Joe Biden desconfía de los generales. Por ser más preciso, no se fía del poder que la cúpula militar de EEUU tiene en Washington y, en especial, de su influencia en los presidentes en los primeros meses de su mandato. Nadie quiere ocupar la Casa Blanca y descubrir que la política y los medios de comunicación condicionan sus decisiones más importantes. Aun más si se trata de los militares con unas cuantas estrellas en su uniforme y un acceso ilimitado a la opinión pública. Todos los presidentes quieren elegir sus propias guerras y al final se ven forzados a gestionar las que heredan de sus antecesores.
La política olvida rápido a los presidentes de Estados Unidos una vez abandonan la Casa Blanca. Cuentan con un último momento para dejar su sello: la publicación de sus memorias. El libro de Barack Obama, ‘Una tierra prometida’, publicado en España por la editorial Debate, en realidad el primero de dos libros, ha sido su momento para regresar a primera línea y defender su legado. Como resulta que su vicepresidente, Joe Biden, acaba de convertirse en presidente, es conveniente centrarse en lo que dice de él, aunque tampoco sea mucho. Los vicepresidentes no suelen pasar de ser asesores cualificados que se utilizan para ciertas cosas a cambio de que algún día tengan una buena opción de aspirar a ocupar el gran despacho.
Afganistán fue la guerra que Obama no pudo controlar. «A diferencia de la guerra de Irak, siempre había considerado la campaña afgana una guerra necesaria», escribe. Al comienzo de su presidencia, había unas 30.000 tropas norteamericanas allí. Lo que no existía era una estrategia ganadora o de otro tipo: «La ausencia de una estrategia estadounidense coherente tampoco ayudaba». Ahí es donde entraban los militares, dispuestos a ofrecer un camino hacia la victoria que siempre pasaba por enviar más soldados. Los políticos pensaban en objetivos realistas, o eso decían, mientras los generales aspiraban a ganar la guerra. Son dos cosas muy diferentes y puede ocurrir que ninguna de los dos sea factible.
Al poco de llegar al Despacho Oval, Obama recibió la petición de los militares: 30.000 tropas más. Cualquier cifra inferior sería insuficiente. Si quería esperar a una revisión completa de la estrategia, estaba en su derecho, pero se arriesgaba a una catástrofe. Ahí entraba Biden –»yo sabía que aún se sentía quemado por haber apoyado la invasión de Irak años antes», escribe Obama de él–, que había hecho un viaje a Afganistán unas semanas antes que le había dejado aún más preocupado.
Al menos, un vicepresidente tiene la opción de acercarse al gran jefe y decirle lo que piensa. Otra cosa es que le haga caso. Y así lo cuenta Obama en el libro: «Escúcheme, jefe —dijo (Biden)—. Puede que lleve demasiado tiempo en esta ciudad, pero si algo sé es cuando esos generales intentan acorralar a un nuevo presidente’. Luego acercó la cara a solo unos centímetros de la mía y susurró: ‘No permita que le pongan trabas».
Eso fue precisamente lo que hicieron.
Biden fue la «voz discrepante» en un grupo de altos cargos que compartían el criterio de los militares o no veían realista oponerse a ellos. Eso no convertía al actual presidente en un pacifista, sino en alguien preocupado por las consecuencias de una escalada militar que se justificaba por sí misma a partir de vagas promesas similares a las escuchadas en otros conflictos. Algo muy similar a lo que había ocurrido en la guerra de Vietnam.
Obama recibió finalmente su informe con una nueva estrategia. No le gustó demasiado. Tampoco creía tener otras opciones. «Pero, en lo que empezaba a convertirse en un patrón, las alternativas eran peores». Ante una guerra, los que en EEUU apuestan por golpear con más fuerza llevan ventaja en el juego político. Pocos presidentes se atreven a sostener que las premisas están equivocadas. En febrero de 2009, antes de recibir el informe, Obama aprobó enviar otros 17.000 soldados y 4.000 instructores militares.
