varios dirigentes del partido, entre ellos García Egea. No quiero salir contigo y no quiero saber nada más de ti. Eres historia, Teodoro.

Luego salió ella para arreglarlo y casi fue peor. Anunció que tiene dos móviles, uno para la gente importante de verdad, con la que debe estar en contacto de forma permanente para lo esencial, y otro para los conocidos, esos que no pintan mucho a la hora de la verdad. Y de ese segundo teléfono se ocupa alguno de los asistentes de Ayuso. Teo, no tienes línea directa con la jefa. Sigue leyendo

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Todo lo que espías y periodistas tuvieron que hacer para ocultar la vida secreta de Juan Carlos

En julio de 1997, Emilio Alonso Manglano tiene una reunión con Felipe González. La fecha es importante, porque en esas fechas Manglano ya no es director de los servicios de inteligencia, el Cesid, y González ya no es presidente del Gobierno. No son dos jubilados matando el tiempo para contarse viejas batallitas. Ambos tienen un problema. La artista televisiva Bárbara Rey está chantajeando al rey Juan Carlos con las pruebas de su relación sentimental –un concepto discutible en este caso porque resulta más conveniente citar el título de la película ‘¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?’–. Es necesario hacer algo al respecto. Es decir, hay que ocultarlo. «La prensa sensata está controlada, aunque en los ambientes la relación se da por segura. También existe el apoyo de la élite, banqueros, empresarios…», dice González.

La descripción de la reunión aparece en el libro ‘El jefe de los espías’, escrito por los periodistas de ABC Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, que se han basado en los documentos personales en los que Manglano resumió su trayectoria como director del Cesid entre 1981 y 1995. La presentación del libro en Madrid este martes contó con la presencia de tres de los periodistas más influyentes de esa época –Juan Luis Cebrián, Pedro J. Ramírez y Luis María Anson–, por lo que era interesante saber hasta qué punto estaban todos metidos en esa historia: cómo los medios de comunicación jugaron un papel clave en la Transición y años posteriores no sólo para contar lo que estaba pasando, sino para ocultar todo aquello que podía perjudicar a las altas instituciones del Estado. Lo que en el caso de Juan Carlos I era prácticamente todo.

Cebrián, director de El País durante doce años y luego consejero delegado de Prisa hasta 2018, dio un ejemplo perfecto del cinismo con el que se manejan las élites en Europa. Cuando surge una revelación vergonzosa sobre el pasado y le preguntan qué hizo él en esos momentos, responde que esas cosas pasan en todos los países y no hay que escandalizarse. «Todos los estados tienen cloacas», dijo. Ramírez lanzó una catarata de acusaciones contra Manglano por haber cometido delitos para proteger al rey y a Felipe González, pero ignoró su propia relación con Mario Conde cuando este chantajeó al Gobierno para que le librara de sus problemas con la justicia tras hundir Banesto. Anson, director de ABC entre 1983 y 1997, no contó nada relevante, porque a estas alturas de su vida no va a salirse del personaje que creó hace tiempo. Como tiene 88 años, nadie se lo va a reprochar en voz alta. Sigue leyendo

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Pasarela mediática en Francia para la última estrella de la extrema derecha

«Hemos creado un monstruo», dicen varios periodistas franceses en reportajes publicados sobre el ascenso del ultraderechista Éric Zemmour en los sondeos de cara a las elecciones presidenciales de abril de 2022. Sin ningún partido detrás, sin haberse presentado aún como candidato, armado con un libro de gran éxito y una incesante presencia en los medios de comunicación, este periodista de 63 años disputa a Marine Le Pen el segundo puesto en las urnas que le daría el paso a la segunda vuelta frente al actual presidente, Emmanuel Macron. La visión alternativa se resume en afirmar que ese «monstruo» está en la calle y que los periodistas no pueden ignorarlo.

El debate supera los límites de la política francesa. Ocurrió lo mismo cuando Donald Trump venció en las primarias republicanas y luego en las elecciones de EEUU. Demostró que la cobertura negativa no tiene por qué perjudicar a algunos políticos o partidos. Es más, les hace más conocidos y refuerza su atractivo entre sus bases. Lo mismo en el caso de Vox en España y otros partidos de extrema derecha en Europa. El cóctel parece imbatible: máxima hostilidad contra los periodistas y máxima rentabilidad por la cobertura que reciben. Vox los llama activistas o incluso terroristas, a pesar de que se ha beneficiado del espacio privilegiado que le dieron algunos medios antes de convertirse en la tercera fuerza política del país.

