Mito y realidad de la postverdad

economist-postverdadDesde la victoria de Donald Trump en las elecciones de EEUU, hay un nuevo concepto que persigue a los lectores de los medios de comunicación: postverdad. Hasta los diccionarios de Oxford –en sus dos ediciones, la británica y la norteamericana– han elegido ‘post-truth’ como la palabra del año a causa del incremento en su uso en 2016. El aumento es del 2.000%. Es decir, muy pocos la usaban antes y ahora está en todos los sitios.

En su definición, el diccionario explica que «se refiere a las circunstancias en que los hechos objetivos son menos influyentes a la hora de condicionar a la opinión pública que las apelaciones a las emociones y creencias personales».

La definición es correcta, aunque uno tiene la tentación de pensar que podría encontrar múltiples ejemplos de esa situación en un número no pequeño de países en épocas en que nadie sabía que existía ese término.

Si se habla ahora tanto de postverdad es principalmente a causa de dos acontecimientos políticos: el referéndum del Brexit en el Reino Unido y las elecciones de EEUU. En ambos casos, una parte muy importante del poder político, económico, cultural y periodístico estaba a favor de un resultado que fue derrotado en las urnas (eso es más cierto en el caso británico que en el estadounidense). Esa derrota no se debió sólo a errores propios –y muy evidentes como se ha visto después– de las campañas a favor del sí a la UE o de Hillary Clinton, sino también al triunfo entre el electorado de ciertos prejuicios muy arraigados y no confirmados por los hechos y la realidad económica. Por ejemplo, la xenofobia y el rechazo a la inmigración fueron un factor decisivo en ambos resultados, pero ni mucho menos los únicos.

La apelación a «hechos objetivos» en la definición nos lleva a pensar en uno de los ámbitos profesionales en los que más se habla de objetividad, que no es otro que el periodismo. La extensión del concepto de postverdad no puede desligarse de la crisis de credibilidad de los medios de comunicación, en especial de las grandes cabeceras periodísticas, lo que años atrás se llamaba la ‘prensa seria’ para diferenciarla de los tabloides.

En el Reino Unido, todos los periódicos que llevan ese sello, menos el Daily Telegraph, pidieron el voto a favor de continuar en la UE. En EEUU, periódicos que durante décadas habían apoyado a candidatos presidenciales republicanos, en algún caso desde hace un siglo, rechazaron como absurda la idea de votar a Trump.

Es obvio que los votantes del candidato republicano no prestaron mucha atención a esas recomendaciones.

La discusión sobre la postverdad se vio acompañada en la campaña por la polémica de las ‘fake news’, noticias falsas que la gente comparte gracias fundamentalmente a Facebook. Varios artículos han demostrado que su origen está en una perversa variante del libre mercado. Hay demanda en EEUU para ciertas ‘noticias’ y desde varios países de Europa del Este unos cuantos emprendedores (pocas veces ha resultado tan adecuada esta palabra) ganaban mucho dinero produciéndolas. A veces, se las inventaban; a veces, utilizaban artículos de otras webs y los manipulaban para lograr el efecto deseado en los lectores.

factwarstimecoverEsa demanda existe desde hace tiempo entre votantes conservadores en EEUU que hace tiempo que desconfían de los grandes medios norteamericanos. La oferta es nueva, pero ha resultado mucho más efectiva que la dieta informativa que facilita cada día Fox News.

Esa combinación de postverdad y ‘fake news’ ofrece un panorama sombrío para las democracias occidentales. Es también cualquier cosa menos nuevo. Y las fuentes no son siempre aquellas en que están pensando los que denuncian alarmados este panorama.

The Economist dio antes del referéndum italiano un buen ejemplo de postverdad. En un editorial, criticó los planes de Matteo Renzi y pidió el voto negativo en la consulta (que terminó triunfando por una amplia mayoría). Todos los partidos de la oposición, de diferentes ideologías, pedían el no, por lo que la postura de la revista no debe extrañar. Son los argumentos los que chirrían.

The Economist está a favor de reformas institucionales en Italia, pero no las que propuso Renzi. Pero, como explica este artículo, confunde esa reforma constitucional ahora fracasada con el sistema electoral, abunda en estereotipos típicos sobre Italia («el país que produjo a Benito Mussolini y Silvio Berlusconi»), comete errores de bulto (sobre la inmunidad de los senadores y sobre la posibilidad de que Beppe Grillo se convierta en primer ministro; no puede), y dice que la idea de que futuros senadores procedan no del voto directo, sino de las asambleas regionales «ofende los principios democráticos». Esto último sería toda una sorpresa para los alemanes, por el método de elección del Bundesrat, por no hablar del país donde se publica The Economist que cuenta con una segunda institución legislativa llamada la Cámara de los Lores, cuyos miembros son designados por el Gobierno.

Es sólo un editorial y la revista tiene todo el derecho a criticar a Renzi o a cualquier otro político. Es sólo que sus argumentos están más allá de la postverdad. Son una manipulación de la realidad política italiana y ocultan demasiada ignorancia como para pasarla por alto.

