Una historia que comenzó hace mucho tiempo: por qué los talibanes derrocaron al Gobierno de Afganistán en una semana

«Estamos aquí para ayudar a los vietnamitas porque dentro de cada uno de ellos hay un americano intentando salir», dice un coronel enfurecido al soldado protagonista de la película ‘La chaqueta metálica’ (Full Metal Jacket), de Stanley Kubrick. Los vietnamitas poco tienen que decir al respecto. Los que aparecen en esta escena está muertos en una fosa llena de cadáveres. El coronel utiliza la palabra ‘gook’ para referirse a los vietnamitas, un término despectivo empleado por los soldados norteamericanos para referirse a ellos.

Es sólo la frase de una película, cuyo guión fue escrito por dos periodistas que conocían bien esa guerra –Michael Herr y Gustav Hasford–, pero resume bastante bien la actitud de EEUU en la mayoría de sus intervenciones militares desde 1945. Con la dosis pertinente de poder militar y ayuda económica, todos los pueblos del mundo pueden convertirse en pequeños norteamericanos y adoptar las mismas estructuras políticas de Estados Unidos. Sólo tienen que desearlo y el tío Sam se ocupará de todo lo demás. Los antecedentes históricos y religiosos no pueden ser un obstáculo. Cualquier otro desenlace es inimaginable.

Para entender el rápido hundimiento del Estado afgano que EEUU crió y amamantó durante dos décadas es necesario observar los muy documentados acontecimientos que han ocurrido en ese país desde 2001. Sin embargo, también hay que remontarse a Vietnam y otros conflictos en la Guerra Fría en los que Washington intentó extender su sistema político a países de varias zonas del mundo para que no cayeran bajo la influencia soviética. El patrón se repitió con frecuencia: si los grupos insurgentes comunistas eran derrotados militarmente, la implantación de la democracia liberal y del capitalismo era sólo cuestión de tiempo. Con el fin de obtener el premio, ni siquiera suponía un problema tener como aliados a gobiernos dictatoriales.

Después de la victoria comunista en China, la derecha norteamericana promovió un debate que se definía en la pregunta ¿quién perdió China? como forma de adjudicar la responsabilidad a las administraciones de Roosevelt y Truman. En los próximos meses, veremos en los medios de comunicación de EEUU muchos artículos que se preguntarán quién perdió Afganistán. Como si el país hubiera sido alguna vez propiedad de EEUU.

«Asumimos que el resto del mundo nos ve como nos vemos a nosotros mismos», dice un teniente coronel retirado con experiencia en Afganistán citado estos días en un artículo de The Washington Post. «Y creemos que podemos moldear el mundo a nuestra imagen utilizando nuestras armas y nuestro dinero». Ignorando mientras tanto la historia y la cultura de Afganistán.

Lo que es indudable es que el Estado afgano no podía sobrevivir sin el poder militar norteamericano. Cuando este desapareció, sólo quedaban cenizas.

Ni siquiera con una total superioridad de medios, es posible ganar una guerra sin una estrategia definida. Un Ejército extranjero depende de aliados locales con credibilidad e inteligencia que puedan sentar las bases de un Estado moderno, muy o poco democrático, que pueda garantizar un mínimo de seguridad y progreso. No vale con crear una clase social o profesional cuyo futuro depende de la supervivencia de ese Gobierno. Eso también lo consiguieron los soviéticos en los años ochenta en Afganistán y corrieron el mismo destino.

La sorpresa por el fulgurante avance talibán y su victoria final en ocho días está justificada. Pero no hay que sorprenderse por el desenlace. Todo estaba bastante claro en los documentos oficiales publicados por el Post en diciembre de 2019 a partir de un extenso informe elaborado por la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán, conocido por las siglas SIGAR. La persona que dirigió el proyecto que buscaba aprender las lecciones de la intervención militar, John Sopko, llegó a la conclusión de que «se ha mentido de forma constante al pueblo norteamericano».

En un estilo casi idéntico a lo ocurrido en Vietnam, las estadísticas se distorsionaban por razones políticas. «Cada dato era alterado para presentar la mejor imagen posible», dijo en el informe Bob Crowley, teniente coronel y asesor de operaciones de contrainsurgencia.

Los testimonios recogidos en el estudio incidían en la falta de un conocimiento real de la realidad política de Afganistán: «Carecíamos de una comprensión básica sobre lo que es Afganistán. No sabíamos lo que estábamos haciendo», dijo en 2015 el general Douglas Lute, que dirigió el programa antidrogas en ese país.

Los mandos militares informaban constantemente de progresos en el campo de batalla como muestra evidente de su éxito. Cuando los talibanes llevaban a cabo ofensivas en varias regiones, se decían que lo hacían al estar «desesperados». Ante las malas noticias que ofrecía la realidad, la respuesta de los gobiernos de Bush, Obama y Trump era más propaganda.

Con los datos de la producción de droga, ni siquiera era posible esconder la realidad. Afganistán fue el origen en 2018 del 82% de la producción global de opio, según datos de la ONU. La extensión cultivada era cuatro veces superior a la de 2002. La droga era la segunda industria del país, por detrás de la propia guerra. Los talibanes se aprovechaban de ella cargando impuestos a los productores locales de la amapola. Tenía su lógica. Era la única actividad económica que daba beneficios en amplias zonas del país.

