Hay dudas razonables sobre si Casado ha leído algún libro de George Orwell

Y luego dicen que el BOE es aburrido. Este jueves, se publicó en el boletín oficial la «Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional». Desinformación. Una amenaza a la seguridad del país. Eso es importante. Alguien debería ocuparse y hacer que los militares y el CNI tengan algo que ver. Metes a un espía en la jugada y así tienes herramientas para frenar a los enemigos del Estado (aunque no se diga quiénes son).

Todo suena rutinario, no lo bastante como para que no haya que estar alerta, hasta que la oposición mete la cuchara. ¿Ven ese animal deambulando por la hierba buscando una sombra? Es un peligroso depredador. De ahí titulares como «Un comité de Moncloa vigilará a los medios y perseguirá lo que considere ‘desinformación'» o «La oposición carga contra el ‘Ministerio de la Verdad’ de Sánchez». Ah, George Orwell, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre.

Los gobiernos europeos se han ocupado los últimos años de mostrarse muy preocupados por la amenaza de la desinformación y las «fake news» (ya no emplean tanto este último nombre desde que Donald Trump se apropió de él). Después de las elecciones de EEUU en 2016, en Francia y Alemania entraron en estado de pánico pensando en sus comicios posteriores. Al final, nada ocurrió, o al menos nada que tuviera un efecto real en los resultados electorales. Desde entonces, la Comisión Europea ha adoptado estrategias y presionado a los gobiernos para que aumenten la vigilancia, en especial si la fuente de las posibles interferencias está en Rusia. Sigue leyendo

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Trump no es una aberración en la política de EEUU y otras historias de las elecciones

La muy probable victoria de Joe Biden, aún no confirmada por los resultados definitivos, puede llevar a muchos a pensar que Donald Trump no pasará de ser una locura pasajera en Estados Unidos. Lo cierto es que incluso si es derrotado, el presidente no es una aberración del sistema político norteamericano de la que sus compatriotas han tardado cuatro años en escapar. Frente a las encuestas y al impacto brutal de una pandemia que ha costado la vida al menos a 232.000 personas, Trump ha estado cerca de repetir el ajustado resultado que le dio la victoria en 2016. Ha recibido 4,6 millones de votos más que hace cuatro años de acuerdo con el escrutinio actual (es cierto que en unas elecciones que han tenido la mayor participación desde 1900).

Algunos, incluido este periodista, pensaban que Biden arrancaba con ventaja por el simple hecho de que no era Hillary Clinton. Eso no fue irrelevante, pero obviaba un hecho singular. Trump representa a los votantes republicanos, que son casi la mitad del país, tanto en sus aspiraciones en regresar a un pasado ideal («Make America Great Again») como por su rechazo a una sociedad que ya no es la de hace unas décadas y por su convencimiento de que mujeres, negros e inmigrantes deberían quejarse menos y conformarse con lo que tienen.

Trump no era ya en 2020 un candidato inesperado salido del mundo de la televisión y de los negocios. Alguien sin pasado político en el que el electorado pudiera volcar su frustración con el poder del Gobierno federal. En cerca de cuatro años, demostró lo que podía llegar a hacer y eso no fue ningún problema para muchos de los que le votaron en 2016 y otros más que no lo hicieron entonces. Incluso si tiene que regresar a vivir en la Trump Tower de Nueva York, Trump ha dejado una huella indeleble en la política de su país y en el Partido Republicano.

Trump no representa los auténticos valores de EEUU, solía decir Biden. Como titula Fred Kaplan en Slate, «quizá esto es lo que somos». El trumpismo no desaparecerá.

Ante la duda, demándalos

Trump no tardó mucho tiempo en denunciar un fraude del que que ya había hablado antes del día de la votación. En Twitter, sostuvo que su ventaja inicial «comenzó mágicamente a desaparecer» durante la noche electoral cuando se empezaron a llenar las urnas con votos falsos. Lo que había ocurrido es que en algunos estados el voto cumplimentado días antes o enviado por correo se contabilizaba después de las papeletas recibidas el martes. El mismo martes, los republicanos ya empezaron a presentar las primeras demandas con la esperanza de que lleguen hasta el Tribunal Supremo, donde los conservadores cuentan con una mayoría de seis votos a tres.

Fue una constante en su carrera empresarial. Ante cualquier discrepancia con un socio o competidor, su reacción inicial era ir a los tribunales. Si alguien le denunciaba por incumplimiento de contrato, él se querellaba contra él. La idea no era nunca ganar el juicio, sino convertir el proceso en una maraña interminable en la que al rival sólo le quedaba la opción de llegar a un acuerdo extrajudicial para poner fin a la tortura. En 30 años, participó o apareció en 3.500 demandas en los tribunales. Su gran mentor jurídico fue Roy Cohn, que años antes había sido el principal asesor del senador Joseph McCarthy, el protagonista de la caza de brujas. «Que se joda la ley. ¿Quién es el juez?», solía decir Cohn.

En ese sentido, Trump no es un elemento extraño en la política de EEUU. Por algo los abogados son una de las profesiones más odiadas en ese país. En el peor de los casos para él, siempre podrá decir que sólo un fraude masivo le privó de la victoria que se merecía, como tenían preparado en el periódico propiedad de Charles Foster Kane.

Un sistema disfuncional

Los demócratas han conservado la mayoría en la Cámara de Representantes, pero todo parece indicar que seguirán estando en minoría en el Senado. El sistema político norteamericano está diseñado para un bipartidismo en el que los dos grandes políticos sean capaces de llegar a acuerdos sobre cuestiones básicas. Eso ya forma parte del pasado. La crispación que se inició con la feroz oposición republicana a Bill Clinton en los 90 es ya un rasgo esencial del sistema. Con una carrera de décadas en el Senado, Biden es un hombre de una época muy anterior. Intentará aproximarse a republicanos moderados que ya no existen y fracasará en el intento, como le ocurrió a Barack Obama.

Los límites de la coalición de la diversidad

La doble victoria de Obama llevó a pensar que los demócratas habían construido una coalición interracial ante la que los republicanos estaban llamados a estrellarse en el futuro. El porcentaje de norteamericanos de raza blanca no hacía más que descender. Obama ganó en 2008 con el 43% del voto de los blancos y el 39% en 2012. No necesitó más. La victoria de Trump puso en duda esa hipótesis. Las peculiaridades raciales de EEUU arrojan a veces conclusiones difíciles de entender. Por ejemplo, un estudio descubrió que entre un 20% y un 25% de los estadounidenses que se oponían a las parejas de personas de razas diferentes votaron a Obama en 2008.