Dejemos a un lado The Economist y veamos otro artículo de finales de noviembre de otra institución periodística de larga trayectoria, The Washington Post. Bajo el titular ‘Russian propaganda effort helped spread ‘fake news’ during election, experts say’, el reportaje de 2.000 palabras, que fue destacado en primera página, denunciaba que «un diluvio de noticias falsas («fake news») recibió apoyo de una sofisticada campaña de propaganda rusa que creó y difundió artículos manipuladores con el objetivo de perjudicar a la demócrata Hillary Clinton, ayudar al republicano Donald Trump y socavar la fe en la democracia norteamericana, según investigadores independientes que han rastreado esa operación».

Esta guerra de propaganda psicológica no estaba dirigida sólo contra Clinton, sino que pretendía «atacar la democracia de EEUU en un momento especialmente vulnerable», decía el artículo en otro párrafo. Para llegar a esa alarmante conclusión, el artículo se basaba en dos informes. Uno de la página web War on the Rocks, con el nada ambiguo título ‘Cómo Rusia está intentando destruir nuestra democracia‘ (uno de sus autores es un exagente de la unidad antiterrorista del FBI). El segundo informe era obra de un grupo desconocido llamado PropOrNot, que si bien tiene su web y cuenta de Twitter es anónimo porque el periódico no dio los nombres de sus responsables ni se pueden encontrar en la web. Sólo dijo que son «investigadores independientes con experiencia en asuntos de política exterior, defensa y tecnología».

Ese informe contaba cosas conocidas sobre la política propagandística del Gobierno ruso, otras no sustentadas en ninguna prueba y una lista de 200 webs de derechas e izquierdas que habían colaborado con esa operación de guerra psicológica contra EEUU. Por ejemplo, WikiLeaks, Drudge Report, ZeroHedge, Truthout, Truthdig, Naked Capitalism o Antiwar.com. Y decía el artículo del Post: «Algunos participantes en esa cámara de difusión digital, concluyeron los investigadores, intervinieron voluntariamente en la campaña de propaganda, mientras otros eran ‘tontos útiles’, un término originado en la Guerra Fría para describir a personas e instituciones que sin saberlo ayudaron a las campañas de propaganda de la Unión Soviética».

No había más pruebas que los típicos análisis que se realizan a través de las conexiones de enlaces entre distintas páginas webs, que a veces sirven para establecer el origen de las informaciones entre varios medios y otras no explican nada, a menos que se piense que enlazar un determinado artículo te convierte en cómplice de las intenciones del artículo original.

Lo más alarmante es que la gravedad de la acusación estaba respalda por un informe hecho por una organización desconocida y de intenciones obviamente partidistas que oculta la identidad de sus responsables con el argumento de que no quiere ser atacada «por legiones de experimentados hackers rusos». Sea o no cierto, el Post dio cobertura a una denuncia anónima de la que sus lectores no tenían derecho a conocer el origen. Ni sus lectores ni los medios que fueron acusados de traición o estupidez.

La lista de medios ya no aparece en el informe de PropOrNot (pero sí en su web), probablemente porque varios de ellos amenazaron con presentar una demanda.

A causa de la polémica generada, el Post terminó incluyendo una clarificación en su artículo en la web, no una rectificación. Afirmó que no había dado los nombres de esos medios señalados ni suscribía las acusaciones concretas realizadas por PropOrNot contra esos medios. No lo había hecho, pero sus lectores habían conocido a esa organización anónima gracias a su artículo y habían leído en él que había una larga lista de medios que estaban colaborando con un intento de acabar con la democracia norteamericana o eran lo bastante idiotas como para picar en el anzuelo tendido por Moscú. Todo ello empleando un viejo truco de la prensa norteamericana de añadir al titular las palabras «experts say», como si no fueran ellos quienes eligieron a los expertos entrevistados.

Por mucho que intentaran marcar distancias, habían ayudado a difundir una lista negra de la que el senador McCarthy hubiera estado orgulloso en los años 50.

El artículo del Post fue criticado en varios medios y blogs, pero esa reacción tuvo mucha menos repercusión en las redes sociales que la historia original, lo que no debe sorprendernos. A dos semanas de las elecciones de EEUU, recibió una amplia difusión en Twitter y Facebook, en primer lugar a través de las cuentas del periódico y de sus periodistas. Entre ellos, su director, Marty Baron, más conocido por su gran trabajo como responsable del Boston Globe en la historia que contó la película ‘Spotlight’.

No nos engañemos. El Gobierno ruso tiene una serie de medios de comunicación a su servicio cuya función es desacreditar a los adversarios de Putin en Europa y EEUU. Otra institución que comparte un estilo similar es el Partido Republicano de EEUU, cuyos dirigentes han propagado en los últimos años historias falsas o manipuladas sobre, por ejemplo, el certificado de nacimiento de Obama, su ley de reforma de la sanidad o el ataque al consulado norteamericano de Bengasi con la intención de minar a sus rivales. Y en esta última campaña electoral y tras la victoria de Trump, hemos visto al Partido Demócrata intentar presentar la derrota de Clinton no como la suma de serie de una serie de factores políticos y económicos, además de por los errores de su candidata, sino como el resultado de una gran conspiración cuyo origen –al igual que en la época de McCarthy– está en Moscú. Y los medios más cercanos a esos dos partidos, además de hacer con otros temas un gran trabajo, han bebido de esa fuente conspirativa para producir historias insostenibles.