Era falsa la imagen de un país estable con el mayor grado de libertades de su historia, sólo alterado por una insurgencia rural condenada a ser derrotada. Una ilusión o una ficción, como ha explicado Mònica Bernabé, periodista española que pasó varios años en Afganistán: «Era una ficción todo lo que Estados Unidos nos vendía sobre Afganistán: ni se había instaurado una democracia, ni las mujeres tenían derechos, ni el Ejército afgano tenía capacidad para frenar el avance de los talibanes, como ha quedado demostrado en los últimos días».

El Ejército contaba supuestamente con más de 300.000 tropas. La cifra era otra ficción. Muchos eran ‘soldados fantasma’. Aparecían en los registros porque sus mandos se embolsaban sus salarios o porque no querían admitir a los superiores los fracasos ni las derrotas ni las deserciones. Lo mismo había ocurrido en Irak, donde el Gobierno iraquí llegó a descubrir en 2014 que estaba pagando los salarios de 50.000 soldados que no existían.

Además, la moral de combate de los soldados afganos reales era muy reducida y muchos no contaban con el entrenamiento adecuado. Antes del hundimiento final, se calculaba que sólo un 10% –los 30.000 que formaban las fuerzas especiales– estaba en condiciones de plantar cara al enemigo. Insuficientes e incapaces de combatir por sí solos sin el apoyo aéreo norteamericano. En los últimos días, no es que no recibieran el armamento y munición que necesitaban. Tampoco agua y comida.

El Ejército afgano no llegó a combatir en agosto, excepto en puntos muy concretos. Es una constante en la historia de las guerras afganas. Cuando un bando ve cerca la derrota, es habitual que negocie la rendición con el enemigo. Los ancianos que forman parte de los consejos tribales en pueblos o ciudades hacen de intermediarios para que no se produzca un baño de sangre. Es lo que hicieron los talibanes en 2001, por ejemplo en Kunduz. Sus dirigentes pactaron su rendición y obtuvieron a cambio la posibilidad de huir en avión hacia el sur, punto intermedio antes de escapar a Pakistán.

Las tropas gubernamentales que veían cómo cada día caían dos o tres ciudades en manos de los talibanes sabían que no merecía la pena morir por un Gobierno agonizante.

En Jalalabad, una de las últimas grandes ciudades que cayó en sus manos, los talibanes habían pasado dos meses negociando con responsables políticos y militares para que se rindieran prometiendo a cambio que no habría represalias. El periodista afgano Bilal Sharwary ha contado que esos contactos en secreto existieron en varias regiones del país.

La Casa Blanca no parecía tener esa información, lo que demuestra que una de las peores consecuencias de la propaganda es que sus creadores terminan creyéndosela. El 8 de julio, hace sólo un mes y una semana, Joe Biden continuaba creyendo que el Estado afgano sobreviviría a la salida definitiva de las tropas norteamericanas. Le preguntaron en una rueda de prensa si la victoria talibán era inevitable: «No, no lo es. Porque tienes a 300.000 soldados afganos bien equipados, tan buenos como los de cualquier Ejército en el mundo, y una Fuerza Aérea, contra unos 75.000 talibanes. No es inevitable».

Años de constantes promesas del alto mando militar sobre la victoria inminente si se aprobaba un nuevo aumento de las tropas en Afganistán habían convertido a Biden en un profundo escéptico sobre la capacidad de persuasión de los generales. «Escúcheme, jefe», le dijo a Obama. «Puede que lleve demasiado tiempo en esta ciudad, pero si algo sé es cuando esos generales intentan acorralar a un nuevo presidente». Pero no le hizo inmune a su propaganda, como se ha visto estos días.

La cúpula militar de EEUU se había enamorado de su estrategia contrainsurgente. Al igual que una empresa que no puede dejar de vender el mismo producto, aunque nadie quiera comprarlo, se dedicaba a invertir aún más en publicidad. En este caso, significaba aumentar la presión sobre la Casa Blanca y el Congreso y advertir de que si se rechazaban sus planes de enviar más soldados la victoria sería imposible.

Su misión había comenzado siendo la eliminación de Al Qaeda y luego pasó a ser un programa de reconstrucción nacional en el que los militares tuvieron todo el dinero necesario a su disposición. De vez en cuando, se agitaba el miedo a una repetición del 11S, a pesar de que los talibanes afganos nunca han promovido la realización de atentados en países occidentales, como explicaba hace unos años el periodista Ahmed Rashid.

Otra de las justificaciones empleadas fue la que sostenía que el despliegue militar era esencial para mantener los avances sociales conseguidos por la desaparición del régimen talibán en 2001. Lo que se ha dado en llamar el intervencionismo humanitario. Eso obvia que es imposible construir una sociedad democrática a golpe de fusil. Eso desgraciadamente vale también para los derechos de las mujeres o de las minorías. No hay ninguna posibilidad de éxito a largo plazo si no creas un Estado viable con un Parlamento que apruebe leyes que amplían derechos y unos tribunales que vigilen la aplicación de esas leyes. No es posible hacerlo si la corrupción desprestigia al Estado, si la gente sabe que los caudillos regionales roban a discreción los fondos públicos para financiar sus mansiones y su red clientelar de empleos.