Si como parece Biden se convierte en presidente, habrá sido posible gracias a mejorar los resultados de Clinton en 2016 en el Medio Oeste y haber recuperado la confianza de una parte de los votantes de raza blanca sin estudios universitarios. De ahí sus buenos resultados en Pennsylvania –donde aún no está claro el ganador–, Michigan y Wisconsin, así como su inesperada victoria en Arizona, un Estado muy conservador. El último demócrata que ganó allí fue Bill Clinton en 1996, y sobre todo gracias a las votos que Ross Perot le quitó a Bob Dole. La victoria demócrata anterior fue la de Harry Truman en 1948.

Contra los pedófilos adoradores de Satán

Muchos votantes de Trump considerarán que la victoria de Biden será ilegítima. Trump se ocupará de recordárselo de forma periódica. Nadie se aprovechará más de eso que los adictos a las teorías de la conspiración, como ya sucedió en los mandatos de Clinton y Obama. Entre ellos, destacan los creyentes en QAnon, que afirman que existe una red global de pedofilia al servicio de los poderosos, así como que el «Estado profundo» (Deep State) estaba intentando acabar con Trump. El presidente los llamó «gente que ama a nuestro país». Ahora tienen a un valedor en el Congreso con la republicana Marjorie Taylor Greene, que ha conseguido un escaño en Georgia con el 74% de los votos en su circunscripción. De ella son conocidos sus comentarios despectivos sobre negros, judíos y musulmanes. En una ocasión, dijo que QAnon era «una oportunidad única en la vida para sacar a esta camarilla global de pedófilos adoradores de Satanás».

Quizá en España debería sorprender menos la irrupción de esta mujer. A fin de cuentas, el líder de la tercera fuerza política del país dijo que el coronavirus fue enviado por China para contagiar a todo el planeta.

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Elecciones Estados Unidos: Trump contra Biden

5.25
Era una posibilidad. Ahora es seguro. Los tres estados clave del Medio Oeste –Pennsylvania, Michigan y Wisconsin– no acabarán su escrutinio y tendrán que esperar a la mañana del miércoles, hora de EEUU. Será entonces cuando tengan que comprobar los votos ausentes (absentee ballots), el sistema utilizado por los votantes que no pueden desplazarse a su colegio electoral asignado. Esa es una materia prima muy tentadora para los abogados del candidato que quiera dificultar el escrutinio de esos votos por razones legales.

En Pennsylvania, los abogados republicanos consiguieron que los condados no pudieran procesar todos esos votos, que en estas elecciones han sido muchísimos, hasta el mismo día de las elecciones. No se trataba de empezar antes el recuento, sino de comprobar que cumplían las condiciones legales.

Como por otro lado ya se sabía que podía pasar si el resultado era muy igualado, el desenlace de las elecciones deberá esperar a los próximos dos o tres días, con la salvedad de que las demandas judiciales podrían retrasar aun más la comunicación oficiosa del veredicto de las urnas por los estados.

Ohio parece firmemente colocada en la columna de Trump. En Carolina del Norte, al 95%, Trump cuenta con una pequeña ventaja que va aumentando lentamente. En Pennsylvania, el republicano continúa ampliando la diferencia, aunque falta la mitad del escrutinio por hacer y ya sabemos que no acabarán hoy. Lo mismo pasa en Michigan, donde una parte muy importante de Detroit, bastión demócrata, está por contabilizar.

Biden va por delante en Arizona, que le puede resultar fundamental si al final pierde en Pennsylvania. Fox News ya ha dado por hecha la victoria del demócrata en ese Estado, una decisión que ha sido criticada por la campaña de Trump. Y hay dos votos electorales que puede rascar en dos distritos de los estados de Nebraska y Maine.

Los abogados ya están preparando los recursos que presentarán ante los tribunales.

4.30
Paso a paso, Estado a Estado, Trump ha pasado de la posición vulnerable del principio a una más sólida, tanto que a esta hora han aumentado las posibilidades de que gane. En Ohio, se empezó escrutando el voto anticipado y por correo, lo que permitió a Biden obtener una sólida ventaja. Después tocaba el voto presencial del día, la opción más elegida por los republicanos. Los efectos han sido inmediatos. Trump ha enjugado la diferencia y ha rebasado a gran velocidad a su rival. Al 74% del escrutinio, supera a Biden en cinco puntos.

Una victoria en Ohio obligaría a Biden a ganar en Pennsylvania, y eso contando con que también gane en Michigan y Wisconsin, que es exactamente lo que no pudo hacer Clinton hace cuatro años. Ahora ni siquiera se puede dar por seguro.

En Pennsylvania, el escrutinio está en torno al 30% con una ventaja de Trump de ocho punto. Es demasiado pronto, pero hay datos de algunos condados que indican que Trump está allí tan fuerte como en 2016. Es el caso de este condado fronterizo con Ohio.

En cualquier caso, un resultado igualado en Pennsylvania haría imposible probablemente que el resultado de las elecciones se conociera esta noche, al quedar pendiente para el miércoles el escrutinio del voto por correo. Las normas del Estado permiten aceptar los votos por correo que lleguen en los tres días siguientes.

Hay un Estado que puede poner en peligro esta tendencia favorable a Trump. Es Arizona, donde ahora va por delante. ¿El desenlace más inaudito? Si Trump gana en Ohio y Pennsylvania, pero no en Michigan y Wisconsin, y Biden da la sorpresa en Arizona, el resultado final podría ser un empate a 269 votos electorales.

2.20
Para entender los resultados en Florida, donde Trump ha mejorado mucho sus números de hace cuatro años en el condado de Miami-Dade, se puede recordar lo que contaba Politico en septiembre alertando del diluvio de desinformación y teorías de la conspiración que circulaban entre la comunidad latina: ‘This is f—ing crazy’: Florida Latinos swamped by wild conspiracy theories. El artículo empieza así:

«George Soros dirige un red global de conspiración basada en el’Estado profundo’ (deep state). Una victoria de Joe Biden pondría a América bajo el control de «judíos y negros». El candidato demócrata tiene un problema con la pedofilia. Desinformación salvaje de este tipo está inundando a los habitantes hispanohablantes del sur de Florida antes de las elecciones, llenando sus chats de WhatsApp, los posts de Facebook e incluso los programas de radio hasta un nivel de saturación que podría afectar el resultado del Estado clave más disputado».