Al final, las encuestas terminan cerrando la discusión. La táctica de la avestruz nunca ha sido algo que un periodista pueda defender. El precio es que ideas que hace unos años se consideraban aborrecibles por su contenido xenófobo y racista terminan ocupando la primera línea del debate político. Y a partir de ahí, ya no hay vuelta atrás.

En una visita el 20 de octubre a la feria de armamento y seguridad Milipol, Zemmour se hizo fotos cogiendo sin mucha maña un fusil de francotirador. No se le ocurrió otra cosa que levantarlo para apuntar a un reportero. Entre risas, dijo: «Ya no se ríe, ¿eh? Retroceda». Sabe que no cuenta con muchos partidarios entre los periodistas y lo utiliza en su favor. Le encanta escandalizarlos, porque es consciente de que recogerán y amplificarán cada una de sus frases. Sabe que sus seguidores celebran esos gestos, porque consideran a los medios de comunicación parte de esa ‘Francia oficial’ que ha arrastrado al país a la decadencia.

No hay castigo para tal actitud. Zemmour ha absorbido casi todo el oxígeno existente en el espacio mediático en los últimos meses. El observatorio de medios Acrimed contabilizó en septiembre 4.167 apariciones suyas en titulares, es decir, 139 al día, a lo que había que sumar su continua aparición en las portadas. En los programas matutinos de France Inter de ese mes, no se le entrevistó pero dio igual. A los invitados, se les preguntó sobre Zemmour en doce de las 35 entrevistas, tanto sobre sus posibilidades de ser elegido como sobre sus opiniones. Él no estaba presente en el plató, pero sí sus ideas.

Las encuestas han sido el instrumento con el que los medios justifican la dieta Zemmour. En las últimas, recibe entre el 15% y el 17%, un porcentaje similar al de Marine Le Pen, que hasta el final del verano creía tener asegurado como mínimo el segundo puesto por detrás de Macron. Pero hay momentos en que la excusa pierde valor. «Su subida del 10% al 11% fue objeto de numerosos debates y comentarios en los canales de noticias de 24 horas. Teniendo en cuenta que no es un candidato y que los márgenes de error en este tipo de ejercicios son grandes, resulta desconcertante el sentido de informar de tal ‘avance'», ha escrito Lucie Delaporte en Mediapart.

Zemmour trabajó durante décadas en el diario conservador Le Figaro. En términos televisivos, se empezó a labrar un nombre hace quince años cuando aparecía cada semana en un programa de France 2. Su salto a la fama se produjo con sus intervenciones regulares en programas de CNews, una cadena de televisión de noticias que malvivía con otro nombre hasta que hace dos años decidió adoptar el estilo de la norteamericana Fox News y centrarse en los programas de opinión. El cambio le permitió doblar sus resultados de audiencia y hacerse especialmente influyente en la derecha francesa.

La resurrección de CNews fue obra de Vincent Bolloré, el empresario que controla el gigante audiovisual Vivendi. Bolloré siempre ha creído que los medios franceses están demasiado escorados a la izquierda y tiene fama de intervenir en los contenidos de las publicaciones de las que es propietario. Se ha hecho con el control del grupo Lagardère y aplicado los primeros cambios. La influyente revista Paris Match es uno de esos medios. Su director fue destituido recientemente y en la redacción muchos lo achacan a un artículo que calificaba a Zemmour de «profeta del desastre» y a la decisión en septiembre de poner en portada una foto del periodista, que está casado, abrazado en una playa a su directora de campaña, Sarah Knafo.

Zemmour está tan obsesionado por la inmigración como Marine Le Pen, Donald Trump o Santiago Abascal. Está firmemente convencido de que Francia ha perdido su espíritu por culpa de una «invasión» musulmana y una élite política que sólo se preocupa por su bienestar material. Le indigna que tantos franceses pongan a sus hijos el nombre de Mohamed y pretende recuperar una ley del siglo XIX que obligaba a elegir nombres de pila franceses. Su penúltimo libro se titulaba ‘El suicidio francés’. El último, que le sirve de plataforma para su candidatura presidencial y que por ello debía tener una intención menos agorera, se llama ‘Francia no ha dicho su última palabra’. Ha vendido cerca de 150.000 ejemplares en unos meses y ocupa el segundo puesto en la lista de este año en el Amazon francés.