Hay poco material nuevo en el debate sobre la postverdad y las ‘fake news’. No hay que remontarse al incidente del Golfo de Tonkín o al hundimiento del Maine. Todos tenemos que recordar la campaña de desinformación con que se vendió en EEUU y Europa la imperiosa necesidad de invadir Irak en 2003. En cada país podemos encontrar ejemplos similares hasta cierto punto de algo que se repite con frecuencia y que hay definir de esta manera: nadie tiene más capacidad de difundir hechos falsos con intencionalidad política que los gobiernos. Y su herramienta principal suelen ser los medios de comunicación de toda la vida. Los ejemplos que he dado de The Economist y The Washington Post llaman la atención porque no son nada originales.

Ahora hay nuevos protagonistas en eso que podríamos llamar el mercado de la información (y probablemente ninguno es tan poderoso como Facebook) y cuentan con una audiencia que está dispuesta a creerse cualquier cosa si eso confirma sus prejuicios o ideas políticas. Obviamente, el hecho de que esa situación no sea nueva no la hace menos alarmante.

No conocíamos la palabra postverdad, pero lo que esconde nos acompaña desde hace mucho tiempo. Quizá si estuviéramos menos obsesionados por la palabra ‘verdad’ y dedicáramos más tiempo a la palabra ‘hechos’, nos iría mejor, pero estamos muy condicionados por eso que solemos llamar la naturaleza humana.

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Las pruebas de la complicidad de EEUU y Reino Unido en los crímenes de guerra en Yemen

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Alex Crawford, de Sky News, viaja a Yemen para documentar el coste humanitario de la guerra que Arabia Saudí lanzó hace 20 meses contra las milicias huzíes y contra todo el país, y la complicidad británica en esa ofensiva. Tiene la oportunidad de comprobar restos de armamento británico utilizado por los aviones de Arabia Saudí y los Emiratos. Es el caso de los misiles Storm Shadow, de fabricación británica, o de las bombas de racimo, que supuestamente el Reino Unido ha dejado de producir. Y también descubre qué objetivos son atacados con armamento y munición norteamericana o británica: dos escuelas, una para niños y otra para niñas, que fueron destruidas en ataques sucesivos.

El reportaje comienza con ejemplos de la malnutrición infantil en grado severo que es uno de los efectos del bloqueo naval que impide que lleguen a suministros a Yemen, y de los ataques contra los pescadores y sus empresas, la única fuente de alimentación en las zonas costeras. Yemen, un país de clima desértico, importaba casi todos los alimentos que consumía. Ya era la nación más pobre de Oriente Medio y su economía ha sido destruida por la guerra.

También hay pruebas del uso por saudíes y emiratíes de bombas de racimo de fabricación norteamericana, tipo CBU-105, fabricadas por la empresa Textron Systems, de Rhode Island.

Ni los saudíes ni sus aliados son fabricantes de armamento. No podrían haber emprendido esta guerra sin los suministros entregados por países occidentales. La lógica de esta ayuda es conocida. Son países aliados de Occidente y podrían conseguir esa ayuda militar de otras fuentes si se les negara. Lo que ocurre es que convierte a EEUU y Gran Bretaña en cómplices indispensables de crímenes de guerra, como son todos los ataques contra hospitales, escuelas, mezquitas y la infraestructura civil de un país.

Los saudíes cometen otro crimen de guerra en Yemen. Guerra Eterna, octubre 2016.
EEUU sostiene la campaña bélica saudí en Yemen. Guerra Eterna, agosto 2016.
Armas norteamericanas se utilizaron en el ataque saudí a un mercado de Yemen. Guerra Eterna, abril 2016.
Yemen es una guerra entre suníes y chiíes y algo más. Guerra Eterna, marzo 2015.

The US may be aiding war crimes in Yemen. Vox.

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La guerra contra los hospitales

En Siria, Yemen y Afganistán, no es una simulación.

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¿Cuántos votos movió Putin en Pennsylvania?

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Obama ha pedido a los servicios de inteligencia que le informen sobre el alcance del presunto hackeo de las cuentas del Partido Demócrata y de la campaña de Hillary Clinton por parte de los servicios de inteligencia rusos. Y que lo hagan antes del 20 de enero, cuando Donald Trump tomará posesión de la presidencia.

La CIA ya lo tiene claro. En el mismo día, The Washington Post y The New York Times han contado este sábado de que la agencia de espionaje ha informado al Congreso y la Casa Blanca de que Rusia fue responsable de un ataque deliberado de ciberespionaje que tenía como objetivo ayudar a Trump a ganar las elecciones. No se trataba simplemente de interferir en el proceso electoral para cuestionarlo, según la acusación.

El Gobierno ruso suele responder a las críticas por la limpieza de las elecciones en su país con el argumento de que también existen problemas en otros países a los que no se les da la misma atención. Pero en este caso fueron más allá, según el análisis publicado en los dos periódicos.