Los nuevos medios en lengua española, algunos muy centrados en la crisis de Venezuela, han servido de canal de comunicación preferente para todo tipo de teorías conspirativas dirigidas contra los demócratas.

1.50
Biden ya está comprobando lo difícil que es ganar en Florida. El escrutinio ya supera el 75% y le da una ventaja de un punto, aunque algunos de esos resultados tienen un aire preocupante para el demócrata. Hasta el punto de que lleva una ventaja de nueve puntos en el condado de Miami-Dade, un baluarte tradicional de los demócratas. Eso parece bueno. No tanto si vemos lo que pasó hace cuatro años. Hillary Clinton le sacó 29 puntos de diferencia a Donald Trump. En los últimos meses, varios medios de EEUU informaron de que el presidente iba a ver reforzados sus números en la comunidad latina de esa zona por el creciente apoyo de los jóvenes cubanoamericanos. El dato de Miami-Dade conocido hasta ahora confirmaría esa tendencia.

Hay que recordar que ganar en Florida es absolutamente esencial para Trump, pero no para Biden.


Todas las noches electorales de las elecciones de Estados Unidos son muy largas. Para nosotros, que estamos como mínimo a seis horas de distancia. La noche de 2020 está en condiciones de batir récords, porque podría durar días o semanas. Si hay un pronóstico que se ha extendido, a pesar de la clara ventaja de Joe Biden en las encuestas, es que el resultado definitivo quizá no se conozca hasta la mañana del miércoles o más adelante. Ayuda bastante el hecho de que Donald Trump no reconocerá su derrota a menos que la diferencia en los estados clave sea muy clara.

Pero podría no ser así. Quién sabe lo que puede ocurrir en las urnas. Los pronósticos que apuntan los sondeos llevan encima la losa de 2016. No es que entonces fallaran de forma estrepitosa. A fin de cuentas, Hillary Clinton sacó más de dos puntos de diferencia a Trump en el voto popular. Pero en el colegio electoral Trump obtuvo la victoria por una distancia mínima –77.000 votos de diferencia– gracias a los triunfos en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin.

Por tanto, para saber si Biden puede ganar ahora, sólo hay que dar la vuelta a ese desenlace. Recuperar el apoyo de esos tres estados sería suficiente para él. No es tan fácil como suena. Sí que tiene al alcance Michigan y Wisconsin. Pennsylvannia es más complicada.

En esta noche, como en tantas otras de las últimas dos décadas, el primer umbral será Florida (21 millones de habitantes). Con Florida, ninguna encuesta puede arrojar seguridad desde hace tiempo. Obama ganó allí en 2008 y 2012 por 2,8 y 0,6 puntos de diferencia. Trump lo hizo por 1,2 puntos. Son diferencias por debajo del margen de error de cualquier sondeo. Ahora ambos candidatos llegan al día de elecciones en situación de empate técnico. Esa es la primera pelota de partido. Si Trump pierde en Florida, tiene casi imposible llegar a los 270 votos electorales necesarios. Si Biden es derrotado, aún tiene otras opciones.

A partir de ahí, todo se vuelve más confuso. Aquí podéis leer las horas en las que es posible que se vayan conociendo los números de cada Estado en función del cierre de los colegios, así como las opciones de cada candidato: dónde necesita ganar.

Nate Cohn, del NYT, ofrece aquí su guía de la noche. De nuevo, podemos fijarnos en las horas. A la una de la mañana, hora española, se cierran los colegios en la mayor parte de Florida, pero no en el Panhandle, la zona norte más conservadora, que vota hasta una hora más tarde. Florida escruta antes los votos anticipados y recibidos por correo, lo que dará información interesante sin necesidad de esperar toda la madrugada.

Es interesante seguir la cuenta de Cohn en Twitter. En 2016, desveló antes que otros que los resultados de Clinton en esos tres estados del Medio Oeste antes citados eran peores que los de Obama en algunos condados que eran muy relevantes, con lo que tenía serios problemas para alcanzar la victoria. Como así se comprobó poco después.

Pongamos que Trump gana en Florida y mantiene vivas sus esperanzas. En torno a esa hora, cierran los colegios en Carolina del Norte y Georgia, estados importantes. El primero era bastante hostil para los demócratas hasta hace doce años. En 2008 demostró que también podía votar a un demócrata, pero por muy poco (Obama por 0,32 puntos). Romney dio la vuelta cuatro años más después y ganó por dos puntos. Trump amplió la diferencia en su favor: 3,6 puntos. Trump y Biden llegan también empatados a este Estado. Si Trump gana en Carolina del Norte, Biden no está perdido, pero sus partidarios empezarán a sudar.

Georgia es un Estado que estaba hasta no hace mucho fuera de las posibilidades de los demócratas en unas elecciones presidenciales. Obama perdió allí por una diferencia clara en las dos ocasiones. Clinton también. Pero resulta que las encuestas vuelven a poner muy igualados a Trump y Biden. Este quizá sea un caso en que los sondeos han sido demasiado optimistas con el demócrata. Evidentemente, si Trump pierde en Georgia, significa que va a ser barrido en la mayor parte del país.

Ohio está en esa franja horaria y además ofrece un panorama intrigante. Al igual que con Florida, es un Estado en el que Trump necesita repetir su victoria de hace cuatro años. Obama venció allí, pero Clinton fue derrotada de forma rotunda. Una vez más, la media de los sondeos no ofrece ahora un desenlace claro.

Biden debería demostrar en Ohio que es un candidato muy diferente a Clinton a la hora de captar el apoyo de la clase trabajadora de raza blanca. Aquí hay que destacar que en realidad deberíamos hablar de blancos sin estudios universitarios –una precisión a la que no bajaron en detalle muchos sondeos de 2016–, entre los que por tanto hay que incluir pequeños empresarios y autónomos. Por alguna razón, muchos analistas creen que Biden mejorará el resultado de Clinton, pero no hasta el punto de ganar.