Al igual que Vox, suscribe en su libro la teoría de la conspiración del «gran reemplazo» –también extendida en la ultraderecha de EEUU– por la que los europeos blancos están siendo sustituidos por individuos de otras razas con la intención de poner fin a la civilización cristiana. Afirma que el departamento de Sena-Saint Denis, vecino del de París, que fue «el corazón histórico de Francia y donde se encuentran las tumbas de sus reyes» ha pasado a ser «un enclave sometido a las normas de Alá».

Es un mensaje similar al de Santiago Abascal, que ha hablado en mítines de la «agenda de sustitución poblacional», un concepto similar al de Zemmour. «Quieren que entren anualmente en España entre 190.000 y 250.000 inmigrantes hasta 2050. Hasta ocho millones de personas», dijo el líder de Vox en mayo en un mitin en Sevilla. Ambos acusan a las «élites globalistas» de ser responsables de esta traición.

«No he olvidado a Napoleón», ha dicho Zemmour, siempre dispuesto a recuperar el pasado imperial de Francia. Si Vox inicia una campaña electoral en Covadonga para recordar a Pelayo, el francés viaja a Rouen, la ciudad donde Juana de Arco fue quemada en la hoguera, para glosar a la heroína de la guerra contra Inglaterra, aunque en realidad pretende echar la culpa a otros franceses seis siglos después: «Las élites estaban a favor de los ingleses porque pensaban que era la mejor forma de conseguir el poder en Europa».

Se trata de una versión francesa de la ‘Dolchstosslegende’, la leyenda de la puñalada por la espalda con la que la derecha alemana y luego los nazis achacaron la derrota en la Primera Guerra Mundial a una supuesta traición interna protagonizada por socialistas y judíos. Zemmour, que es judío de una familia procedente de Argelia, es capaz de negar la realidad histórica y afirmar que la Francia de Vichy ayudó a salvar a judíos de los nazis, cuando el régimen colaboracionista de Petain deportó a 75.000 refugiados judíos y ciudadanos franceses a los campos de exterminio de Alemania. Menos de 2.000 sobrevivieron. Eso supone alcanzar un nivel de revisionismo que la mayoría de partidos y medios han rechazado por considerarlo detestable. Sin embargo, su discurso entra en todos los medios, bien para informar de ello o para refutarlo, y algunos políticos no tienen inconveniente en participar en esa ceremonia mediática.

Jean-Luc Mélenchon, de la izquierdista Francia Insumisa, aceptó participar en un debate televisivo retransmitido por la cadena BFMTV en septiembre, una cita a la que se han negado otros dirigentes. No es que el encuentro le fuera de mucha utilidad –sigue anclado en los sondeos entre el 8% y el 11% que no le da ninguna posibilidad de pasar a la segunda vuelta–, pero a la cadena le fue muy bien. Consiguió la segunda mayor audiencia de su historia desde su fundación en 2005.

Ya lo dijo en abril de 2016 Leslie Moonves, presidente de CBS, en relación al ascenso de Trump y su efecto en las audiencias y los ingresos en anuncios para su cadena: «Puede que no sea bueno para Estados Unidos, pero es muy bueno para CBS».

Pocos políticos quieren ahora compartir escenario con Zemmour. Ese debate fue una excepción. «Ni su misoginia, ni su homofobia, ni su islamofobia, ni su revisionismo impiden que un canal de noticias como BFMTV lo invite y a Mélenchon debatir con él. El candidato racista Zemmour, legitimado», denunció el periodista Jalal Kahlioui.

En una campaña que parecía condenada a la repetición del duelo Macron-Le Pen, la irrupción de Zemmour ha cambiado los planes de los actores políticos. De entrada, sus declaraciones explosivas, como las de Trump en EEUU en 2016, están en todos los sitios. La pasión por buscar el clickbait en los medios digitales, siempre correspondido por la audiencia, y el miedo a ocultar las nuevas tendencias políticas han convertido a los periodistas en inevitables cómplices de su estrellato. Marine Le Pen debe de estar pensando que, a pesar de su intención de moderar los mensajes, nunca tuvo las puertas tan abiertas en los medios de comunicación. Zemmour lo ha conseguido y lo ha hecho llevando el mensaje reaccionario hasta las posiciones más extremistas.

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Portugal envía un mensaje claro y diáfano a la izquierda española

En España pocas veces se mira hacia el oeste, es decir hacia Portugal. En los últimos años, la izquierda ha encontrado motivos para hacerlo. Antes de que la moción de censura llevara a Pedro Sánchez al poder en 2018, en ese país se había marcado el camino con un pacto de los socialistas portugueses con los dos partidos que están a su izquierda. Uno de ellos, el partido comunista, nunca se sintió muy cercano a los socialdemócratas. Pero al final se consiguió un acuerdo parlamentario en el que ambas partes dieron un ejemplo de pragmatismo. El primer ministro, António Costa, intentaría reducir el déficit presupuestario, mientras que los socios lo apoyarían en la Asamblea a cambio de medidas que mitigaran el coste social.

