‘The Falling Man’: por qué algunas fotos duelen más que otras

Richard Drew es el autor de una de las fotografías más conocidas del 11S, una que muchos periódicos en EEUU se negaron a publicar. Es la imagen de la caída de un hombre al vacío después de lanzarse desde una de las dos torres del World Trade Center. No se sabe quién fue ni por qué se tiró. Quizá pensó que su final estaba cerca, quizá estaba en una planta que estaba siendo devorada por las llamas. Su identidad anónima le daba un cierto carácter simbólico. Representaba de alguna manera las 2.606 personas que fallecieron ese día en Nueva York. Provocaba un escalofrío en los lectores: algo así podría haberles pasado a ellos.

El fotógrafo tenía una amplísima experiencia. Había estado a pocos metros de Bobby Kennedy cuando fue asesinado en 1968. Tan cerca que su sangre le salpicó en la chaqueta. Sus fotos se publicaron en todos los medios. En un libro editado por la agencia AP, Drew explica la diferente percepción de ambas imágenes.

«Un editor que rechazó mi foto dijo: ‘Los americanos no quieren ver fotos de muerte o de gente muriendo mientras toman los cereales del desayuno’. No estoy de acuerdo. Creo que no tienen problemas con eso mientras las víctimas no sean americanas.

Durante la guerra de Vietnam, mi amigo y colega Nik Ut tomó la fotografía de la chica herida por un bombardeo con napalm. La imagen se convirtió de inmediato en un símbolo y ganó el premio Pulitzer. Pero nadie en EEUU estaba preocupado por que le fueran a bombardear con napalm. La foto evocaba simpatía, no empatía.

En la foto del World Trade Center, la cuestión es la identificación personal. Pensábamos que conocíamos a Bobby Kennedy, pero no nos identificábamos con él. No éramos los hijos ricos de una dinastía política ni candidatos presidenciales. Éramos sólo gente corriente que teníamos que ir a trabajar, a menudo en edificios altos de oficinas».

La foto del hombre cayendo apareció al día siguiente en la página 7 de The New York Times.

Tom Junod escribió un largo artículo sobre esa imagen y lo que creía que había detrás de ella: ‘The Falling Man’. En una entrevista reciente, explica cómo enfocó el reportaje.

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La nostalgia de Aznar por las guerras de George Bush

No hay guerra a la que José María Aznar no se quiera apuntar. Por guerra, entiende cualquier intervención militar que sirva para reforzar la hegemonía de Estados Unidos en el planeta con independencia del precio que deban pagar los habitantes de esa zona del mundo. Todo lo demás, incluida la diplomacia, es accesorio. Su mundo quedó congelado el 11 de septiembre de 2001. Desde que la opinión pública de EEUU comenzara a evolucionar contra la presencia permanente en Irak y Afganistán y después los gobiernos de Trump y Biden soltaran amarras en el segundo país, Aznar se ha quedado bastante solo en una esquina mientras añora los tiempos en que George Bush le informaba puntualmente de la marcha de la invasión de Irak.

Con ocasión del 20º aniversario de los atentados del 11S, Aznar ha dado una amplia entrevista a ABC para dar rienda suelta a su decepción y amargura por lo que ha ocurrido en los últimos años, y en especial por la retirada norteamericana de Afganistán y la victoria de los talibanes. Su amada OTAN ha perdido relevancia por el repliegue de EEUU, que con distintos presidentes ha ido abandonando las guerras interminables («endless wars») que se iniciaron en 2001. Tres presidentes muy distintos –Obama, Trump y Biden– han tomado decisiones que desagradan a Aznar.

«Los líderes débiles no suelen tener visiones estratégicas y cuando se pierde la visión estratégica se cae en las políticas débiles. Al final, la debilidad es provocativa. Esa guerra (de Afganistán) se ganó y, de pronto, al cabo de un tiempo, quien gana la guerra decide rendirse y hacerlo de la manera más humillante posible», dice en la entrevista. En su opinión, los «líderes débiles» son los que creen que las guerras deben tener un comienzo y un final.

Para el expresidente, esta decadencia hay que analizarla en términos casi antropológicos. Los ciudadanos occidentales se han convertido en unos blandos, porque ya no quieren imponer su visión al mundo a golpe de campañas militares. En su último libro, citó a Francis Fukuyama para referirse a las «personas poshistóricas», las que «no están dispuestas a hacer sacrificios» y «carecen de coraje». Cómo echa de menos la Guerra Fría.