Llegamos a las dos de la mañana, hora española, y nos topamos con Pennsylvania, y es ahí donde empiezan nuestros problemas si no queremos pasar la noche en blanco para nada. Porque es muy posible que los resultados no se conozcan allí esta noche o ni siquiera al día siguiente en el caso de que todo sea muy igualado. Las normas del Estado hacen que tenga prioridad el recuento de los votos emitidos el martes. Al igual que en otras zonas del país, los votantes demócratas han apostado por el voto anticipado o por correo. La mayoría de los republicanos han preferido esperar al martes 3 de noviembre. En este punto, nos quedará confiar en los periodistas norteamericanos que saben qué condados son los más significativos a la hora de comparar los resultados con los de 2016. Sin saber cuál será el resultado final, un descenso de votos de Trump en algunos lugares se podrá convertir en una pista muy interesante.

En el caso de que esos resultados parciales hagan pensar en una victoria de Trump, los votantes de Biden aumentarán su ritmo cardíaco. Pongamos que Biden recupera para los demócratas Michigan (16 votos electorales) y Wisconsin (diez), pero pierde Pennsylvania (20). Necesita compensar esa pérdida en otros lugares y las opciones empiezan ya a escasear.

Una posible alternativa sería Arizona (cierre: tres de la mañana), otro lugar en teoría improbable para una victoria demócrata. Obama fue derrotado allí dos veces, aunque Clinton mejoró sus resultados. ¿Qué han terminado diciendo ahora las encuestas? Sí, es lo que estaban pensando, un empate técnico. Si la victoria de Biden depende de lugares como Arizona, a esa hora de la noche a los demócratas ya no les quedarán uñas que morder.

Si las diferencias son escasas y Trump cree que puede ganar en Pennsylvania, litigará en los tribunales hasta que se congele el infierno. Lo ha dejado cristalino. Pero tampoco hay engañarse. Biden hará lo mismo.

Al final, parece que las posibilidades de Biden no son tan buenas como dicen los sondeos. Quedémonos con una idea no muy sofisticada. Trump tiene muchas pelotas de partido que salvar, muchos estados en que la derrota le deja casi eliminado. Eso es mal augurio en una noche electoral. Si vives en el alambre electoral, te terminas cayendo.

Pero, claro, aún es pronto para saberlo.

Foto: seguidores de Trump hacen gestos no muy cariñosos a un grupo de coches de partidarios de Biden en Miami.

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Técnica de un golpe de Estado en EEUU

Mucho antes de que se conozcan los resultados oficiales o de que se haya terminado el recuento de votos, es sencillo saber quién ha ganado las elecciones en EEUU. Sucede cuando las proyecciones de los medios de comunicación anuncian que un candidato superará la cifra de 270 votos electorales que le concederá la presidencia. Poco después, el candidato derrotado realiza un discurso («concession speech») en el que admite esa realidad que técnicamente aún no se ha producido. El gesto voluntario permite que la transición hasta el 20 de enero –si hay un cambio en el partido en el poder hasta que el vencedor toma posesión del cargo– se realice de forma pacífica, casi rutinaria.

Van Jones, doctor en Derecho y activista por el medio ambiente que ocupó un cargo de asesor en la Administración de Obama, ha grabado una charla TED (subtítulos en inglés) en la que plantea otra hipótesis que, si bien poco probable, no es imposible en las elecciones de este martes. ¿Qué pasaría si Trump no admitiera su derrota en el caso de que se produzca? ¿Tiene opciones legales para boicotear el proceso de recuento o interrumpirlo en el momento que le sea favorable antes de que se hayan escrutado todos los votos por correo?

La Constitución establece, según explica Jones, que en caso de que ningún candidato alcance los 270 votos electorales, sea la Cámara de Representantes la que decida el ganador. No votando de forma individual, sino por estados. Eso serviría para asegurar la reelección de Trump. Es lo que Van Jones llama «un golpe legal». Por eso, reclama que la gente salga a la calle de forma pacífica para protestar contra lo que considera que sería un fraude constitucional. Entre otras cosas, porque es muy probable que Trump consiga menos votos que Biden.

Todo suena un tanto exagerado, pero fue Trump el primero que dijo que las elecciones iban a estar manipuladas por el fraude en el voto por correo sin tener pruebas que le respalden. Eso ha hecho que muchos medios hayan sacado artículos bajo la premisa de qué podría pasar si el presidente no admite una posible derrota. A eso hay que sumar lo que ya se da por hecho: un ejército de abogados ha sido desplegado por ambos partidos en Florida y otros estados con el portátil preparado para presentar las demandas necesarias. Puede ser para solicitar un nuevo recuento, para impedirlo o para anular un grupo de votos sospechosos.

Los republicanos cuentan con la ventaja de contar con mayoría en el Tribunal Supremo. Eso fue muy útil en el año 2000.

Este tuit, difundido en la víspera de la jornada electoral y que ha sido marcado como engañoso por Twitter, es una vuelta de tuerca diferente. Se refiere a la decisión del Tribunal Supremo de no impedir que en Pennsylvania se haga como en comicios anteriores y se escruten los votos por correo llegados en los tres días posteriores al martes. El tono es alarmista como mínimo al predecir que habrá «violencia en las calles».

Trump ya utilizó fuerzas federales de policía para intervenir en algunas ciudades, en especial Portland, contra los manifestantes que protestaban contra el racismo institucional en la policía. Si hiciera lo mismo ahora, sería un buen ejemplo de eso que se ha llamado autogolpe, es decir, utilizar fuerzas policiales con la misión de evitar el cumplimiento de la ley.

Quizá todo se quede en una batería de tuits enfurecidos. Lo que es seguro es que Trump ha conseguido que la política norteamericana se convierta en un desquiciado pozo de especulaciones. Es un principio básico de la guerra psicológica conseguir que el adversario pierda los nervios y se convenza de que se enfrenta a una fuerza que se impondrá a cualquier precio.

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Robert Fisk y los periodistas que corren hacia el volcán

Robert Fisk siempre tenía muy claro qué es lo que debía contar. A veces, demasiado claro, pero esa es una tendencia muy habitual entre periodistas británicos. En algún lugar de Oriente Medio, alguien estaba intentando ocultar algo o que quedara enterrado bajo la montaña habitual de versiones, acusaciones o denuncias cruzadas. Los gobiernos eran el sospechoso habitual para él, un pronóstico con el que pocas veces te sueles equivocar.

Fisk recordaba obsesivamente la historia –no la de los últimos años, sino la que se prolongaba en el tiempo hasta la época en que los imperios británico y francés se repartieron sus zonas de influencia a través de la línea Sykes-Picot o el día en el que el rey saudí Abdul Aziz subió al barco USS Murphy para reunirse con Roosevelt– con la intención de avisar de que algo iba a acabar mal. Otros afirmaban que esta vez sería diferente. Tratándose de Oriente Medio, no es difícil saber quién estaba equivocado.