Como es habitual con las informaciones sobre servicios de inteligencia, los artículos no aportan pruebas concretas. En el Post, se dice que se ha identificado a personas que tienen «conexiones con el Gobierno ruso» como los responsables de entregar a WikiLeaks los emails que luego fueron conocidos. No aparecen esos nombres.

El propio artículo del Post establece algunas limitaciones sobre la calidad de esa información: «Por ejemplo, los servicios de inteligencia no tienen información específica que muestre a los responsables del Kremlin «dirigiendo» a los individuos identificados para que pasaran los emails de los demócratas a WikiLeaks, según dice una fuente de la Administración. Estas personas están separadas del Gobierno ruso, y no son funcionarios del Gobierno. En el pasado, Moscú ha utilizado intermediarios para participar en operaciones sensibles de inteligencia y poder así negar su responsabilidad de forma creíble».

Ese modo de operar, que puede ser cierto, no sólo permite esos desmentidos plausibles de Moscú. También que las acusaciones sean genéricas y que carezcan de pruebas convincentes.

Eso es lo que da la oportunidad al equipo de transición de Trump de afirmar que los denunciantes «son los mismos que decían que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva».

En un ambiente tan enconado como el actual en la política norteamericana, todo el mundo ha reaccionado en función de sus intereses. Los demócratas dan por hecho que lo que dice la CIA es cierto con la intención de restar legitimidad a la victoria electoral de Trump. Los republicanos, al igual que hizo Trump en campaña, no dan ningún valor a estas revelaciones. Trump incluso retó a los rusos a que difundieran los 30.000 emails desaparecidos de Clinton de su época del Departamento de Estado (lo que era falso). Sus portavoces dijeron luego que sólo pretendía ser irónico.

En toda esta historia hay un margen inmenso para la ironía. Como escribí durante la campaña, en términos de interferencia en procesos electorales ajenos, es imposible superar la reputación de EEUU en ese campo. Y en la campaña norteamericana el papel del Gobierno de Putin quedó distorsionado por un enfrentamiento en el que todos intentaban defender a su candidato y atacar al contrario.

Algunos hechos han demostrado que Putin hacía bien en desear la victoria de Trump. El último es el más evidente. La próxima semana, el nuevo presidente anunciará quién será su secretario de Estado. Varios medios indican que el favorito es Rex Tillerson, consejero delegado de Exxon Mobil. Los negocios en gas y petróleo de Exxon han hecho que Tillerson haya firmado acuerdos con el Gobierno ruso, que conozca muy bien a Putin y que esa relación le sirviera para ser condecorado por Moscú con la Orden de la Amistad. No es extraño que Tillerson se haya mostrado en los últimos años contrario a las sanciones a Rusia.

Es otro hecho indudable que Putin no fue el artífice de que cerca de 100.000 votantes de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin abandonaran a los demócratas y dieran a Trump los votos decisivos para ganar las elecciones. En esa parte de la historia, no salen Putin ni la CIA, pero no conviene olvidarla en estos días convulsos de la política norteamericana.

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Para dirigir la lucha contra el cambio climático, Trump elige a un negacionista

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Al Gore visitó hace unos días la Trump Tower para reunirse con el futuro presidente y su hija Ivanka y hablar sobre cambio climático y medio ambiente. El exvicepresidente salió de la charla muy satisfecho, según dijo después. La denominó «una búsqueda sincera de una posición común (entre ambos) que continuará».

Es poco probable que Gore se dé otra vuelta por ese edificio de la Quinta Avenida después del nombramiento del futuro responsable de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA, en sus siglas en inglés), conocido en la tarde del miércoles. El cargo ha recaído en Scott Pruitt, fiscal general de Oklahoma, el quinto estado en producción petrolífera en EEUU.

No es sólo su Estado de origen lo que importa. Pruitt es prácticamente un negacionista o al menos alguien que niega que esté comprobado científicamente que el cambio climático se debe a la acción del hombre (que es precisamente lo que sostiene la inmensa mayoría de los científicos).

En un artículo escrito junto al fiscal general de Alabama en mayo, Pruitt dijo que ese debate no está cerrado: «Los científicos continúan en desacuerdo sobre el grado y extensión del calentamiento del planeta y su relación con el ser humano. Ese debate debe fomentarse y producirse en clases, foros públicos y el Congreso. No debe ser silenciado con amenazas de demandas legales. Disentir no es un delito».

No, no lo es, pero en asuntos científicos es una muestra de ignorancia refutar argumentos sin pruebas e indicios serios o ignorando lo que los expertos llevan años probando.

Pruitt es uno de los fiscales generales republicanos que han intentado acabar en los tribunales con casi todas las normas sobre medio ambiente que han salido de la Administración de Obama, en especial el Clean Power Plan que pretendía reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Como tal, se considera un enemigo de la EPA a la que en ese artículo citado incluía en «la banda del cambio climático» (entendiéndose banda en el sentido delictivo, gang).