Incluso si en el mejor de los casos el Ejército conseguía expulsar de una provincia a los insurgentes, la tarea de mantener el orden recaía después en la policía. La corrupción en las fuerzas de seguridad era completa y alcanzaba hasta los mandos más inferiores.

La corrupción hace a los gobiernos menos eficaces en situaciones de emergencia. Se vio en Afganistán con la pandemia. Lo que ya no estaba previsto era que los talibanes –un movimiento fundamentalista que en el pasado había atacado las campañas de vacunación– se tomaran más en serio la pandemia que el Gobierno de Kabul.

La modernización de un país no funciona si esos derechos sociales dependen de la presencia de un Ejército extranjero. Ningún país del mundo quiere ser invadido o que las elecciones presidenciales sean manipuladas para que puedan ganar Karzai o Ghani. El nacionalismo pastún, una fuerza con gran apoyo popular en Afganistán desde el siglo XIX, no iba a quedarse eternamente de brazos cruzados mientras los extranjeros les decían cómo debía ser gobernado su nación. Británicos y rusos lo descubrieron cuando ya era demasiado tarde, y ahora les ha ocurrido a los estadounidenses.

John Sopko compareció a finales de julio ante los periodistas y ofreció el mismo balance pesimista sobre la situación de Afganistán que aparecía en su informe de 2019. Con un añadido: «No crean a los generales o los embajadores o la gente en el Gobierno cuando dicen que nunca haremos esto otra vez (sobre las guerras interminables que culminan en el fracaso de una misión de reconstrucción nacional). Eso es exactamente lo que dijimos después de Vietnam: nunca haremos esto otra vez. Y luego lo hicimos en Irak. Y lo hicimos en Afganistán. Volveremos a hacerlo otra vez».

No importa el fracaso de Vietnam o el de Afganistán. Hay lecciones que un imperio raramente aprende. Supondría dejar de ser un imperio y reconocer que ya no puedes modelar el mundo a tu imagen y semejanza.

Foto: una patrulla talibán en las calles de Kabul el lunes. EFE.

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Kabul podría caer en manos de los talibanes en 90 días, pero eso no importa a varios gobiernos europeos

Diez capitales de provincia ya están en manos de los talibanes en Afganistán. Gazni, a 150 kilómetros al sur de Kabul, ha sido la conquista más reciente. El Gobierno de Kabul no parece estar en condiciones de lanzar contraataques que le permitan expulsar a los insurgentes, como sí pudo hacer en dos ocasiones en Kunduz en los últimos años. La victoria talibán no es segura, pero será un hecho irreversible si continúa la actual tendencia.

Según una fuente anónima de la inteligencia norteamericana citada por Reuters, Kabul podría quedar aislada en treinta días. En noventa días, los talibanes pueden estar en condiciones de ocupar la capital del país. El pronóstico se cumplirá a menos que el Gobierno consiga que sus tropas dejen de abandonar sus puestos de combate y pueda enviar los refuerzos necesarios a las localidades sitiadas, dos cosas que hasta ahora no se han producido.

Este panorama no ha conmovido a varios países europeos, para los que el avance de los fundamentalistas y la huida de 300.000 afganos de las zonas más castigadas por los combates no son motivos suficientes para interrumpir la deportación de migrantes de ese país.

Seis gobiernos europeos consideran prioritario mantener el ritmo de las expulsiones. Han enviado una carta a la Comisión Europea que dice que «detener los retornos (de migrantes) envía el mensaje equivocado y es probable que motive a que más ciudadanos afganos abandonen su país con destino a la UE», dicen los ministros de Austria, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Grecia y Alemania.

Cualquiera diría que los combates actuales y el temor a una vuelta al poder de una dictadura teocrática serían motivos suficientes para que muchos afganos se vean obligados a huir a los países vecinos –decenas de miles lo han hecho ya a Irán–, pero los ministros dan más importancia a eso que se llama el «efecto llamada» a cuenta de decisiones políticas tomadas a miles de kilómetros.

La carta indica que en 2020 los afganos fueron el segundo grupo nacional en las solicitudes de asilo. La última ofensiva talibán que ha provocado el desmoronamiento de las fuerzas gubernamentales no es evidentemente la primera que se produce en estos años. Varias zonas del país han vivido en una inestabilidad permanente, producto de los enfrentamientos entre el Ejército y los insurgentes. Sus habitantes creen que ya es cuestión de tiempo que los talibanes se apoderen de sus ciudades y pueblos. Las mujeres ya saben cuál es el destino que les espera. Aquellos que hayan trabajado para el Gobierno corren el peligro de ser fusilados o ahorcados.