El periodista británico ha fallecido a los 74 años en una de sus visitas a Dublín. Su carrera es un recorrido por todas las guerras de Oriente Medio desde los años 70 y algunas en otras partes del mundo.

En el prólogo de su mejor libro ‘Pity the Nation. Lebanon at War’, ofrecía un apunte de lo que entendía como trabajo periodístico en esas condiciones:

«Creo que estaba en Líbano porque creía, de una forma no muy clara, que estaba siendo testigo de la historia, que vería con mis propios ojos una pequeña parte de los épicos acontecimientos que habían dado forma a Oriente Medio después de la Segunda Guerra Mundial. En el mejor de los casos, los periodistas se sitúan en los límites de la historia, como los vulcanólogos que se colocan en el borde de un volcán humeante, intentando ver por encima de la cresta, estirando el cuello para otear lo que ocurre dentro a través del humo y la ceniza. Los gobiernos se ocupan de que eso no cambie. Sospecho que de eso se trata en el periodismo, o que al menos así debería ser: observar y ser testigo de la historia y después, a pesar de los peligros y las limitaciones de nuestras imperfecciones humanas, registrar todo eso de la forma más honesta».

Antes había cubierto para The Times el conflicto del Ulster, donde había comprobado cómo el colonialismo deja heridas que pueden escupir sangre durante décadas o incluso siglos. En Beirut cubrió la permanente guerra civil desde sus orígenes y todas las intervenciones militares de potencias extranjeras, asumiendo grandes riesgos en los años 80 cuando los periodistas extranjeros eran candidatos automáticos al secuestro. Su amigo, el norteamericano Terry Anderson, de AP, pasó seis años y nueve meses secuestrado por una milicia chií proiraní. Llegó un momento en que sólo quedaban cuatro periodistas de medios occidentales en Beirut. Fisk era uno de ellos.

Cubrir esa guerra suponía ser testigo de un horrible catálogo de atrocidades. Otro de esos reporteros, el boliviano Juan Carlos Gumucio, que años después sería corresponsal de El País en Jerusalén, le acompañó en un viaje a Sidón donde se había descubierto otra fosa común llena de cadáveres. Gumucio hizo uno de esos comentarios típicos de él, entre irónico y desesperado: «¿Somos reporteros o analistas? Creo que me voy a convertir en un corresponsal de fosas comunes». Luego comprobaron que los huesos se remontaban a dos mil años atrás. Fue un inusual ejemplo de cómo el pasado se reunía con el presente, porque Fisk y Gumucio habían sido testigos de enterramientos masivos de otras víctimas más recientes.

Fisk fue de los primeros que entraron en el campamento de Chatila, habitado por refugiados palestinos, poco después de que lo abandonara la milicia falangista aliada de Israel. Lo que vieron primero fue un número infinito de moscas atraídas por la sangre. Muy pronto, descubrieron las consecuencias de la matanza que, junto a la ocurrida en el campamento de Sabra, definió las consecuencias de la invasión de Israel. Para vengar el asesinato de su líder, Bashir Gemayel, los falangistas asesinaron a sangre fría a entre mil y dos mil palestinos de forma metódica, con cuchillos, pistolas y fusiles, a jóvenes, mujeres, niños y abuelos, mientras las tropas israelíes contemplaban lo que sucedía desde sus puestos de observación en el exterior del campamento.

«Lo que encontramos en el campamento palestino de Chatila a las diez de la mañana del 18 de septiembre de 1982 no hacía imposible su descripción, aunque hubiera sido más fácil contarlo con la prosa fría de un examen forense. Había habido antes masacres en Líbano, pero raramente a esta escala y nunca observados de cerca por un Ejército regular y supuestamente disciplinado. En el pánico causado por la batalla, decenas de miles de personas habían muerto en este país. Pero esta gente, centenares de ellos, había sido eliminada a tiros cuando estaba desarmada. Esto era un asesinato en masa, un incidente –qué fácilmente usábamos la palabra ‘incidente’ en Líbano– que era también una atrocidad. Iba más allá de lo que los israelíes habrían llamado en otras circunstancias una atrocidad terrorista. Era un crimen de guerra».

En 2019 en el documental ‘This Is Not a Movie’ dedicado a su trabajo, recordó esa visita a Chatila y en The Independent dejó clara una lección: hay que escribir en detalle sobre esas matanzas para que años después la gente no las llame ‘supuestas matanzas’.

El periodista fue testigo de otras muchas masacres, y de las consecuencias que tuvieron. Estuvo en Siria cuando el Ejército aplastó la rebelión islamista en la ciudad de Hama en 1982. O en Afganistán donde el Ejército soviético bombardeaba los pueblos donde el mando militar creía que se escondían los muyahidines.

Fisk reunió toda una vida de trabajo en ‘The Great War for Civilisation: The Conquest of the Middle East’, un libro inmenso de más de mil páginas. Su extensión casi abruma al lector. Ahí volcó todo lo que había visto. Un periodismo para el que había que ser neutral, pero siempre «del lado de los que sufren». Eso te obliga a contar la verdad. Al menos, la parte de la verdad a la que tienes acceso.

Nunca fue muy popular para los gobiernos, empezando por el británico. Cómo iba a serlo si no se privaba de contar que Gran Bretaña aportaba a Arabia Saudí todo lo que necesitaban sus gobernantes: aviones de guerra, whisky y prostitutas. Sin hacer preguntas. Fisk se convirtió en un símbolo del periodista que destaca que las ocasiones en que un país occidental se ve castigado por el terrorismo que tiene su origen en Oriente Medio no acarrean más dolor que las muchas otras violencias de las que esos mismos países son responsables, bien por su pasado imperial o por las guerras iniciadas en el presente o el apoyo a regímenes dictatoriales a los que se sostiene por ser presuntamente el mal necesario, como está ocurriendo ahora en Egipto.

Ningún periodista está libre de cometer errores ni todas sus predicciones suelen cumplirse. Fisk los tuvo, porque no siempre el desenlace de un conflicto es el prólogo del siguiente. La historia no siempre se repite en cada país en calidad de maldición. En los últimos años, ya no veía los problemas de Líbano con los ojos distanciados de un reportero extranjero, sino como alguien que llevaba viviendo décadas en el país y ya no podía ocultar los sesgos normales. Ya no era un testigo, sino una parte interesada, como cualquiera de sus habitantes.

