¿Qué hacer cuando un país carece de un Estado fuerte, está marcado por diferencias étnicas y no cuenta con una cultura democrática ni con una estructura de partidos basada en principios ideológicos? ¿A quién pueden apoyar los gobiernos occidentales si no tienen socios fuertes sobre el terreno a los que confiar la responsabilidad de gestionar la gestión de ayudas económicas millonarias? Ashraf Ghani es el último ejemplo de político tecnócrata que pasa de ser la gran esperanza de EEUU a convertirse en un socio incómodo al no cumplir las expectativas y que termina siendo un fracaso indudable.
El expresidente de Afganistán ha encontrado asilo en los Emiratos Árabes después de huir de su país con su familia. Su salida repentina fue el símbolo del desmoronamiento de un Estado alimentado durante veinte años por el dinero de EEUU. Alegó que había recibido información de que su vida corría peligro, mientras otros dirigentes políticos como el expresidente Karzai y el exvicepresidente Abdullah se quedaron y entablaron contactos con dirigentes talibanes para verificar sus primeras promesas sobre la formación de un Gobierno.
Ghani recibió el apoyo de Washington, una vez que las relaciones de EEUU con Hamid Karzai (presidente desde 2001 a 2014) habían acabado en un completo desastre. Al presidente afgano le acusaban de ser incapaz de poner coto a la corrupción –con casos evidentes en su propia familia– y en definitiva de no haber levantado un Estado que pudiera garantizar seguridad y prosperidad a sus ciudadanos. Karzai denunciaba a los norteamericanos por sus operaciones militares en las que la persecución de los talibanes originaba constantes abusos o la muerte de civiles en bombardeos, lo que contribuía a hundir la popularidad de su Gobierno.
El relevo fue recibido con esperanzas en los medios norteamericanos. Aparentemente, el currículum de Ghani lo avalaba. Profesor de antropología en universidades de EEUU. Alto funcionario del Banco Mundial. A su vuelta a Afganistán en 2002, ministro de Hacienda. En el colmo de la modernidad, había dado una charla TED en 2005 con el expresivo título de «Cómo reconstruir un Estado roto». Qué más se podía pedir.
Por encima de todo, era un político pastún –el grupo mayoritario del país– con el que se hizo el segundo intento de levantar un Estado viable. La modernidad pasaba por buscar a un intelectual que hablaba bien inglés y que era como uno de los nuestros, pensaban los nortemamericanos. Alguien que sabía negociar un programa de créditos con el FMI o el Banco Mundial y que podía cumplir los requisitos que se le plantearan.
De entrada, el proyecto de Ghani tropezó en el mismo obstáculo que se había producido con Karzai. La democracia era sólo la fachada de un edificio en ruinas.
Las elecciones presidenciales afganas habían sido al principio un motivo suficiente para celebrar un logro imposible de encontrar en la historia del país: unos comicios libres en los que el voto de una mujer valía lo mismo que el de un hombre. Pero el fraude fue masivo en favor de Ghani, como había ocurrido antes con Karzai en su última cita con las urnas. En las zonas pastunes, las amenazas de los talibanes y la falta de interés de una parte importante de la población dejaban al candidato pastún probablemente sin millones de votos. Los partidos agrupados en torno a dinastías regionales y los caudillos de la antigua Alianza del Norte no tenían ese problema. La única alternativa era llenar las urnas con papeletas en favor de Ghani.
En las dos elecciones que ganó Ghani, la oposición denunció el fraude –no es que en sus zonas no lo hubiera o quizá es que no lo necesitaban– y EEUU se ocupó de la labor de mediación para que la cuestión no se resolviera a tiros. La única vía posible era imponer una especie de cohabitación en la que el líder de la oposición, Abdullah Abdullah, hiciera las veces de primer ministro, pero sin el título.
La salida estaba muerta antes de empezar. Ghani no estaba dispuesto a compartir la toma de decisiones con Abdullah. Era una especie de tecnócrata autoritario que sabía qué es lo que se debía hacer y no tenía que pedir la opinión de nadie. Decían de él que tenía planes sobre todo y muy detallados. Era como un político norteamericano o alemán con la particularidad de que había nacido en la provincia afgana de Logar en 1949.