En realidad, cada Gobierno europeo no necesita pedir permiso a la Comisión Europea para deportar a extranjeros a los que no concede la residencia o el asilo político. Lo que quieren es que la Comisión les dé cobertura política a cada uno de ellos para continuar con esa práctica precisamente cuando se recrudece la guerra civil en Afganistán. Entonces podrán decir que es una decisión ‘de Europa’.

El último comunicado de Médicos sin Fronteras sirve para hacerse una idea sobre la situación actual y su impacto en las vidas de la gente.

En Lashkar Gah, donde MSF presta apoyo al hospital de Boost, se están produciendo intensos combates en la ciudad desde hace más de una semana. La vida está paralizada y el personal sanitario atiende urgencias médicas, obstétricas y quirúrgicas. Este mismo personal permanece en el hospital para tratar a los pacientes mientras se producen bombardeos, ataques con morteros y con misiles muy cerca del recinto médico. (…)

Los combates también se han intensificado en Kunduz y sus alrededores. A finales de la semana pasada la ciudad cayó en manos del EIA. Cuando la violencia se intensificó en julio, las oficinas de MSF fueron transformadas en una unidad de traumatología con 25 camas, donde el equipo atendió a los heridos por explosiones, balas y metralla. Entre el 1 y el 9 de agosto, se atendió a 127 pacientes por heridas de bala y explosión, entre ellos 27 niños menores de 16 años.

Las mujeres embarazadas se ven especialmente afectadas, al igual que los enfermos crónicos.

«Las urgencias médicas, los partos y las enfermedades crónicas no se detienen en tiempos de guerra. Sólo habíamos tenido una mujer embarazada en el hospital», explica Sarah Leahy, coordinadora del proyecto de MSF en Helmand, «pero al día siguiente, cuando los combates se calmaron un poco, una decena de mujeres embarazadas consiguieron llegar hasta nosotros. Sabemos que las necesidades están ahí. Nos preocupa mucho que las mujeres tengan que dar a luz en casa sin ayuda médica. Pueden surgir complicaciones que pondrían en riesgo sus vidas y las de sus bebés».

«La situación en Afganistán empeora cada día desde todos los puntos de vista», ha dicho el jefe de misión de la Organización Internacional para las Migraciones, Stuart Simpson. ¿Cómo no querer huir de un país que está sufriendo de esta manera?

Foto: una niña en un campamento que alberga en Kabul a civiles desplazados por los combates (Jawed Kargar, EFE).

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La vuelta al poder de los talibanes en Afganistán está ahora más cerca que nunca

Kunduz, Taloqan, Sar-i-Pul. Tres de las principales capitales de provincia del norte de Afganistán han caído este domingo en manos de los talibanes. Otras dos ciudades del país han corrido el mismo destino en los últimos tres días. A pocas semanas del final de la retirada militar norteamericana, se está produciendo un desmoronamiento de las fuerzas militares y de seguridad afganas, incapaces de contener el avance de los insurgentes. En casi todos los casos, se repite la misma situación. Los talibanes toman las ciudades en las que las tropas han huido a los pocos días de iniciarse los combates y se apoderan del arsenal de armas existente en cuarteles y comisarías.

En el caso de Kunduz, una ciudad de cerca de 300.000 habitantes, sólo necesitaron dos días de combates.

El Ejército cuenta en teoría con 300.000 miembros. La cifra es una ficción. Sólo las unidades de élite están en condiciones de plantar cara al enemigo y pueden alcanzar en torno al 10% de la cifra total de soldados. Se sabe que las zonas rurales la presencia del Gobierno es muy reducida. La diferencia es que la ofensiva talibán del verano está percutiendo en capitales de provincia que se suponía que estaban bien protegidas.

Ni siquiera la noticia de que los caudillos regionales estaban reforzando sus milicias parece haber tenido ninguna influencia sobre el terreno. Algunas de ellas están dirigidas por los antiguos señores de la guerra de los noventa que se enriquecieron desde que los talibanes fueran expulsados del poder en 2001. Si esa es la última línea de defensa del Estado afgano, las noticias del norte no generan mucho optimismo.

Estas imágenes muestran cómo huyó de la ciudad de Taloqan un convoy de tropas gubernamentales. Disparando sin cesar a su izquierda.

Cada ficha que cae arrastra a otras. Al tomar una ciudad, los talibanes aumentan el número de sus efectivos entre los habitantes de las zonas invadidas. Muchos se unirán a ellos atemorizados ante las consecuencias de una negativa. Otros pensarán que es conveniente unirse al bando ganador en su zona. Desde principios de los ochenta, los afganos han vivido en un permanente estado de guerra con sólo algunos años de relativa calma. Por si es necesario recordarlo, eso son más de cuarenta años.

Un objetivo inmediato de la ofensiva es liberar a los miles de presos talibanes internados en las cárceles del país. Es lo que ha ocurrido en Taloqan. Cada prisionero liberado es un combatiente más.

En los últimos días de julio, los talibanes lograron penetrar en algunas zonas de Herat, en el oeste del país. Fueron rechazados por el Ejército y las milicias de Ismail Khan. Este caudillo de 71 años es un símbolo de los señores de la guerra que lucharon contra los soviéticos, fueron expulsados por los talibanes en 1996 y luego volvieron cinco años después para hacerse con el control de sus provincias. Si la ciudad de Herat fuera ocupada por los talibanes, significaría que el actual Estado afgano está a punto de dejar de existir.