Pero muchos de los que le criticaron a partir de año 2000 no pueden presumir de haber estado más acertados que él después del derrocamiento de un dictador criminal como Sadam Hussein. Su experiencia como reportero es la que le sirvió para señalar que la invasión de Irak por EEUU sólo iba a perpetuar la violencia o a prolongarla con actores diferentes.

Es indudable que Fisk se acercó al volcán mucho más que los que le criticaban. Allí vio que la violencia ha sido una de las grandes herramientas de la historia en manos de los que tienen el poder. Y se ocupó de contar lo que vio para impedir que otros dijeran después que esos hechos no habían ocurrido.

From Beirut to Bosnia: The Martyr’s Smile. Primera parte. Un documental dirigido por Robert Fisk. Segunda parte: The Road To Palestine. Tercera parte: To the Ends of the Earth.

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Los números confirman que la pandemia ha matado a Trump

Se acaba el tiempo para Donald Trump. La pandemia ha reducido al mínimo sus posibilidades de reelección. Se encuentra en una situación en la que ningún candidato ha sobrevivido en tiempos recientes. Aquella en la que debe ganar en casi todos los estados en los que está unos puntos por detrás o en empate técnico con su adversario. Ganará en varios de ellos, pero no en todos.

Un indicio de esa derrota probable es su reacción de las últimas semanas. «La pandemia acabará pronto», dijo el 20 de octubre. En los mítines, comentó que la enfermedad no era para tanto y se presentó a sí mismo como ejemplo, alardeando de que estaba mejor que antes de contagiarse. Desdeñó las opiniones del doctor Anthony Fauci y sus pronósticos pesimistas. Dijo para desprestigiar al candidato demócrata que «Biden escuchará a los científicos», como si fuera un defecto que descalifica a un político.

Este viernes, EEUU tuvo 100.233 nuevos casos contabilizados en un solo día, según un recuento de Reuters, superando el récord anterior que se había alcanzado justo 24 horas antes. Este mes se ha rebasado cinco veces en los últimos diez días la cifra diaria más alta de contagios que se remontaba al mes de julio. 230.000 personas han muerto por Covid-19 en EEUU desde el inicio de la crisis.

La negación de la realidad es una estrategia electoral que raramente suele funcionar.

La otra herramienta en la que confía el presidente es reducir el número de votantes. Es una tradición de los republicanos, siempre dispuestos a hacer que votar sea más difícil en aquellos lugares que no les son propicios. El centro de sus mayores esfuerzos está en Pennsylvania, un Estado sin el que no puede ganar las elecciones. La estrategia se centra en el voto por correo, al igual que en otros estados. Por ley, esos votos no pueden ser contabilizados allí hasta el día de las elecciones. Los republicanos han bloqueado los intentos de agilizar el proceso antes del 3 de noviembre, por ejemplo, sacando los votos de los sobres, comprobar que cumplen los requisitos y tenerlos preparados para el recuento del martes. Eso hace que sea muy difícil que los resultados de Pennsylvania se conozcan en la noche de ese día.

Pennsylvania contaba hasta junio con 8,6 millones de votantes registrados. Hasta el pasado viernes, 2,2 millones ya habían votado, bien de forma presencial o por correo. De estos últimos, 1,5 millones son votantes registrados como demócratas y 520.000 son republicanos. Las cifras de voto anticipado en todo el país son inmensas –90 millones hasta el sábado–, lo que coloca al sistema electoral norteamericano ante una situación inédita (en Texas ya han votado más personas que todas las que lo hicieron en 2016).

Trump ganó en Pennsylvania hace cuatro años por una diferencia de 44.000 votos.

Primero, Trump realizó una serie de declaraciones para desprestigiar el sistema de votación de su propio país. No hacía más que insistir en que el fraude estaba muy extendido y que podían robarle la victoria. Ahora ya no oculta que su gran esperanza pasa por la combinación de demandas judiciales y la colaboración de Tribunal Supremo. En un tuit reciente, recordó a sus jueces que «si ayudan a hacer posible» la victoria de Joe Biden, el demócrata llenará el tribunal con jueces de la «izquierda radical».

En un mitin en Pennsylvania este fin de semana, Trump siguió en esa línea con un toque sarcástico. «Si ganamos el martes, muchas gracias, Tribunal Supremo, poco después…».

El único aspecto que pone en duda la victoria de Biden es el porcentaje de nuevos votantes que se decida por uno u otro candidato. La polarización política ha tenido una consecuencia quizá no inesperada. Puede ser una de las elecciones con mayor índice de participación de las últimas décadas. Un gran número de personas que no votaron en 2016 tiene la intención de hacerlo ahora. Trump ha conseguido crear un nuevo tipo de votante, uno no especialmente dispuesto a apostar antes por un candidato republicano. Pero los demócratas también han aumentado de forma sustancial el número de personas que se han registrado como votantes del partido y además confían en recibir un amplio porcentaje de votantes independientes.

Una vez más, el destino de Trump depende de un apoyo masivo en el Medio Oeste de los votantes blancos sin título universitario, no necesariamente de clase trabajadora. En 2016, consiguió entre ellos una inmensa ventaja de 32 puntos sobre Hillary Clinton en Pennsylvania, absolutamente decisiva en su victoria final con un resultado apretado. Según la última encuesta del NYT, Trump supera a Biden en sólo 13 puntos entre esos votantes.

La media de sondeos de RealClearPolitics concede a Biden una ventaja de 7,8 puntos. El modelo de FiveThirtyEight sólo da a Trump un 10% de posibilidades de ganar (con lo que su victoria no sería imposible, pero altamente improbable). Si las encuestas se desviaran del resultado final tanto como en 2016, incluso así ganaría Biden. Eso es así, porque Biden mejora los números de Clinton de hace cuatro años y Trump no está a la altura de los suyos entonces.

Quizá la clave no esté tanto en los números. La gran diferencia es que se ha producido una pandemia. Trump hizo como si no existiera y luego dijo que pasaría rápidamente. Y todos sabemos que eso no ha ocurrido.

Foto: la escultura ‘Trump y Miss Universo’ expuesta en una galería en el Soho, Londres.