«Tiene la increíble reputación de haber enfadado a todos los miembros del Gobierno con los que ha trabajado», dijo un embajador norteamericano en Kabul sobre el presidente.
Como ministro de Hacienda, podía presumir de algunos logros concretos en la construcción de un Estado moderno a través de la creación de una nueva moneda, una reforma fiscal o el establecimiento del sistema de adjudicación de las nuevas licencias de telefonía móvil.
Pero eso, aunque importante, no te permite ganar elecciones en un país como Afganistán. En los primeros comicios presidenciales a los que se presentó en 2009, obtuvo poco más del 2% de los votos. Para las siguientes, decidió dejar a un lado las promesas de modernidad y eligió como compañero de candidatura al general Abdul Rashid Dostum, uno de los señores de la guerra más brutales en las guerras civiles de los noventa. Responsable de la muerte de centenares de talibanes en 2001 a los que encerró en contenedores bajo un sol abrasador hasta que murieron por el calor.
Por otro lado, Dostum aportaba cerca de un millón de votos de la población uzbeka, de la que es el gran cacique desde hace décadas. «No construyes una nación trabajando con gente como tú. Superas una historia de conflictos llegando a acuerdos con gente muy diferente a ti», explicó Ghani. Sonaba bien en teoría, pero nunca llegó a funcionar. Entre otras cosas, porque Ghani mostró en el poder un carácter autoritario que no le iba a servir en un país en el que el poder de Kabul se acaba no muy lejos de la capital.
Como presidente desde 2014, Ghani se embarcó en una rápida carrera por fortalecer las instituciones. Sin mucho éxito. Para esa tarea, necesitas poder y descubrió muy pronto que no lo tenía. Quiso sustituirlo por una actitud despectiva hacia esos caudillos regionales que han conservado el auténtico poder durante dos décadas.
Cuando quiso jugar fuerte, perdió. En 2018, destituyó al gobernador de la provincia de Balkh –cuya capital es Mazar-e Sarif, la segunda ciudad del país–, Atta Mohamed Noor, uno de esos caudillos. Su decisión de relevarlo era legal, pero inútil. El hombre al que eligió para el puesto ni siquiera pudo tomar posesión del cargo. Le dieron una oficina en Kabul.
Al final, Ghani acabó siendo un caudillo más, sólo que su fuente de poder residía exclusivamente en Kabul y en el apoyo norteamericano. Encerrado en su palacio, perdió todo contacto con los demás políticos afganos y se negó a afrontar las consecuencias de lo que estaba pasando en EEUU. A pesar de las decisiones de Trump y Biden, nunca creyó que los norteamericanos se atreverían a abandonar Afganistán. El tecnócrata ni siquiera sabía ya entender la política interna de su principal socio.
Su legitimidad era en el fondo muy discutible. Según la comisión electoral independiente, en las elecciones de 2019, el porcentaje de participación fue del 18%.
Sus últimos días en el poder tuvieron un aire casi irreal. El 7 de agosto, unas horas antes de la caída de la ciudad de Kunduz, presidió una reunión con el objetivo de mejorar las relaciones entre la Fiscalía General y las autoridades locales. Luego, se retiró al jardín a leer un libro, según el WSJ.
Cuando los talibanes ya estaban cercando la capital, el presidente abandonó el país con su familia y sus más directos colaboradores. Sin avisar a los demás miembros del Gobierno. Podía haber prestado un último servicio a su país, aunque doloroso. Según las informaciones de varios medios, en las negociaciones de Doha se planteó la opción de su dimisión, lo que permitiría nuevas conversaciones con el objetivo de formar un Gobierno de transición que no estaría controlado sólo por los talibanes. Esa salida quedó amortizada cuando Ghani abandonó Afganistán y los insurgentes decidieron ir hasta el final.
Quizá esta versión esté contaminada por el deseo de algunos políticos afganos de volcar todas las culpas sobre Ghani y hacer ver que ellos estaban preparados para impedir el caos del que hemos sido testigos en la última semana. Lo que es indudable es que Ghani huyó y dejó a la nación que le había elegido dos veces en manos de los talibanes. El Estado que presidía era una ficción y como tal sólo necesitó un empujón para desvanecerse.
El tecnócrata que pensaba que todas sus decisiones se basaban en un análisis detallado de la realidad había perdido todo contacto con ella.