A efectos prácticos, la retirada norteamericana ya se ha producido. Los únicos militares que permanecen en el país son varios centenares de soldados que protegen la embajada y otras instalaciones de Kabul. Este fin de semana, ha habido noticias sobre ataques con bombarderos B-52 en algunas zonas. La capacidad destructiva de estos aviones –en servicio desde 1955 y de gran protagonismo en la guerra de Vietnam– es inmensa, pero necesitan de información detallada desde el terreno para elegir sus objetivos. Según medios norteamericanos, estos aviones despegan desde bases en los Emiratos Árabes, lo que limita su capacidad de reaccionar con rapidez.

Una vez que una fuerza toma una ciudad, la única forma de acabar con sus integrantes desde el aire es destruir la ciudad. No parece probable que EEUU haga ahora con alguna de las mayores ciudades de Afganistán lo mismo que hizo en Faluya, Irak.

La embajada de EEUU en Kabul ha recomendado a todos los norteamericanos que abandonen el país. Tampoco los que viven en la capital pueden estar seguros.

Tras la retirada de Vietnam, uno de los objetivos de Nixon y Kissinger fue conseguir extender todo lo posible el periodo de tiempo hasta que se produjera el hundimiento del Gobierno de Vietnam del Sur. Se hizo a través de un aumento de la ayuda militar a Saigón para que la opinión pública de EEUU no lo relacionara con el abandono del país. Al final, pasaron algo más de dos años entre los dos hechos.

Vivimos ahora en un mundo en que es más difícil que la gente olvide. Aun menos lo hará si una victoria definitiva talibán se produce sólo unos meses después de la retirada estadounidense. De momento, la Administración de Biden no tiene previsto cambiar sus planes a causa de las noticias de este verano. La posición oficial es que el Gobierno y Ejército afganos «tienen el entrenamiento, material y números (de tropas) suficientes para imponerse», según dijo la portavoz de Biden. Es una frase que resulta contradictoria con el mensaje de la embajada en Kabul, que incluía un reconocimiento: su capacidad de asistir a los estadounidenses «es extremadamente limitada, incluso en Kabul».

Los talibanes han sorprendido a todos con esta ofensiva por no haber esperado a que culminara oficialmente la retirada de EEUU. Es una señal clara de que se sienten fuertes y de que creen que el Gobierno afgano sólo necesita un empujón para venirse abajo. El invierno afgano es una época complicada en buena parte del país para realizar una ofensiva militar por las bajas temperaturas. No han querido esperar a la primavera de 2022. Están convencidos de que su momento ha llegado.

Además, saben por experiencia que la mayoría de las guerras afganas desde el siglo XIX se han ganado antes en el juego de las expectativas. Antes de ser derrotado por completo, el bando perdedor huye o pacta su rendición. Es lo que hicieron los talibanes a finales de 2001. Huir para poder volver a luchar años después.

El Gobierno de Kabul debe decidir ahora si tiene fuerzas para lanzar contraataques y recuperar las zonas perdidas, como ha conseguido en algunos lugares en los últimos años, o si debe centrarse en defender las principales ciudades o simplemente Kabul. Lo que ha ocurrido en Kunduz hace pensar que esta última estrategia no tiene garantías de éxito. Sólo serviría para aplazar lo inevitable.

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La guerra fría entre dos revistas de EEUU y Brasil

A principios de los años sesenta, Henry Luce, dueño de un imperio editorial del que formaban parte las revistas Time y Life, decidió intervenir para impedir que el comunismo se extendiera por Latinoamérica. En 1961, Life envió a un fotógrafo a Brasil para que reflejara el impacto de la pobreza en Río de Janeiro. La idea era enviar el mensaje de que EEUU debía aumentar su ayuda a esos países, porque de lo contrario los comunistas se aprovecharían.

El reportaje tuvo un efecto singular. La revista gráfica brasileña O Cruzeiro, de estilo similar a Life, envió a un fotógrafo a Nueva York con la misma intención: mostrar las miserables condiciones de vida de una familia de inmigrantes de Puerto Rico en Manhattan.

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Antes de las vacaciones Casado tenía que dar salida a su catálogo de hechos falsos

Ya estamos casi en agosto. El mes en que los políticos se van de vacaciones, aunque algunos lo nieguen y digan que estuvieron la mayor parte del tiempo en su despacho sin que nadie se enterara. No más declaraciones todos los días en el Congreso, en ruedas de prensa o en entrevistas en los medios de comunicación, en la sede del partido o en visitas a lugares que sólo están ahí para cambiar el fondo de las intervenciones del líder. No más darle vueltas cada día a lo mismo que han dicho el día anterior. No más carreras para dar con el titular con el que atacar al adversario y aparecer destacado en radios, televisiones y medios digitales. No más ruido ni momentos dramáticos impostados. No más artículos como este, lo que en cierto modo también debe de ser un alivio para los lectores.