«Él ha luchado contra los límites de polución marcados por la EPA en la emisión de sustancias tóxicas como el polvo de carbón y mercurio que incrementan el riesgo de cáncer, asma infantil y otros problemas de salud. Mantiene la falsedad de que el fracking no contamina el suministro de agua potable», ha dicho Trip Van Noppen, presidente del grupo Earthjustice.

Pruitt siempre ha estado del lado de la industria de combustibles fósiles en todo tipo de demandas judiciales. El NYT demostró en 2014 que las cartas que envió a varios organismos públicos habían sido escritas antes por lobistas de la empresa Devon Energy, de Oklahoma. Pruitt sólo tuvo que ordenar que copiaran el texto en papel con membrete de la Fiscalía que dirige.

Esas empresas han sido generosas con las campañas de Pruitt. Entre 2002 y 2014 recibió 318.496 dólares en donaciones procedentes del sector.

La EPA, que no tiene rango de Ministerio, es uno de los organismos públicos clave en la lucha contra el cambio climático. Ahora será dirigida por un gran aliado de la industria de combustibles fósiles y alguien que no cree que esté probado que el calentamiento del planeta se debe a la acción humana o que las temperaturas medias no han dejado de subir en las últimas décadas.

No cabe duda de que Al Gore perdió el tiempo en su reunión con Trump, a menos que ahora asuma la misión de convencer a Pruitt de que todo lo que ha dicho hasta ahora es falso.

El nombramiento de Pruitt no es el único con el que los republicanos pretenden acabar con la política del anterior Gobierno en relación al cambio climático. El equipo de transición que se ocupa de la NASA está dirigido por Chris Shank, del gabinete del congresista texano Lamar Smith. Shank ha dicho que el cambio climático es una religión y ha comparado a los científicos que lo niegan con Galileo.

La NASA es una de las principales fuentes de la información científica sobre cambio climático. Los republicanos, molestos con el sello de autoridad que confiere, siempre han defendido que la organización debería abandonar esa tarea y centrarse en la investigación del espacio. No quieren que los satélites y mediciones de la NASA aporten más argumentos a los que luchan contra las consecuencias del cambio climático.

Foto: Scott Pruitt. Gage Skidmore CC.

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La matanza de Filipinas

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Los periodistas de Reuters en Filipinas han examinado 51 tiroteos en los que ha intervenido la policía en la región de Manila de los que han informado los medios de comunicación y un organismo público de derechos humanos. Se trata de operaciones antidroga en las que casi todos los sospechosos fallecieron tiroteados. El resultado: cien acabaron muertos y tres salieron vivos (dos de ellos porque fingieron estar muertos).

Las declaraciones de algunos testigos confirman que la policía tiene órdenes de disparar a matar. No hacen ningún esfuerzo por detener a los presuntos delincuentes ni dejaron de utilizar sus armas por el hecho de que los sospechosos no fueran armados.

Según Jun Nalangan, un investigador del CHR (siglas de la Comisión de Derechos Humanos), el patrón revelado por las pruebas apunta a un asesinato. «El informe policial dice que que hubo un tiroteo», dice. «En nuestras investigaciones, no aparece nada de eso. En vez de una operación antidrogas, están realizando asesinatos extrajudiciales».

Un portavoz policial dijo a Reuters que la explicación a estas cifras es que los policías tienen buena puntería.

Es la aplicación estricta de la política adoptada por el presidente, Rodrigo Duterte, desde su elección en junio para acabar con el narcotráfico y la delincuencia. Desde entonces, la policía ha matado a 2.004 personas. Siempre en defensa propia.

La policía afirma que 17 agentes han muerto en operaciones antidroga en todo el país desde el 1 de julio. Eso significa que muere un policía por cada 118 sospechosos muertos. En Río de Janeiro, por cada agente muerto en 2015, 24,8 personas murieron a manos de la policía, una ratio que dobla la de Suráfrica y triplica la de EEUU, según un informe de Human Rights Watch.

La mayoría de las muertes son obra de agentes de paisano que entran en casas donde el sospechoso es separado del resto de individuos. Cuando se encuentra a solas con los agentes, invariablemente siempre acaba muerto a tiros.

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Rodrigo Duterte.

Reuters da el caso más conocido, el del alcalde Rolando Espinosa, acusado de estar implicado en el narcotráfico. Fue detenido y encarcelado. Los policías fueron a su celda, supuestamente porque estaba en posesión de armas dentro de la prisión. Acabó muerto a tiros.

Según una investigación del Senado, los policías avisaron a la unidad forense del departamento, responsable de realizar las autopsias, 40 minutos antes de entrar en la prisión.

Dante Siosina es un fotógrafo que cubre en la calle estas noticias. En el caso que se puede ver en este vídeo, el muerto llevaba puestas una esposas. Su cuerpo fue trasladado rápidamente, sin que se hiciera una investigación en el lugar de los hechos. Como en todos los demás casos, la policía dijo que disparó en defensa propia.

«La guerra contra las drogas no es un juego de niños», respondió un portavoz presidencial a Reuters.

Una encuesta de octubre revela que el 76% de los filipinos apoya a Duterte, un porcentaje que no es muy diferente al que tuvieron otros presidentes al poco de llegar al poder. La mayoría, en un 54%, dice estar muy satisfecha con su guerra contra las drogas, pero un un 71% cree que es muy importante que los sospechosos de narcotráfico sean detenidos vivos.