Está tan convencido de que el liderazgo de EEUU es incuestionable y que a los europeos se les debe reservar el papel de socios sumisos de Washington que desdeña los esfuerzos de Europa por tener su propia política de defensa: «¿Van a crear un ejército europeo? No me haga usted reír, o mejor digo llorar». Sostiene que no se puede tomar en serio en este asunto a los países europeos mientras no aumenten su gasto militar.

Aznar siente también nostalgia de su amistad con George Bush. En la entrevista, recuerda sus comunicaciones con el entonces presidente de EEUU. Siempre dispuesto a menospreciar a los líderes europeos que no pensaban como él, recuerda que respondió a la invitación de Bush en septiembre de 2001 para que visitara Washington diciéndole que lo haría más adelante, después de que se produjera «una carrera» entre los gobernantes ansiosos por mostrar su apoyo a los norteamericanos. «Yo no iba a formar parte del espectáculo de las solidaridades que a la hora de las decisiones se desvanecen», dice.

Cuando se sumó a las decisiones de Bush, lo hizo hasta el final. En sus memorias, escribió que «la Cumbre de las Azores marcó el punto más alto de la relevancia internacional de España». En realidad, está pensando en la suya.

Aznar podría haber hecho alguna mención en la entrevista al atentado del 11M en 2004 para destacar que ningún país está libre del terrorismo yihadista. Evidentemente, el autor de la frase que decía que «los que idearon el 11M no están ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas» no iba a llegar tan lejos, porque nunca ha abandonado la teoría de la conspiración que el PP y sus aliados periodísticos defendieron durante años.

Hablando de estrategias de desinformación, el informe de la Comisión Chilcot sobre la participación británica en la invasión y ocupación de Irak recuperó las actas escritas sobre la reunión que mantuvieron Aznar y Tony Blair en Madrid el 27 y 28 de febrero de 2003, tres semanas antes del comienzo de la guerra. Preocupados por la repercusión en sus países, acordaron poner en marcha una estrategia de comunicación con la que demostrar que «estaban haciendo todo lo posible para evitar la guerra». Se trataba de envolver los hechos con un manto de propaganda. Blair necesitaba intentar negociar una segunda resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que le permitiera argumentar que se había esforzado en impedir la guerra. Era una cuestión de guardar las apariencias, porque Bush ya había tomado la decisión de invadir y Aznar le apoyaba por completo.

Cree saber con total seguridad que la retirada de Afganistán no era inevitable. Afirma que «con 2.000 hombres y apoyo aéreo suficiente, los talibanes no se habrían adueñado de Afganistán». Quizá no de inmediato, pero prefiere ignorar que EEUU contaba al comienzo de la Administración de Biden sólo con 2.500 militares en ese país por las negociaciones de Qatar. Con el acuerdo de Doha firmado en febrero de 2020, EEUU se comprometía a iniciar la retirada de sus soldados, que eran entonces unos 13.000. Biden no podía quedarse a medias y debía elegir entre retirar a todos sus soldados o proceder a otra escalada, y él ya se había opuesto a una medida similar en 2009 cuando era el vicepresidente de Obama. Consideraba entonces y ahora que EEUU había cumplido sus objetivos y no podía mantener de forma eterna la presencia militar en Afganistán.

«Lo que interesa es contar la historia y no malear los hechos», dice. Con esta entrevista, confirma que sólo le interesan los hechos que se ajustan a sus opiniones, aunque haya que retorcerlos al máximo.

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Talibanes alojados en el lujo de la mansión de Dostum

La mayoría de los talibanes que entraron en Kabul nunca había visto la capital de Afganistán. En los últimos veinte años, la ciudad ha pasado de tener un millón de habitantes a superar los cinco millones. Ese contraste cobra un carácter especial para los 150 que están residiendo estos días en la mansión del mariscal Abdul Rashid Dostum, el caudillo de la etnia uzbeka que fue vicepresidente durante un tiempo y desde siempre uno de los históricos señores de la guerra que nunca dejaron de controlar la política de su país desde sus baluartes regionales. Un equipo del NYT ha tenido una visita guiada en el interior de una residencia que es posible que Dostum utilizara en contadas ocasiones.

Por cierto, son los mismos talibanes que cada día salen a patrullar las calles de Kabul y protagonizan estas imágenes (foto de Reuters) cuando se encuentran ante una manifestación.