Pero antes de que comience agosto hay que cumplir con el último ritual. La ofensiva final de todo lo que ya has escuchado. El contraste entre ‘todo es maravilloso’ y ‘todo es un desastre’. Tampoco conviene que los periodistas se quejen, porque los presidentes del Gobierno suelen dar muy pocas ruedas de prensa en las que se puedan hacer más de dos preguntas. El jueves, había sesión doble con Pedro Sánchez y Pablo Casado, separados por dos horas. No es que se estiraran mucho. La de Sánchez duró 48 minutos y casi la mitad se consumió en su discurso inicial. Casado habló más, pero casi fue peor.

Por ser justos, había sesión triple. Inés Arrimadas se sumó al carrusel de ruedas de prensa y ofreció uno de los últimos productos de la fábrica de eslóganes y frases pegadizas de Ciudadanos. Dijo que al final de la legislatura «no van a quedar ni las raspas de España». Viniendo del partido del que quizá no quede nada después de las próximas elecciones –es difícil que consiga grupo parlamentario–, resulta un pronóstico osado. Como también el empleo por Arrimadas de una retórica tan dura como la de Casado, una vez que abandonó la voluntad centrista de negociar acuerdos con el Gobierno.

Más que veleta movida por el viento, aunque anclada en un tejado, Ciudadanos es ahora una bolsa vacía de plástico a la que las corrientes de aire empujan arriba y abajo o abandonan en el suelo cubierta de polvo. Sigue leyendo

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Cuidado con llamar incendiario non grato al que va a Ceuta con una antorcha

Durante décadas, muchas discusiones en Madrid sobre Ceuta y Melilla venían acompañadas de un aviso que quería ser sombrío. Algún día, la población musulmana de ambas ciudades superaría a la de origen español (es decir, católica) y eso pondría en peligro la pertenencia de ambas a España. Ese discurso catastrofista nunca se convirtió en realidad, a pesar de que la premisa casi se ha cumplido. Un 43% de los habitantes de Ceuta es musulmán, según un estudio de la Unión de Comunidades Islámicas de España. El porcentaje supera el 50% en Melilla. Los problemas económicos son reales y los sentimientos racistas existen desde hace tiempo, pero la convivencia nunca se ha quebrado por completo.

Vox ha venido para cambiar esa situación con la idea de que redundará en su favor en las urnas. Atizar el enfrentamiento entre ambas comunidades es su principal argumento. El asalto a la frontera de Ceuta en mayo propiciado por el Gobierno marroquí ha sido una oportunidad que el partido de Santiago Abascal no ha desaprovechado. Su líder fue corriendo a Ceuta para reclamar mano dura y la militarización de la frontera. Regresó después para un mitin en la ciudad, que no llegó a celebrarse por prohibición judicial. Su presencia provocó incidentes cuando centenares de personas le abuchearon frente al hotel en que se encontraba.

La Asamblea de Ceuta votó a favor de denominar a Abascal persona non grata en la ciudad con los votos del PSOE y de dos pequeños partidos locales, MDyC y Caballas, además de la abstención del PP, el primer partido con nueve escaños (el PSOE cuenta con dos menos y Vox con cinco menos tras la salida de otros dos al grupo mixto). El portavoz de Vox en la Asamblea había cumplido antes la orden de sus jefes de elevar al máximo la crispación en los plenos. Un debate sobre una rotonda fue suficiente para que el líder regional de la extrema derecha denunciara al presidente, Juan Vivas, del PP, por no convocar un pleno extraordinario dedicado a los acontecimientos en la frontera, e insultara a Fatima Hamed, del partido MDyC, tachándola de «integrista» y de servir a los intereses de Marruecos. Sigue leyendo

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Los gobiernos israelíes promovieron la venta del software espía de NSO en todo el mundo

La empresa israelí NSO se ha convertido en el proveedor de confianza que necesitaban muchos gobiernos del mundo para vigilar a los partidos de la oposición, periodistas y activistas de movimientos sociales. Su tecnología permite hackear los teléfonos móviles de sus objetivos sin contar con la colaboración involuntaria del sujeto, por ejemplo pinchando en un enlace peligroso. Evidentemente, todo eso puede hacerse sin control judicial, lo que reduce las posibilidades de que los espiados sean conscientes de que están siendo vigilados.

NSO ha conseguido su cartera de clientes no sólo por la calidad de su producto, sino por la colaboración que le ha prestado en los últimos años el Gobierno israelí. El programa Pegasus ha sido una palanca muy eficaz para que los gobiernos de Netanyahu hayan cumplido sus objetivos de política exterior, tanto en sus relaciones con gobiernos autoritarios como para entrar en zonas del mundo que son prioritarias para el país.

La empresa nunca podría haber vendido su herramienta de espionaje sin el permiso expreso del Gobierno israelí. Un artículo de Haaretz establece la coincidencia temporal entre los contratos firmados con esos países y reuniones de Netanyahu y otros altos cargos con los gobiernos interesados. Los viajes del entonces primer ministro a países como México, Hungría, Kazajstán y Azerbaiyán fueron el prólogo para la exportación del software de NSO.