Foto superior: entierro de un presunto narcotraficante muerto en una operación policial en un cementerio en Manila el 9 de octubre. Foto: EFE.

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Periodismo basado en datos falsos

«Hay culpas para todos. Ben Bradlee, el director, se equivocó. Howard Simmons, el director adjunto, se equivocó. Comenzando desde luego con Janet Cooke, todos los que intervinieron este delito periodístico –o que no intervinieron, pero debían haberlo hecho– se equivocaron».

De esta forma tan sencilla, Bill Green, ombudsman de The Washington Post, resumió uno de los fraudes más conocidos en la prensa norteamericana.  Janet Cooke escribió en 1980 un reportaje estremecedor sobre un niño de ocho años adicto a la heroína. Algunos en el periódico tenían dudas sobre la historia, pero no sólo se publicó sino que Bob Woodward –el mismo de la investigación del Watergate– la envió como candidata a los premios Pulitzer. El trabajo de Cooke recibió ese premio en la categoría de reportajes.

Sólo dos días después de la comunicación del premio, el Post reconoció que era falsa. El niño nunca existió salvo en la mente de Cooke. Seis días después, el diario publicó un completo relato de los hechos encargado a Bill Green que describía el error colectivo. Green hizo unas 40 entrevistas en su intento de hacer una autopsia de todo el proceso de edición.

Ahí aparecía una explicación de Woodward, que había leído el artículo y autorizado su publicación: «Janet había escrito una gran historia. En cierto modo, tanto ella como el artículo eran casi demasiado buenos para ser ciertos. La había visto salir de la redacción para hacer una historia difícil y volver una hora después con una pieza bellamente escrita. La historia estaba tan bien escrita y armada que mi alarma simplemente no se activó. Mi escepticismo me abandonó. Fue una negligencia». 

Demasiado buenos para ser ciertos. La alarma no se activó, lo que llaman en inglés el «bullshit detector», que podríamos traducir como el detector de estupideces que todo periodista, sobre todo si realiza labores de edición, debería tener siempre en funcionamiento.

Es el mismo dispositivo que estaba inexplicablemente apagado en la redacción de El Mundo cuando se autorizó la publicación del reportaje de Pedro Simón sobre la lucha de un hombre, Fernando Blanco, por encontrar un tratamiento que salve a su hija, víctima de una rarísima enfermedad que pone en peligro su vida. Cuando no hay nada para Nadia, se titulaba. Lo que sí había era infinidad de historias y anécdotas para alimentar al periodista y permitirle construir un reportaje que a buen seguro conmovió a muchos lectores.

Continúa en Zona Crítica.

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Trump recicla votos de trabajadores en un Gobierno de multimillonarios

En las primarias republicanas, Donald Trump lanzó varios ataques contra su principal rival por sus supuestos lazos con Goldman Sachs. Dicho así, uno se queda muy corto. Trump acusó a Ted Cruz de estar controlado por el banco que es una de las mayores entidades financieras del mundo (ganó. 2.100 millones de dólares en el tercer trimestre de este año).

Todo porque Cruz no había hecho público tiempo atrás dos préstamos, uno de Goldman Sachs, concedidos a su campaña para senador por Texas, en la información que están obligados a facilitar los candidatos.

Trump también se ocupó de denunciar que Hillary Clinton estaba a las órdenes de Wall Street. Le fue muy útil la polémica por los discursos que Clinton pronunció contratada por ese mismo banco a cambio de honorarios inmensos cuando dejó el Departamento de Estado. En total, 675.000 dólares por tres discursos. Dinero fácil para Clinton gracias a una decisión que ni siquiera algunos de sus asesores posteriores entendieron por qué se produjo en una época en la que ella ya estaba preparando su candidatura presidencial.

En uno de sus últimos anuncios de la campaña de Trump, apareció una imagen del consejero delegado del banco, Lloyd Blankfeincomo uno de los símbolos de una «estructura de poder global» culpable de «haber robado a nuestra clase trabajadora». El anuncio no pretendía ser sutil.

Su campaña antiestablishment le concedió los votos necesarios para vencer en tres estados que resultaron decisivos (Pennsylvania, Michigan y Wisconsin) donde los demócratas llevaban años ganando. No los hubiera conseguido sin el apoyo de la clase trabajadora de raza blanca, enfurecida por considerarse perjudicada por la alianza de los dos grandes partidos con las grandes corporaciones financieras y el abandono del Medio Oeste industrial de EEUU.

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Eso fue antes de que Trump tuviera que empezar a elegir su Gobierno. Primero dio a conocer el nombre de su principal consejero estratégico, Stephen Bannon, que trabajó casi una década en Goldman dedicado a fusiones y adquisiciones. Después vino el premio gordo. El futuro presidente eligió para el puesto más importante del área económica –como secretario del Tesoro– a Steven Mnuchin, que pasó 17 años en ese banco, donde su padre había estado décadas.