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Denunciar la homofobia no es tan importante como defender el honor de Madrid

Cada vez que se produce una agresión homófoba, el PP de Madrid echa la culpa de la conmoción social a quienes la denuncian y la achacan a un clima político que niega los derechos LGTBI. Después del asesinato del joven Samuel en A Coruña, Isabel Díaz Ayuso criticó «la inversión de la carga de la prueba» de la que supuestamente eran responsables los que lo calificaron de crimen homófobo. En la locura de pretender marcar distancias con la izquierda, casi parecía que estaba defendiendo a los detenidos por el asesinato. Ahora, tras la denuncia de una paliza sufrida por un joven gay en Madrid conocida a finales de la semana pasada, el alcalde ha encontrado otra vía de escape para que su electorado sepa qué es importante en este caso. «La izquierda quiere ensuciar el nombre de Madrid con fines políticos», dijo José Luis Martínez-Almeida el miércoles. Una vez más, la guerra santa en defensa de Madrid es más importante que cualquier otro asunto, aunque se tratara de una cobarde agresión en la calle, como se creía en ese momento.

No fue una salida a la carrera para librarse de las preguntas de los periodistas. Formaba parte de una estrategia definida, como se vio horas más tarde con la reacción del portavoz del Gobierno madrileño. Enrique Ossorio acusó a Unidas Podemos y Más Madrid de ser responsables del «discurso de odio, de enfrentamiento de los españoles» desde su llegada a las instituciones. Así que los que denuncian los delitos de odio contra los LGTBI son responsables de que se peguen palizas a esas personas. Como si el odio fuera una costumbre genérica que arraiga en la sociedad y no una agresión directa a personas muy concretas por el hecho de ser distintas a la mayoría.

A estas alturas, parece imposible que algunos políticos entiendan que los delitos de odio se cometen contra personas especialmente vulnerables por el hecho de serlo, habitualmente las que pertenecen a minorías. Si insultas a un político del PSOE, PP o Podemos, quizá seas responsable de un delito de injurias, pero no de un delito de odio. Lo mismo para policías, jueces, periodistas y cualquier otra profesión. Ni siquiera hay que haber estudiado Derecho para saberlo. Sigue leyendo

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Por qué los talibanes han formado un Gobierno controlado exclusivamente por su núcleo duro

Los talibanes ganaron la guerra y el Gobierno que han anunciado ese martes responde estrictamente a esa realidad. No se han cumplido las promesas de que se iba a intentar formar un Gobierno «inclusivo». Por tal se entendía a un Gabinete que incluyera figuras no talibanes y representantes de los otros grupos étnicos de Afganistán. Treinta de los 33 ministros son pastunes.

Ninguno de sus integrantes es mujer. No es una sorpresa, pero confirma que las mujeres pasan a ser ciudadanas de segunda clase. Los fundamentalistas pastunes no aceptan que ellas tengan otro papel que el tradicional que se asigna a una mujer en el medio rural del que proceden la mayoría de los nuevos dirigentes del país.

El hecho de que se haya permitido, al menos en Kabul, que las jóvenes sigan asistiendo a la universidad –pero en aulas en las que una cortina separa a hombres de mujeres– es un cambio significativo con respecto a lo que ocurrió en el Gobierno talibán de los noventa. Eso no quiere decir que se vaya a respetar su derecho a ocupar puestos relevantes en la sociedad.

Los antes insurgentes y ahora gobernantes saben muy bien que una de las razones por las que aguantaron durante veinte años es que mantuvieron su unidad, una característica poco habitual entre los grupos que han gobernado el país desde principios de los ochenta. Esa fue la razón de que mantuvieran en secreto durante dos años la muerte por causas naturales del mulá Omar en 2013, su líder indiscutible en su primera etapa de Gobierno. Las distintas facciones que formaban la cúpula talibán lograron finalmente alcanzar el consenso necesario para elegir a su sustituto, Akhtar Mansour, que murió tres años después en un ataque aéreo norteamericano.

El siguiente nombramiento del líder supremo del movimiento fue el de Hibatullah Akundzada, uno de los primeros fundadores de los talibanes en 1994. Siempre estuvo dedicado a funciones religiosas, no militares. Akundzada es ahora emir de Afganistán, la máxima autoridad religiosa y política del país, por encima del Gobierno.