En ocasiones, el proceso era el inverso. Israel era quien llevaba la iniciativa de la política comercial de NSO, incluido el caso más sensible, el de Arabia Saudí. «Israel no sólo permitía que estas ciberempresas (NSO no es la única) vendiera su mercancía a los saudíes –la venta de estas ciberarmas está regulada por el Ministerio israelí de Defensa–; en muchos sentidos la promovía y les animaba a que la vendieran».

En 2017, el Gobierno israelí designó a Arabia Saudí como un «objetivo estratégico» a causa de su rivalidad con Irán. Ese mismo año, NSO hizo la primera demostración de su producto a las autoridades saudíes en una reunión celebrada en Chipre. El periódico cita a una fuente anónima que fue testigo del encuentro y que explica la reacción de los saudíes. «Se fueron a discutir entre ellos. No necesitabas entender el árabe para comprender que estaban atónitos y superexcitados ante lo que habían visto. Estaba claro que era lo que estaban buscando».

Tiempo después, el Gobierno de Riad firmó con NSO un contrato multianual por valor de 50 millones de dólares.

El asesinato del periodista Jamal Khashoggi hizo que NSO se viera obligada a cortar sus servicios al Gobierno saudí en 2018. A mediados de 2019, reanudaron la colaboración.

En el artículo, el consejero delegado de una empresa del sector que no es NSO recuerda que recibió una gran oferta del Gobierno de Emiratos para firmar un contrato por valor de 40 millones de dólares. La empresa lo rechazó por su historial de violaciones de derechos humanos (NSO no ha tenido esos escrúpulos). Después de la negativa, los emiratíes respondieron: «Si hablamos con Bibi (Netanyahu), ¿ayudará?».

Foto: El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, besa la mano de la esposa de Netanyahu durante una visita a Israel.

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No sería España si algunos no se quejaran de la vacunación, el único gran éxito de la pandemia

Las vacunas han sido el gran éxito de la lucha española contra la pandemia. Se peleó de forma indecible en la sanidad pública en los primeros y dramáticos meses de la emergencia, pero desgraciadamente ese era un combate contra un enemigo demasiado poderoso sin que existieran los medios necesarios. Con la vacunación, los resultados han estado a la altura del esfuerzo. En estos momentos, España es uno de los países del mundo con mayor porcentaje de vacunación por delante de Italia, Alemania, Francia y EEUU. Pero no sería España si alguien no intentara ofrecer el balance opuesto: todo es un desastre y nada funciona bien.

Era inevitable que fuera el Partido Popular en Madrid el que llevara la iniciativa en intentar emborronar ese punto positivo entre tantas noticias negativas. En un momento en que todos los países del mundo llevan meses corriendo para que la vacunación pueda neutralizar el avance de una enfermedad que no ha desaparecido, el consejero de Sanidad ofreció la frase de la semana. Acusó al Gobierno de haber hecho de la campaña de vacunación «una competición a ver quién pone más y más rápido», dijo Enrique Ruiz Escudero.

Se supone que esa era la idea. Vacunar lo más rápido posible. Pues va a ser que no. Qué prisas hay con sacar los datos para que unas comunidades autónomas salgan por delante de otras. Es lo que suelen decir los que figuran en los últimos puestos del escalafón. Madrid volvía a quedar atrás, como ocurrió en los primeros meses, y tocaba salir con excusas. Sigue leyendo

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Disfruta del momento: ya no tienes que llevar mascarilla por la calle y los jueces no pueden hacer nada al respecto

Las mascarillas han sido un gran símbolo en la lucha contra la pandemia por la conveniencia de su uso y como símbolo de todas las cosas que han cambiado. Durante un tiempo, se dijo que era casi imposible que en las sociedades individualistas de Europa la gente aceptara llevarlas siempre y en todo momento a diferencia de países como Japón y Corea del Sur. Si no llegaron desde el primer minuto, fue porque no había suficientes en ningún país europeo. Luego se asumieron con naturalidad, excepto en Estados Unidos y Reino Unido, donde sectores libertarios de la derecha o simplemente ultras las definieron como un bozal con el que se pretendía amordazar a los ciudadanos libres. Incluso en Madrid, el territorio donde el PP ha copiado muchas de esas ideas, las autoridades autonómicas las aceptaron sin problemas.

Como muchas de las cosas que hemos presenciado, había una cierta contradicción en la obligación del uso en exteriores. La gente llevaba la mascarilla cuando andaba por la calle, una situación de riesgo bajo en general, y se las quitaba para entrar en un bar o restaurante, cuando los espacios cerrados son los lugares más peligrosos. La realidad es que eran necesarias y ayudaban a que la gente entendiera que se encontraba ante una situación excepcional. También era una de esas medidas que los gobiernos y parlamentos podían tomar sin coste económico alguno para sus presupuestos. No como reforzar la Atención Primaria, por dar un ejemplo.