Aprendió mucho en Goldman. Gracias a las aportaciones de otros financieros millonarios como George Soros y John Paulson, Mnuchin compró IndyMac, un banco que se había hundido y que había tenido que ser nacionalizado. El Gobierno quería deshacerse de él cuanto antes y Mnuchin vio la oportunidad. Con él al frente, IndyMac se lanzó a ejecutar 36.000 desahucios. Luego, Mnuchin y sus inversores vendieron el banco para obtener grandes beneficios (unos 200 millones en el caso del futuro secretario del Tesoro).

Aún hay un puesto clave que puede caer en manos de otra persona relacionada con el banco relacionado por muchos con la voracidad de las instituciones financieras que desencadenó la crisis de 2008. No es otro que Gary Cohn –actual presidente de Goldman, en realidad, número dos del banco por detrás de Blankfein–, del que se habla que podría ser el director de la Oficina del Presupuesto, que en ocasiones ha sido el segundo cargo económico más importante de la Administración.

El autoproclamado defensor de la clase trabajadora de raza blanca lleva camino de subcontratar la política económica de su Gobierno a exdirectivos de Goldman Sachs en lo que es uno de los giros menos sorprendentes del proceso de formación del Gobierno. Trump ya prometió en campaña que acabará con la Ley Dodd-Frank de 2010, que incluye centenares de normas y controles que condicionan a los bancos para hacerlos más resistentes a futuras crisis financieras, obligándoles por ejemplo a aumentar sus reservas de capital.

Los inversores lo vieron venir muy pronto, y por eso las acciones en Wall Street, incluidas las de Goldman Sachs, comenzaron a subir muy poco después de su victoria en las urnas.

Trump recibió los votos de la clase trabajadora blanca de Pennsylvania, pero para su Gobierno está eligiendo a los miembros de esa élite financiera que, según él, estaba destrozando la vida de los honrados contribuyentes norteamericanos y controlando a políticos como Ted Cruz y Hillary Clinton.

Steven Mnuchin tiene un patrimonio de centenares de millones de dólares, pero casi es de clase media comparado con otros futuros altos cargos. Wilbur Ross –secretario de Comercio– tiene una fortuna valorada por Forbes en 2.500 millones. Todd Ricketts –número dos de Comercio– vale 1.700 millones. La familia de Betsy DeVos –secretaria de Educación– se va a los 5.000 millones.

Según el WSJ, la lista de multimillonarios podría aumentar con Harold Hamm, un directivo del petróleo candidato a dirigir el Departamento de Energía (16.600 millones en activos). A su lado, Andy Puzder –posible secretario de Trabajo– tendría problemas para llegar a fin de mes. Este jefe de una cadena de ‘fast food’ ganó 4,4 millones en 2012. Pocos se sorprenderán al saber que Puzder está en contra de aumentar el salario mínimo.

Un senador demócrata ha acusado de Mnuchin de desplumar a las víctimas de préstamos depredadores. Esa era la idea cuando compró IndyMac. Pero hay otra faceta llamativa del futuro jefe del Tesoro. El cine está entre sus inversiones y ha sido productor de películas como ‘Suicide Squad’ y ‘Mad Max: Fury Road’. Sólo hay que confiar en que el paisaje de la segunda película no sea el que nos quede después de cuatro años de Gobierno de Trump. Lo que es probable es que algunos de sus votantes acabarán lamentando haber levantado un Gobierno de millonarios.

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Noam Chomsky: el rechazo de la izquierda a Clinton fue un error

Noam Chomsky no es un gran partidario de Partido Demócrata, pero está convencido de que los norteamericanos de izquierda que decidieron no votar a Hillary Clinton cometieron «un gran error». En primer lugar, por una prioridad moral, para impedir un mal mayor, es decir, la victoria de Donald Trump. En segundo lugar, se refiere a la comparación entre ambos candidatos: «No me gusta nada Clinton, pero sus ideas son mejores que las de Trump en cualquier asunto».

Le preguntan también por el comentario de Zizek, que dijo que una victoria de Trump provocaría un shock en el sistema y por tanto la posibilidad de cuestionar el status quo. «Un argumento horrible», responde. «Es el mismo argumento que gente como él utilizó en relación a Hitler a principios de los años 30».

Si Clinton hubiera ganado, la izquierda podría haberse movilizado para presionarla y que no renegara de las ideas más progresistas de su programa, explica Chomsky. Ahora sólo le queda proteger derechos ya ganados para impedir que sean destruidos, lo que supone un paso atrás.

Chomsky apoyó a Sanders durante las primarias demócratas, pero en enero dijo que si viviera en alguno de los estados decisivos en los que el resultado era incierto, votaría a Clinton.

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Trump orienta el tráfico informativo para que no se hable de lo que no le interesa

Un político que ha ganado las elecciones cuestiona la limpieza del proceso electoral. Ah, vamos, esas cosas no ocurren en el mundo real. Cierto, no ocurrían antes de Donald Trump.

Ahora es el momento de recordar con gran simpatía a todos aquellos que estaban seguros de que Trump moderaría su actitud y sus ideas después de ganar las elecciones. Hubo otros que pensaron que Trump iba a hacer una campaña diferente después de conseguir la candidatura republicana (se me puede incluir entre ellos sin problemas). En ambos casos, hay un error de concepto: no es habitual que un político abandone las ideas y estilo que le han concedido el triunfo.