El alto número de ministros (33) revela la intención de complacer a todos los sectores y clanes que estaban representados en la dirección talibán, incluidos a aquellos que dirigían la guerra sobre el terreno. Sobre todos ellos destaca el nuevo ministro de Interior, Sirajuddin Haqqani, el jefe del clan de los Haqqani, del que los servicios de inteligencia occidentales siempre han destacado sus relaciones directas con Al Qaeda y el ISI (los servicios de inteligencia de Pakistán).

El FBI aún busca a Haqqani por su relación con un atentado que mató a un ciudadano norteamericano. Ofrece por él una recompensa de cinco millones de dólares. Muchos afganos –además del anterior Gobierno– acusan a Haqqani de haber sido el responsable de las campañas de atentados suicidas contra la población civil en Kabul a lo largo de la guerra.

La cartera de Interior permitirá a Haqqani controlar a los gobernadores provinciales.

El otro personaje importante del Gabinete es el ministro de Defensa, Mohamad Yaqub. Es el hijo mayor del mulá Omar. Tanto Yaqub como Haqqani dirigían las operaciones militares en la guerra y sólo respondían ante Hibatullah Akundzada. Yaqub es bastante joven y supera por poco los 30 años, lo que en su momento impidió que fuera elegido como sucesor de su padre.

Como jefe del Gobierno, ha sido elegido Hassan Akhund. Su proximidad desde los orígenes del movimiento al mulá Omar es una de las razones de su presencia permanente en la cúpula del grupo desde 2001. Antes había sido vicegobernador de Kandahar y ministro de Exteriores. En el Gabinete, su segundo será Abdul Ghani Baradar, del que los medios occidentales dijeron hace unas semanas que sería quien lo encabezara.

Pasó ocho años en una prisión paquistaní hasta que la Administración de Donald Trump pidió a Islamabad que lo pusiera en libertad para que pudiera participar en las negociaciones de Qatar. Es posible que los talibanes pensaran que, para no perjudicar las relaciones con su vecino, era más conveniente colocar a Akhund al frente del Gobierno. Akhund está en la lista de dirigentes talibanes objeto de sanciones por la ONU.

A pesar de la terrible situación económica del país, que sólo ha sobrevivido hasta ahora por la ayuda internacional, se ha elegido ministro de Economía a una persona sin conocimientos de la materia. Din Mohammad Hanif se ocupará de la cartera, aunque sólo cuenta con estudios religiosos. Formaba parte del equipo negociador talibán en Qatar con EEUU. Aunque es de origen tayiko, ha estado con los talibanes desde su fundación. Se alistó en sus filas cuando era un joven estudiante de un centro religioso.

Es sin duda un Gobierno formado por el núcleo duro de los talibanes sin concesiones a Occidente. La duda ahora es si eso será un obstáculo para la posible reanudación de la ayuda, aunque sólo sea por razones interesadas de cara al peligro de que un hundimiento económico aun mayor provoque un éxodo masivo fuera del país. La Administración de Biden ha dicho que no cortará la ayuda estrictamente humanitaria. Nunca ha dicho que vaya a entregar los 9.000 millones de dólares de las reservas afganas que están bloqueados en la Reserva Federal de EEUU ni de los créditos del Banco Mundial que no continuarán sin el permiso expreso de Washington.

Los talibanes han invitado a la ceremonia de toma de posesión del Gobierno a representantes de China, Rusia, Pakistán, Turquía, Irán y Qatar. Países como Turquía e Irán no estarán nada contentos sobre la ausencia de figuras destacadas de las comunidades uzbeka y tayika en el Gabinete. En cualquier caso, esa es la apuesta de los nuevos gobernantes afganos para evitar el aislamiento que sufrieron entre 1996 y 2001.

Foto: Hibatullah Akundzada, líder supremo de Afganistán y de los talibanes.

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Iglesias, de tertulia por las noches y de momento Sánchez puede dormir tranquilo

Aparentemente, media España está que no duerme hasta saber qué va a hacer con su vida Pablo Iglesias. Igual no son tantos, pero por ejemplo este mes de agosto La Voz de Galicia dedicó casi una página a un artículo que se titulaba «Cien días sin noticias de Pablo Iglesias». Lo leías y te llevabas un susto. Dios mío, han secuestrado a Iglesias y lleva tres meses encerrado a la espera de que paguen el rescate. Luego, lo leías y no había que preocuparse. Sólo ocurría que desde las elecciones de Madrid en las que fue candidato, «apenas han trascendido noticias del exvicepresidente del Gobierno». Un drama insoportable.