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Sánchez apuesta por el papel de presidente menguante

Habían pasado 45 minutos desde el comienzo del pleno y Pedro Sánchez ya había tenido suficiente. Una vez que Salvador Illa finalizó su intervención en nombre del Gobierno para solicitar la prórroga del estado de alarma, el presidente se levantó de su escaño en torno a las 9.45 horas y abandonó la Cámara. Ni se molestó en escuchar a Pablo Casado. Debía ocuparse de sus labores. ¿Tenía pendiente plancha o la colada? ¿La conciliación? No, supuestamente debía preparar la cumbre europea telemática que se celebraba cerca de nueve horas más tarde. Será que lee los informes con muuuucha lentitud.

Formaba parte de la estrategia de Moncloa de separar a Sánchez de la respuesta legal que ha planteado su Gobierno para encarar la segunda ola del coronavirus. En primer lugar, se encargó al ministro de Sanidad que defendiera la propuesta en el pleno. Luego, Sánchez ni se dignó a estar presente en toda la sesión.

Si se pretendía ahorrarle el desgaste, es un mal augurio. Significa que ya no se siente tan fuerte como para defender su mensaje. O quizá es que los experimentados expertos en comunicación política de Moncloa comienzan a ofrecer síntomas de agotamiento.

No fue sólo la oposición quien protestó por su absentismo. Varios portavoces de partidos que apoyaron la prórroga se lo reprocharon. Inés Arrimadas tuvo la ocasión de recordar el bolso más famoso de la historia del parlamentarismo español, el que Soraya Sáenz de Santamaría dejó en el escaño de Mariano Rajoy cuando este celebró su inminente derrota en la moción de censura con la sobremesa más larga que se recuerda. Carmen Calvo no cometió ese error. A cambio, Adriana Lastra, portavoz socialista, se sentó en la butaca vacía en algún momento para conversar con la vicepresidenta.

Sánchez no fue el único que tenía otras cosas que hacer. A media mañana, todo el banco azul estaba vacío, a excepción de Illa y de Carolina Darias. Si la situación es tan dramática y el estado de alarma es tan esencial, ¿quién dio en Moncloa la consigna de que la asistencia era optativa?

Por ahí empezó Casado a criticar a Sánchez en la intervención en la que anunció que el PP se abstendría en la votación: «Qué envidia observar a Angela Merkel y a Emmanuel Macron dirigirse a la nación para liderar la lucha contra la pandemia». En realidad, el presidente francés pronunció una intervención televisiva, que es lo que le encanta a Sánchez, pero en Francia el presidente no va al Parlamento a defender sus iniciativas. Merkel sí lo hizo este jueves después de pactar las medidas con los presidentes de los ‘Länder’.

Casado se enfrentaba a una tarea complicada. Elogiar a Merkel y Macron por su protagonismo, pero sin respaldar de forma específica sus medidas más drásticas, que en el caso de Francia suponen restricciones a la actividad económica mayores que las existentes en España. Lo segundo le hubiera obligado a dejar en evidencia al Gobierno madrileño de Isabel Díaz Ayuso, cuya última invención mágica es el cierre de la comunidad por días y sólo durante los puentes de noviembre. No tiene base legal para ello, aunque al final el Gobierno lo autorizó.

Todo da un poco igual, porque la prioridad de Ayuso es hacer de punta de lanza contra Sánchez. Después están las consideraciones económicas y en tercer lugar las medidas sanitarias. Ciudadanos se queja en privado de estas «absurdas maniobras victimistas» de su aliada en el Gobierno regional, pero en público no se atreven a tanto.

Casado insistió en dar información falsa sobre las respuestas legales en otros gobiernos de Europa. Lleva meses haciéndolo. «Esto no lo hace ningún país europeo. Hay que salir de la excepcionalidad», dijo sobre el estado de alarma. Macron acaba de decretar un estado de emergencia, que ya estuvo en vigor en la primavera. Italia ha ido prorrogando el suyo desde entonces y ahora su Gobierno pretende alargarlo hasta enero. Los medios de comunicación han informado ampliamente de estas noticias, pero Casado no se da por enterado.

El ministro de Sanidad puso fin al trato diplomático que ha dado a la oposición en la mayoría de sus intervenciones. No es que Illa enfadado sea como Hulk. Esta vez, sí entró en el plano personal contra Casado y metió el dedo en la herida que se ha abierto entre el PP y Vox. Para dudar de ella. «Esto se ha convertido en unas primarias de la derecha. Entre usted y el señor Abascal. Pili y Mili», le acusó con el fin de volver a situarlo junto a la extrema derecha.

Sobre este punto, Mili –es decir, Santiago Abascal– pudo apreciar que en el grupo del PP le tienen ganas ahora. Llamó a Casado «líder de la oposición servil». Afirmó que el partido de Casado, como oposición al Gobierno, está por detrás de Felipe González, porque este dijo que el estado de alarma es «una puñetera locura». Un diputado del PP gritó en el escaño: «Qué mal perder tienes». Don Pelayo no habría tolerado tamaña ofensa, por lo que Abascal respondió: «Qué nerviosos se ponen en el Partido Popular. No he visto en la Cámara ningún grupo que se comporte con menos educación». Por una vez hay que decir que el líder de Vox tiene razón. No se había fijado en ese detalle hasta ahora.

El Gobierno obtuvo 194 votos a favor de extender el estado de alarma durante seis meses, que es más o menos la mayoría que aspira a conseguir en la votación de los presupuestos. Cometería un error si pensara que eso le da un amplio margen para el futuro. El desplante de Sánchez al Parlamento es difícil de entender en un Gobierno sin mayoría absoluta. Gabriel Rufián recordó que su aportación en la negociación fue decisiva para que el presidente comparezca al menos una vez cada dos meses con la misión de rendir cuentas. «Es absolutamente inadmisible que ustedes tuvieran la intención de aprobar una suspensión de derechos fundamentales tan enorme como la que supone un estado de alarma sin pasar ni una sola vez durante seis meses por sede parlamentaria. Ya vale». Es decir, están jugando con fuego.

Sánchez no se dio por aludido. No podía, porque hacía algún tiempo que se había largado del hemiciclo.