El modelo portugués ha durado casi seis años. El Bloque de Izquierda (BE), con 19 escaños, y el Partido Comunista (PCP), con doce, votaron el miércoles en contra de los presupuestos presentados por Costa, lo que supone el fin del Gobierno. El presidente de Portugal, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa, ya había anunciado que convocaría elecciones anticipadas en los próximos meses si las cuentas no salían adelante. Es muy posible que las urnas no ofrezcan un veredicto muy diferente al actual y que el PS –ahora con 108 escaños sobre 230– continúe como partido más votado, pero con una salvedad. La extrema derecha se convertirá en uno de los principales grupos de la Cámara.

Da la impresión de que España y Portugal transitan por rumbos similares. La duda ahora es si se repetirá aquí lo que acaba de suceder allí. El Gobierno de Pedro Sánchez se encuentra en la misma tesitura. Ofrece unos presupuestos expansivos gracias a la previsión de la llegada de los fondos europeos, pero sus socios le piden más y que cumpla las promesas sobre varias reformas legislativas. Para sumar otro tema común de debate, el BE y el PCP también exigían una reforma laboral y el PS prefería dejar las cosas como están por temor a la reacción en Bruselas. Sigue leyendo

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Yolanda Díaz saca el extintor para apagar varios incendios, incluidos los de Calviño

Isa Serra con la antorcha en la mano y Yolanda Díaz, detrás preparando el extintor y con el botiquín a la vista. Unidas Podemos ha conseguido que la crisis causada por la condena al diputado Alberto Rodríguez haya puesto de manifiesto el estilo muy diferente de la vicepresidenta comparado con el de la dirección del partido al que ella no pertenece, pero que ya la eligió como candidata a la presidencia para las próximas elecciones. El mismo día en que Serra reclamó la dimisión de la presidenta del Congreso, la socialista Meritxell Batet, por haber dejado a Rodríguez sin su escaño en lo que definió como «un ataque a la democracia», Díaz tuvo la oportunidad de unirse a esa exigencia. Decidió que no era conveniente alimentar las llamas.

En una entrevista en La Sexta, le preguntaron si estaba de acuerdo con la petición de Podemos sobre Batet. La respuesta consistió en recordar su amistad con el diputado canario y la injusticia cometida contra él. Le insistieron con la pregunta. Esta vez, no se escapó: «Debemos bajar la tensión en el país y en el Gobierno». Una segunda frase incidió en lo mismo: «Dejemos de generar más ruido en este país». Lo importante es ocuparse de lo que preocupa a la gente, por la situación económica, dijo. Todo lo demás sería secundario, incluidas las crisis que se desencadenan con estrépito un viernes por la tarde, luego pierden fuerza el sábado y finalmente vuelven a tomar fuerza el lunes.

Yolanda Díaz no se deja impresionar por la política de declaraciones dramáticas y órdagos a la grande, pequeña, pares y juego que abundan en España. Y no es que le dé igual todo. La ministra de Trabajo también está inmersa en un duelo con los socialistas a cuenta de la reforma laboral. De repente, el PSOE ha descubierto que está muy interesado en poner fin a la reforma aprobada por el Gobierno de Rajoy. Hasta ahora se dedicaba a arrastrar los pies mientras decía que sí, algún día se ocuparía de ello, mientras miraba de reojo a Nadia Calviño, que nunca ha ocultado que su interés por el tema es muy escaso. Sigue leyendo

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Israel tacha de «terroristas» a seis grupos de derechos humanos palestinos

El Ministerio israelí de Defensa ha encontrado la forma perfecta para impedir que las asociaciones de derechos humanos vigilen o denuncien el trato que recibe la población palestina de los territorios ocupados: considerar a seis de ellas como «organizaciones terroristas». Es una medida habitual en dictaduras o regímenes autoritarios que nunca tardan mucho en intentar desacreditar a las voces de oposición. El segundo paso suele consistir en enviarlos a prisión.

Israel continúa así con su política habitual de tachar de terrorista cualquier gesto de oposición a la ocupación. Cuando no se trata de una acción violenta, la acusación es de complicidad con los terroristas.