Esa es la idea de abandonar un Gobierno o la política o al menos una de sus consecuencias más favorables para la tranquilidad de espíritu. Que no sepa la gente en cada minuto dónde estás y lo que piensas sobre cada asunto. Que no te llamen por la noche para decirte que algo terrible ha pasado y que hay que hacer algo, lo que sea y cuanto antes.

Sin embargo, Iglesias no ha dejado atrás la política para siempre. Ha dicho que piensa dedicarse al «periodismo crítico», lo que quiere decir que pretende seguir dando caña. Que tenga que ver con el periodismo es otra cosa. Dar clases en la universidad está muy bien, y es una profesión muy honorable, aunque la audiencia es reducida. Hay otros altavoces que llegan a más gente. Sigue leyendo

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La política es una profesión y los paracaidistas terminan estrellándose en el suelo

Con el fin del bipartidismo, se extendió en España la idea de que los políticos profesionales, que son casi todos, eran una parte esencial del problema. Las encuestas del CIS lo certificaron en sucesivas oleadas. Los numerosos casos de corrupción parecían confirmar esa sospecha. La partitocracia se empezó a utilizar como concepto negativo, aunque los partidos políticos hayan sido siempre un elemento clave de la democracia liberal en Europa. Luego llegó Albert Rivera y dijo que no era ni de izquierdas ni de derechas. Lo que de verdad quería decir es que pretendía dejar en la irrelevancia a los partidos tradicionales de izquierda y derecha. Al final, los votantes decidieron que el que sobraba era el líder de Ciudadanos. Por sus declaraciones posteriores, se intuye que no se enteró muy bien de lo que pasó o que creía que la culpa del fracaso era de todos, menos de él. Una reacción muy típica en políticos profesionales.

Buena parte de esas críticas generales estaban justificadas. El sistema político que había comenzado a finales de los setenta daba señales de un agotamiento evidente. A partir de 2014, muchos políticos de primer nivel se fueron a su casa arrollados por circunstancias que ni podían ni sabían controlar, porque en el fondo no las entendían. Hubo un relevo generacional con la entrada progresiva de nuevos políticos de Podemos, Ciudadanos y Vox que acercó a la política a la realidad a cambio de hacerla más agresiva.

Lo que no cambió fue el ansia de los partidos de optar a la renovación a través de los fichajes de (presuntos) galácticos. Personas de las que se decía que venían de la sociedad civil –¿de qué otro sitio iban a venir?– para aportar un punto de vista más fresco y pegado a la calle. O simplemente eran gente muy conocida por su trayectoria en otro campo profesional. Evidentemente, en cada partido estos fichajes eran recibidos como un golpe maestro del líder. Desde fuera, los periodistas los miraban con escepticismo. Algunos sólo necesitaban una entrevista para delatar su desconocimiento sobre asuntos básicos. O su arrogancia. A veces, suscitaban un cierto cariño condescendiente: este no sabe dónde se ha metido. Sigue leyendo

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Se abrieron los cielos, sonaron las trompetas de Jericó y Díaz Ayuso dio a luz a un ratón

Los políticos siempre tienen prisa en septiembre para recordarnos que existen. Y nadie es más rápida desenfundando el arma que Isabel Díaz Ayuso. El día en que el Gobierno de Madrid celebraba la primera reunión después de las vacaciones, se presentó en la rueda de prensa para anunciar otro capítulo más en su guerra santa contra los impuestos. Bajo su guadaña, cayeron los tres que gravan las máquinas recreativas en bares y restaurantes, los depósitos de residuos por empresas y el recargo en el IAE. Tres enemigos de la libertad a la que acosaban con alevosía. Tres enemigos de tamaño ínfimo, tan pequeño que eran irrelevantes. El recargo del IAE asciende a un escalofriante 0% desde 2009, el de residuos tiene que desaparecer cuando se apruebe en el Congreso una tasa estatal de basuras y el de las tragaperras es una tasa residual. En conjunto, suponían 0,7 euros por habitante. Es lo que el diario ABC llamó lanzar «una bomba». Una con setenta céntimos de metralla.

La socialista Hana Jalloul lo llamó «puro humo». Mónica García, de Más Madrid, dijo que era una «pantomima neoliberal». Pero con el teatrillo fiscal, Ayuso se ganó unos cuantos titulares, que es de lo que se trataba.