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Un juez y la Guardia Civil derrotan por goleada a Ian Fleming y Frederick Forsyth

Uno de los fracasos más evidentes del procés independentista fue la ausencia de apoyo exterior. El listón estaba muy alto. Carles Puigdemont intentó convencer a los catalanes de que EEUU y la Unión Europea no tendrían más remedio que reconocer la independencia de Catalunya si triunfaba el referéndum. Nada de eso ocurrió después del 1-0, a pesar de que los medios de comunicación de Madrid estaban muy alarmados por los esfuerzos de la Generalitat por vender su mensaje en el extranjero. Al final, lo que llegó del exterior fue el previsible apoyo de los gobiernos europeos al Gobierno español –sólo debilitado por las imágenes de cargas policiales a votantes del 1-O– y mucho ruido. Como el procés tiene una vertiente jurídica posterior que es poco menos que una historia interminable, quizá no deban sorprendernos los argumentos aparecidos en un auto de un Juzgado de Instrucción de Barcelona. Más que ruido, es un espectáculo.

La detención de tres pesos pesados del procés, aunque sin cargos públicos en el momento de los hechos, ha vuelto a sacar a la luz los trabajos de la Guardia Civil como policía judicial en distintas investigaciones. Los oficiales que aportaron informes a las causas y testificaron en las vistas correspondientes, como el teniente coronel Baena, vieron ignoradas varias de sus conclusiones en el juicio del Tribunal Supremo y sufrieron una rotunda derrota con la absolución de Josep Lluís Trapero en la Audiencia Nacional. Ahora vuelven a la carga y, a tenor de sus aportaciones que aparecen en el auto del juez Joaquín Aguirre, corren el riesgo de quedarse en materia prima de titulares escandalosos en la prensa.

El contenido del auto no debe hacer prejuzgar una investigación que lleva declarada secreta desde hace un año y de la que no se sabe lo suficiente. Se investiga un presunto fraude en subvenciones de la Diputación de Barcelona, pero en ese árbol han crecido ramas tan diferentes como la financiación de la estancia de Carles Puigdemont en Bélgica y las actividades de Tsunami Democràtic. Sin embargo, no se debe considerar irrelevantes los «indicios de criminalidad» con los que el auto justifica los registros realizados el miércoles en varios domicilios. Ahí es donde empieza un relato de los hechos que combina las andanzas de un personaje estrafalario del procés con la fantasía aportada por la Guardia Civil. Sigue leyendo

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Qué difícil es que los políticos conozcan la diferencia entre un botellón de jóvenes y una fiesta de lujo

Quédate en casa a menos que sea imprescindible salir. No llenes los bares. No es el momento de hacer fiestas. No te reúnas con más de seis personas. Guarda la distancia de seguridad. No te veas durante mucho tiempo con otros en un espacio cerrado. Piensa en aquellos a los que podrías contagiar sin saberlo. Protege el sistema sanitario para que no ocurra lo que sucedió en primavera. De forma constante, el ministro de Sanidad ha advertido a la opinión pública de que es imprescindible «cumplir estrictamente la orden de no reunirse más de seis personas, excepto en el trabajo y los ámbitos que suponen excepciones». Hace unos días, Salvador Illa dijo: «Nos esperan cinco, seis meses muy duros si todo va bien». Pero no tan duros como para rechazar la invitación a asistir a la fiesta organizada por El Español en la noche del lunes en el Casino de Madrid para celebrar su aniversario.

¿Cómo puede el ministro de Sanidad justificar su presencia en un acto de estas características cuando ha suplicado a la gente que restrinja al máximo sus contactos sociales? ¿Hay dos reglas, una para los ciudadanos de a pie y otra para la élite política y empresarial del país? En términos epidemiológicos, ¿en qué se diferencia en cuanto a riesgo de contagio un botellón con jóvenes en un parque público de una fiesta en que los invitados están sentados en mesas circulares conversando durante más de una hora?

Illa no fue el único ministro que acudió al acto. También estuvieron los de Justicia, Defensa y Cultura, así como la fiscal general. Además, los presidentes de las Comunidades de Madrid, Murcia y Castilla La Mancha, y el alcalde de Madrid. Prácticamente toda la cúpula del PP, incluidos Pablo Casado, Teodoro García Egea y Ana Pastor. Una amplia representación de la élite empresarial del país. Y hasta el jefe del Estado Mayor de la Defensa, el general Miguel Ángel Villarroya, ese que se hizo famoso en las ruedas de prensa de hace meses con su frase «todos los días son lunes en tiempos del coronavirus».

Este lunes, cumplió con su deber en las trincheras de esa guerra entrando con el uniforme lleno de condecoraciones en el Casino de Madrid para recoger un premio concedido a las Fuerzas Armadas. Sigue leyendo

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La gente quiere tener hospitales y también médicos, y todo a la vez no puede ser

La gente empieza a estar cansada de que los gobernantes les pidan «moral de victoria», como Pedro Sánchez, de que les digan que tienen la solución jurídica perfecta para solventarlo todo, como Pablo Casado, o que les pidan más sacrificios sin que el horizonte esté claro. Quizá la gente esté cansada sin más con independencia de lo que digan los políticos. Al menos en Madrid tienen además la oportunidad de quedarse perplejos ante el milagro de la multiplicación de los hospitales que ofrece la presidenta, Isabel Díaz Ayuso, que ha superado algunas de las cotas en materia de suspensión de la incredulidad que ella ha alcanzado en esta crisis. Todo gracias al llamado «hospital de las pandemias» –¿acaso a los demás hospitales no se les puede llamar así cuando han atendido a miles de enfermos de Covid-19 desde hace meses?– que se supone que estará construido en unas semanas.

Es un hito histórico. Las pirámides, el acueducto de Segovia y la Alhambra de Granada. Y ahora el hospital de las pandemias. No han contratado médicos para que trabajen en él, ¿pero quién debe preocuparse por esas nimiedades? Tampoco saben cuántas plantas pondrán en la recepción. La gente quiere saberlo todo y no puede ser.

Si ya era difícil seguir el paso de Díaz Ayuso cuando presumía de que ella había salvado no ya a Madrid, sino a toda España, ahora resulta más complicado con la declaración del estado de alarma, que en la práctica concede a los gobiernos autonómicos la capacidad de tomar las decisiones más difíciles. El PP acusó al Gobierno central de desentenderse de la pandemia y le exigieron que tomara el mando. Cuando en Moncloa dieron ese paso en relación a Madrid, montó en cólera, porque la Comunidad no necesitaba ni sugerencias ni mucho menos órdenes. Ahora con el segundo estado de alarma y el descenso de los contagios en Madrid, deberían estar más relajados, pero es difícil dejar la droga de la confrontación. Sigue leyendo

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