No pasó mucho tiempo hasta que en agosto, el nuevo general al mando de la guerra afgana, Stanley McChrystal, le entregó su análisis de la situación. De forma nada sorprendente –el éxito de la misión no dependía ya del número de soldados–, todo había ido a peor: «La situación en Afganistán era mala y estaba empeorando, ya que los talibanes se habían envalentonado y el Ejército afgano estaba débil y desmoralizado». McChrystal propuso una nueva estrategia contrainsurgente con un precio previsible: 40.000 soldados más, lo que llevaría el número total de tropas desplegadas a cerca de 100.000.
Hillary Clinton y Robert Gates, secretarios de Estado y Defensa, apoyaban el despliegue, así como el director de la CIA, Leon Panetta. Biden volvía a estar al otro lado. «Joe y un número considerable de asesores del Consejo de Seguridad Nacional veían la propuesta de McChrystal como el último intento de un ejército descontrolado por hundir más al país en un ejercicio fútil y sumamente caro de reconstrucción de una nación, cuando podíamos y debíamos concentrarnos en las campañas antiterroristas contra Al Qaeda».
Obama cuenta en el libro que compartía el escepticismo de Biden. No había garantías de éxito y el coste económico sería gigantesco (mil millones por cada mil soldados adicionales).
Los generales se pusieron a trabajar. A trabajarse a los medios, mejor dicho, con filtraciones y entrevistas en una forma poco disimulada de presión. Los senadores republicanos aprovecharon lo que Obama llama «el bombardeo mediático de los generales» para reclamar más soldados para Afganistán. En una tendencia que se repite con frecuencia, los grandes medios de comunicación se preguntaban si el joven presidente tenía lo que hay que tener, es decir, si podía enviar a más jóvenes a la guerra con el fin de sostener la reputación imperial de EEUU.
El jefe de Gabinete, Emanuel Rahm, un tipo acostumbrado al juego duro en política, comentó que, en sus años en Washington, «nunca había visto semejante campaña pública orquestada por el Pentágono» para condicionar a un presidente. Biden estaba furioso: «Es un puto escándalo».
Por muy indignados que estuvieran, la presión surtió efecto. Los militares obtuvieron 30.000 soldados más y el compromiso de que se intentaría que los aliados de la OTAN aportaran otros 10.000 que sustituyeran al mismo número de tropas que Holanda y Canadá iban a enviar de vuelta a casa. Como concesión, el Pentágono aceptó que se anunciara un calendario para el inicio de una retirada parcial de tropas en 18 meses.
Ahora es el turno de Biden, que se encuentra en la posición de haber heredado una derrota o al menos un resultado nada triunfante en una guerra que ya ha durado 19 años.
La Administración de Donald Trump firmó en febrero de 2020 el acuerdo de Doha con los talibanes que incluye la retirada norteamericana en mayo de este año. Eso estaba condicionado al fin de la violencia por los insurgentes, lo que no se ha producido. En los últimos meses de 2020, realizaron ofensivas sobre las ciudades del sur Lashkar Gah y Kandahar. Personas relevantes de la sociedad civil fueron asesinadas ese año en atentados aparentemente dirigidos a eliminar a futuros conatos de resistencia a un Gobierno fundamentalista.
Esas negociaciones de paz con los talibanes han creado una situación diferente a lo que había sido la apuesta derrotada de Biden en la Casa Blanca de Obama: una retirada que mantuviera a un número limitado de soldados que se dedicarían a la lucha contra Al Qaeda e ISIS. Eso puede ser inviable si continúa la apuesta por la salida diplomática iniciada en las conversaciones de Qatar.
La impresión más extendida tras escuchar a los nuevos altos cargos de Biden en Defensa y Estado es que la retirada en mayo parece ahora mucho menos probable, ya que no creen que los talibanes hayan cumplido su parte del acuerdo. Retrasarla supone aumentar el riesgo de un recrudecimiento de la guerra y el envío posterior de más tropas, lo que en principio no está en los planes del presidente.
En estos momentos, la cifra de soldados estadounidenses en Afganistán es de unos 2.500, la cifra más baja desde 2001 (eran 14.000 al final del primer año de la presidencia de Trump). Hay además 7.000 de otros países de la OTAN.
«¿Alguien piensa que marear la perdiz en Afganistán diez años más impresionará a nuestros aliados e infundirá miedo a nuestros enemigos?», preguntaba Obama en las reuniones con sus asesores en 2009.
Joe Biden tiene ahora la oportunidad de hacerse la misma pregunta.