Cada paso en las guerras de religión, por pequeño que sea, es una victoria contra los infieles. Ahora la Comunidad de Madrid ya no cuenta con impuestos propios. La presidenta madrileña sacó a colación los que tienen las CCAA gobernadas por sus rivales –por ejemplo, trece en Catalunya o seis en Aragón– y se calló el número de los ejecutados por gobiernos del PP (ocho en Andalucía y seis en Galicia). Seguro que cree que esos dirigentes regionales de su partido no son lo bastante puros, aunque hubiera quedado poco cortés avergonzarles en público. Sigue leyendo

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El precio de la luz alcanza niveles prohibitivos para el Gobierno

La primera pregunta en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros del martes fue sobre el precio de la luz. La portavoz, Isabel Rodríguez, dijo que es «un asunto sobre el que existe una absoluta sensibilidad» en el Gobierno. Hubo una segunda pregunta minutos después y no le debió de gustar mucho a la ministra, porque empezó diciendo «para cerrar el capítulo…». No se les ocurra seguir preguntando por la luz. Estaba claro que no tenía muchas ganas de hablar del asunto. Un tercer periodista sacó de nuevo el tema y casi pidió disculpas: «Perdone que insista con el precio de la luz». Esto pasa con las polémicas que acosan al Gobierno sin que este pueda hacer mucho a corto plazo. En estos casos, lo que se hace es acortar la rueda de prensa, que es lo que ocurrió.

Unidas Podemos estaba mucho más habladora que Rodríguez hasta el punto de que planteó una alternativa ciertamente novedosa: manifestaciones promovidas desde dentro del Gobierno para presionar al Gobierno. No es un caso de desdoblamiento de personalidad, pero se le acerca bastante. Txema Guijarro, uno de los responsables del grupo parlamentario, recomendó a los ciudadanos que salgan a la calle con una doble misión, denunciar esta situación y contrarrestar la presión de las eléctricas. Es decir, en una frase acusaba al Gobierno del que Unidas Podemos forma parte de dos cosas un tanto vergonzantes: de pasividad ante un crecimiento desbocado de los precios y de no plantar cara a las grandes corporaciones: «Si queremos un Gobierno audaz, valiente, que tome decisiones que le sitúen frente al oligopolio, la ciudadanía se tiene que movilizar para que se mueva en esa dirección», dijo Guijarro en una entrevista en RNE.

Por tanto, el Gobierno no está siendo ahora valiente ni efectivo ante el poder de las eléctricas, en opinión de Podemos. También es cierto que por «Gobierno», se refieren al PSOE. Sigue leyendo

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El Congreso descubre que Afganistán existe

La política española se olvidó de Afganistán hace mucho tiempo. Como mínimo, desde 2014, cuando se retiró el último destacamento de tropas. A finales de junio de este año, regresó a España el grupo de 24 militares que formaba parte de la misión Resolute Support de la OTAN. Estados Unidos ya había decidido completar la retirada decidida antes por el Gobierno de Donald Trump. Los gobiernos europeos, los mismos que ahora critican a la Administración de Joe Biden por la caótica retirada en el mayor fracaso occidental del siglo XXI, ya sabían que tocaba hacer las maletas sin causar mucho ruido, porque a fin de cuentas su presencia en el país siempre había sido secundaria.

El único Estado que tuvo un papel militar relevante fue Reino Unido, que concluyó su intervención en la provincia de Helmand con un fracaso rotundo, uno de tal calibre que sus soldados tuvieron que ser sustituidos por marines norteamericanos. En la reconstrucción de la policía afgana, Alemania llevó la iniciativa desde 2002 y en 2007 se formó la misión europea llamada EUPOL para adiestrar a los agentes locales, cuyo balance no fue mucho mejor. La policía de Afganistán era el cuerpo más corrupto entre todas las fuerzas militares y de seguridad.

Ahora toca lamentarse por la fulgurante victoria talibán, señalar con el dedo a algunos gobiernos y temer –como dijo Macron sin inmutarse en mitad de la tragedia humanitaria– una posible huida masiva de refugiados que llegue a Europa. O felicitarse por el esfuerzo en evacuar a decenas de miles de afganos que colaboraron con las fuerzas militares de EEUU y Europa. Esto último sirve para ignorar en estas semanas que el Estado afgano puesto en pie por los occidentales era una ficción condenada a desaparecer sin la ayuda exterior. Sigue leyendo

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