Gracias al buen ritmo de vacunación, los gobiernos han tenido que limitar la obligatoriedad. No se podía seguir manteniendo un discurso positivo o casi eufórico con el aumento constante del número de inmunizados y seguir imponiendo la mascarilla al salir de casa. Los políticos pueden equivocarse, pero lo mínimo que se les pide es que sean consistentes. La decisión debía convertirse en un real decreto que fuera aprobado por el Parlamento. Un trámite con una votación cuyo resultado de repente no estaba tan claro, porque el PP y Vox no quieren dar al Gobierno ni un minuto de respiro y algunos gobiernos autonómicos habían comenzado a cambiar de opinión con el aumento espectacular de los contagios en las últimas semanas. Sigue leyendo

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Jeff Bezos dice que le hemos pagado el viaje al espacio y no le falta razón

Jeff Bezos pasó cerca de once minutos a bordo del New Shepard en su viaje al punto en el que comienza el espacio exterior, a unos 100 kilómetros de altura. Durante ese breve recorrido, su fortuna aumentó en 1.569.634 dólares, tomando como referencia los 75.000 millones de dólares que disfrutó en 2020. El hombre más rico del mundo se permitió un viaje de placer hasta el punto al que no había llegado antes ningún turista, y recibió una cobertura máxima de los principales medios de comunicación del planeta.

La nave, con un diseño exterior que bien podría ser un homenaje a la película ‘Austin Powers’, es un proyecto de su empresa Blue Origin con la que se pretende ampliar los viajes al espacio a cualquiera con el dinero necesario para costearse el billete. El público  potencial no necesitará contar con una fortuna como la de Bezos, pero deberá estar inscrito en la categoría de millonario. El trayecto costará no menos de 250.000 dólares.

Además, es el punto de partida para convertir a la compañía en un rival a la altura de SpaceX, dirigida por Elon Musk, en el negocio del espacio. SpaceX ya ha desplegado 1.500 satélites en la órbita terrestre y ha llevado a cabo varios viajes hasta la Estación Espacial Internacional para transportar astronautas y carga.

En un mundo acechado por la certidumbre del cambio climático y sus consecuencias para los habitantes del planeta, el viaje del New Shepard es una especie de aperitivo de un escenario que conocemos gracias a las películas de ciencia-ficción. Llegará un momento en que el planeta escasamente sea habitable y los millonarios emplearán su fortuna para encontrar un lugar diferente en el que vivir. Es una visión catastrofista que no tiene por qué cumplirse, pero también se corresponde con un elemento evidente de la realidad. Los muy ricos cuentan con amplias posibilidades de evadirse de los problemas que aquejan a las personas corrientes. La pandemia ya ha ofrecido algunos ejemplos de ello.

Blue Origin definió en sus mensajes a Bezos y sus tres compañeros de partida como «astronautas», lo que está muy lejos de la realidad. Los astronautas son personas de un alto nivel de cualificación profesional que tienen que pasar por un duro y largo entrenamiento. Los pasajeros del New Shepard sólo necesitaron llegar al punto de lanzamiento unos días antes para recibir la (escasa) información que necesitaban saber sobre las condiciones del vuelo.

Después de su regreso a la superficie, Bezos agradeció en una rueda de prensa a «todos los empleados de Amazon y a todos los clientes de Amazon, porque, tíos, vosotros habéis pagado todo esto». Hubo risas y Bezos repitió la frase para resaltar que lo decía en serio.

Muchos de los empleados de Amazon lo considerarán como mínimo un sarcasmo. Han protestado en varios países del mundo por las durísimas condiciones de trabajo, el estrés que sufren para alcanzar las cuotas exigidas y los riesgos que asumieron durante la pandemia. La empresa ha hecho todo lo posible para impedir que los trabajadores formen comités de empresa en los centros de trabajo, también en España. Varios de los que se han distinguido en esa lucha han sido despedidos.

De la misma forma, es imposible disociar el éxito de Amazon, con el que Bezos ha financiado Blue Origin, de su capacidad para pagar pocos o ningún impuesto por los beneficios que obtiene en EEUU y el resto del mundo. En ese sentido, se quedó corto al decir que trabajadores y clientes de Amazon habían pagado el viaje. Sólo habría que sumar a los gobiernos que han permitido la elusión fiscal de la que disfruta su imperio.

«Ahora que ya hemos visto la reentrada del gigantesco falo volador de Bezos, ¿podemos hablar en serio sobre la oligarquía americana?», se pregunta un columnista del Financial Times.

Quizá la cobertura periodística del miniviaje espacial de Jeff Bezos sea un ejemplo de la obsesión contemporánea por la vida de los millonarios. También se puede presentar como un símbolo del mundo en que vivimos, cuyas desigualdades han aumentado durante la pandemia, eso que decían que afectaba a todos por igual. Los activos netos de las 500 personas más ricas del mundo se incrementaron en una tercera parte en 2020, el mayor aumento registrado en el Bloomberg Billionaires Index en los ocho años que lleva realizándose.

Así que está claro que tienen dinero de sobra para subirse a un cohete espacial. Lo que resulta menos evidente es que debamos montar un gran espectáculo cada vez que lo hagan.

Por último, el humor. Jon Stewart dedica una promo de su futuro programa a una parodia de los planes espaciales de Bezos, Musk y Branson. Todo a cuenta de la silueta de la nave de Bezos.

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