Mientras el escrutinio del voto popular avanza ya sin ninguna influencia en el resultado electoral –el miércoles, Clinton superó la barrera de dos millones de votos de ventaja sobre su rival–, Trump continúa con su trabajo de construir su nueva Administración, ya con menos confusión que los primeros días. Pero alguien como él no deja de leer periódicos –no usa ordenador y, dado que le imprimen los emails que debe revisar, es posible que hagan lo mismo con artículos de medios digitales– y está atento a lo que se dice de él. En una época en que los jefes de Gobierno sólo leen resúmenes confeccionados por sus asesores, Trump sigue confiando en algunas fuentes originales, aunque sólo sea para preparar el contraataque.

El contenido del tuit no deja lugar a la interpretación. Trump cree que más de dos millones de votos fueron fraudulentos en las elecciones y que sin ellos habría ganado también el voto popular. Evidentemente, todo ese inmenso fraude electoral benefició a su adversaria. Esa declaración coloca a EEUU, que presume de ser la democracia más vieja del mundo a la altura de eso que se llama de forma despectiva república bananera. Viniendo de alguien cuyos votantes creen que su nación es la mayor demostración de perfección en la historia de la humanidad, alguien podría creer que el futuro presidente se ha vuelto loco o dedica los domingos a emborracharse y tuitear (eso tampoco; Trump no prueba el alcohol).

No tan rápido.

Los medios se han lanzado a dar la noticia con ese tuit de exactamente 140 caracteres. Al titular, muchos ni se han molestado en apuntar que Trump no aporta ni una sola prueba. En cualquier caso, es difícil ignorar una acusación tan grave viniendo del que será el presidente a partir del 20 de enero. Pero todas esas polémicas que han generado minutos de televisión y artículos no impidieron que fuera elegido, con lo que es razonable pensar que Trump cree que no le van a generar un daño inmediato.

Es muy posible que haya llegado a la conclusión de que le benefician. La mayoría de sus votantes están convencidos de que los medios de comunicación mienten y manipulan contra los republicanos. Lo importante no es que tengan razón en esto, sino que se lo crean.

Los medios cuentan con un espacio delimitado para incluir noticias. Al menos, sólo una noticia puede abrir un informativo de televisión. No es el principio de los vasos comunicantes, pero se le parece. Nuevas informaciones desplazan a otras. Lo último tiene preferencia sobre lo anterior. Lo escandaloso, lo que se sale de lo habitual, tiene preferencia sobre todo lo demás. No es un principio que aplican todos y cada uno de los medios, pero sí un número muy importante de ellos.

Este domingo, el New York Times –el periódico que, junto al New York Post, lee cada día después de levantarse a las cinco de la mañana– ofrecía una nueva historia sobre los conflictos de intereses del nuevo presidente a causa de sus intereses empresariales, esta vez en relación a sus inversiones fuera de EEUU. Esa es una historia que puede perjudicarle no sólo en los medios, sino también frente a su electorado.

Aún no se sabe exactamente cómo va a solucionar ese problema, pero ya ha dado a entender que no piensa tomar las medidas adoptadas por anteriores presidentes, que no llegaron a la Casa Blanca con su fortuna. Lo único que se sabe es que serán sus hijos quienes se ocuparán de la gestión de sus empresas, los mismos con los que pretende contar como asesores informales para lo que sea necesario. La idea de que vaya a vender su imperio empresarial parece estar descartada.

El WSJ pidió que Trump elimine cualquier sospecha de conflicto de intereses con medidas drásticas. El consejero para asuntos de ética de la Administración de George Bush denunció que los planes conocidos de Trump vulneraban todas las normas y costumbres conocidas.

La respuesta de Trump fue decir que la ley que rige a los empleados de la Administración federal en cuanto a conflictos de intereses no afecta al presidente, lo que parece ser cierto. Pero anteriores presidentes tomaron medidas para que no hubiera ninguna duda de que sus intereses económicos personales no iban a dañar la credibilidad de las decisiones del Gobierno: la venta de activos o confinarlos en un ‘blind trust’ gestionado por otras personas con las que supuestamente no tenían ningún contacto (por lo que cuentan los testimonios de la época, eso no era cierto en el caso de Lyndon Johnson).

Trump no está nada interesado en que se hable de eso, en especial si no tiene la intención de vender sus propiedades, algo muy difícil de realizar en un corto espacio de tiempo en el caso de los activos inmobiliarios. Sus votantes no leen el NYT, pero siempre es posible que se enteren de ciertas informaciones a través de lo que sale en televisión.

Montar polémicas escandalosas a través de Twitter genera titulares que desplazan a otros. Eso es algo que Trump conoce muy bien. Puede que sea el presidente de EEUU que llega al puesto con menos experiencia política de todos los tiempos, pero nadie puede negarle que conoce cómo funcionan los medios de comunicación.

Ese tuit es un buen ejemplo de esa ‘sabiduría’.

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