«Durante décadas, las autoridades israelíes han intentado de forma sistemática bloquear la vigilancia de los derechos humanos y castigar a aquellos que critican su gobierno represivo sobre los palestinos», dicen Amnistía Internacional y Human Rights Watch en un comunicado conjunto. «Mientras el personal de nuestras organizaciones se enfrenta a la deportación y a la prohibición de viajar, los defensores palestinos de los derechos humanos siempre han soportado la parte más dura de la represión. Esta decisión supone una alarmante escalada que amenaza con clausurar la actividad de las asociaciones civiles más importantes».

El Ministerio se ha negado a mostrar las pruebas que justifican la medida, sustentada en una ley aprobada en 2016. Lo hacen así porque esas pruebas son «secretas». Cuenta con el aval del fiscal general israelí. A las organizaciones se les acusa de estar relacionadas con el Frente Popular de Liberación de Palestina, integrado desde hace décadas en la OLP, y de facilitarle parte de sus fondos.

Si algunos de los responsables de estos grupos trabajan para el FPLP, el Ejército israelí no se ha molestado en detenerlos y ha ido directamente contra las organizaciones.

Ni el primer ministro ni el resto del Gabinete habían sido informados previamente. El ministro de Defensa, Benny Gantz, se ha negado a presentar las pruebas a todo el Gobierno de coalición, formado por varios partidos. Sólo está dispuesto a ofrecerlas al más restringido Gabinete de Seguridad, en el que están el jefe del Gobierno y varios ministros. Pero este Gabinete se reúne con frecuencia y en su última reunión Gantz no informó de lo que iba a hacer.

Quienes sí podrán verlas serán los altos cargos del Departamento de Estado de EEUU. Una delegación del Ministerio de Exteriores y del Shin Bet viajará en los próximos días para mostrarlas. El Gobierno norteamericano es la única instancia que preocupa en la política israelí.

Varias de esas organizaciones reciben subvenciones de la Unión Europea y de países europeas.

Las organizaciones son Addameer (dedicada a los derechos de los presos), Al-Haq, Defensa de los Niños Internacional-Palestina, el Centro Bisan de Investigación y Desarrollo, la Unión de Comités de Mujeres Palestinas y la Unión de Comités de Trabajo Agrícola. Todas ellas denuncian habitualmente violaciones de derechos cometidas por las autoridades israelíes o los colonos de los asentamientos en sus respectivas áreas de actuación.

«Criminalizar su trabajo es un acto de cobardía característico de regímenes autoritarios y represivos», ha dicho la organización israelí de derechos humanos B’Tselem.

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Iván Redondo ha leído las entrañas de un ave y se prepara para contarnos el futuro

En un país tan polarizado como España, se ha extendido una idea que supera todas las divisiones políticas y que comparten incluso familias rotas por el eje de la crispación. Iván Redondo vende tanto humo que debería estar regulado con las normativas de medio ambiente en la mano. En algún momento, la industria protestará por el hecho de que se le exija cumplir los límites de emisiones mientras el ex jefe de gabinete de Moncloa continúa dando entrevistas y poniendo en peligro los compromisos sobre el cambio climático.

Redondo, de 40 años, está en los primeros meses de su vida después de Pedro Sánchez. A esta etapa la llama «año sabático» a la que seguro que pondría fin de inmediato si recibiera una buena oferta de una gran empresa. Ha coincidido con la publicación de un libro sobre su figura escrito por el consultor y tertuliano Toni Bolaño, que fue durante muchos años el ivanredondo de José Montilla en el Gobierno y la Generalitat. Eso ha propiciado la participación de Redondo en la presentación del libro y en algunas entrevistas, como la de este jueves en el programa de Carlos Alsina en Onda Cero.

Él no es el primer consultor que asesora a un político sin llevar el carné de militante entre los dientes. No se puede negar que es el que ha alcanzado más notoriedad al pasar de trabajar para dirigentes del PP como José Antonio Monago y Xavier García Albiol a hacerlo para Sánchez en los últimos tres años. En Extremadura, terminó siendo elegido consejero del Gobierno de Monago, lo que permitía sospechar que estaba perdiendo el contacto con la realidad, y empezó a poner a su ego en la cinta de correr para que desarrollara musculación. Los resultados fueron óptimos. Un día se presentó en una comisión parlamentaria para responder a las preguntas de los diputados de PSOE y de IU y les soltó lo siguiente: «Estoy preparado para sus preguntas. Lo que no sé es si ustedes están preparados para mis respuestas». Sigue leyendo

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