Ya tenemos el segundo estado de alarma y no podemos fingir que eso nos sorprende

En el cine, ya sabemos que las secuelas son mucho peores que las películas originales. En política, ocurre algo parecido. En una situación como la de la pandemia, es casi inevitable. La llamada fatiga de pandemia afecta a todo el mundo y nadie debe sentirse mal por estar desmoralizado. Sabíamos que esto podía pasar, aunque confiábamos en que algún giro inesperado de los acontecimientos nos diera algo de esperanza. No ha sido así y cuanto antes lo asumamos, mejor. Pedro Sánchez compareció el domingo para anunciar la llegada del segundo estado de alarma, precisamente en la semana en que todos los gobiernos europeos han admitido que la segunda oleada del coronavirus ya está aquí. Era cuestión de tiempo. No se trata de un confinamiento como el de la primavera, aunque las consecuencias para la economía española serán igualmente graves.

Las pandemias cuentan con su propio calendario, que no tiene nada ver con los intereses de los políticos y las necesidades de los ciudadanos. Saben cómo castigar a los gobiernos que intentan aparentar que no es imprescindible dar una respuesta radical. Ha ocurrido a lo largo de la historia y el siglo XXI no es una excepción.

Sánchez entrega a las CCAA el instrumento legal con el que podrán tomar las medidas necesarias para intentar restringir la movilidad de los ciudadanos, y por tanto los contagios. La más llamativa es la del toque de queda nocturno, que ya han decidido varios gobiernos autonómicos en algunas zonas. Por cierto, cuidado con utilizar esas palabras. El presidente preferiría una expresión «más contemporánea». No lo llaméis toque de queda. «Esto es una restricción de la movilidad nocturna», dijo. Como el toque de queda de toda la vida, pero más moderno. Esto es como si te caes de un precipicio y un político te dice que no digas caída, sino acercamiento repentino al nivel del mar. Sigue leyendo

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Cosas que hacer en sábado cuando no estás muerto

‘Matar a un ruiseñor’, ‘Algunos hombres buenos’ y otras películas de juicios.

–Los secretos de una legendaria escena de ‘En busca del arca perdida’.
–‘Un romance muy peligroso’ fue la película que convirtió a George Clooney en una estrella.
–Un clásico como ‘Dentro del laberinto’, de Jim Henson, fue un completo fracaso de taquilla.

–Cómo se hizo la escena del helicóptero pasando bajo un puente en ‘Terminator 2’.
Borat hace un cuestionario sobre el coronavirus a Jimmy Kimmel.
–Patrick Stewart coincidió con un tal Sting en el rodaje de ‘Dune’. No sabía quién era. Aquí cuenta una divertida conversación con él.
Las mejores imágenes del concurso de fotos aéreas hechas con drones.
Cómo escapar de la erupción de un volcán con el ejemplo de Pompeya.

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¡Dios mío!, hay trozos de Abascal por todas partes

Pablo Casado tardó mucho tiempo en entrar en el hemiciclo. Ocupó su escaño no mucho antes de que le tocara intervenir en la segunda jornada de la moción de censura. ¿Estaba preocupado dando vueltas a su discurso? No, estaba sacudiendo con ganas al punching ball y rompiendo a sudar. Cuando subió a la tribuna, ya llevaba los guantes puestos. Santiago Abascal no lo vio venir y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el suelo con la ceja partida.

El líder del PP comenzó con cuestiones de oportunidad política –»nos hace perder el tiempo» en mitad de una pandemia–, pero pronto pasó al plano personal. «Su única aportación es Vistalegre [el mitin de Vox donde Ortega Smith abrazó a todos con el virus que se había traído de Milán] y un autobús descapotable», desde el que Abascal saludó a sus seguidores en la manifestación motorizada por las calles de Madrid.

Luego le llamó vago, ingrato, chaquetero y cómplice del Gobierno de Pedro Sánchez. Volaron los golpes sobre el cuerpo inerte del líder de Vox. Como se vio en sus réplicas, no sabía cómo protegerse ni tenía fuerzas para responder con sus puños. A la paliza, respondió con una mirada con la que solicitaba compasión. No la recibió. Sigue leyendo

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De salvar la Navidad al toque de queda: otra semana loca para añadir más confusión y cansancio

Ya tenemos una expresión que nos acompañará este otoño hasta el punto de que acabaremos hastiados de ella: fatiga de pandemia. Esta vez, no es un mal típicamente español ni es culpa exclusiva de Sánchez o Ayuso. Muchas personas empiezan a pensar que ya no pueden más, que no soportarían volver a la situación de la primavera, que necesitan saber qué hay que hacer ahora exactamente para conseguir algo que no es posible: expulsar a la pandemia de sus vidas. «Desde que llegó el virus a Europa hace ocho meses, los ciudadanos han hecho inmensos sacrificios para contener la Covid-19», explicó hace dos semanas Hans Kluge, director de la OMS para Europa. «Ha supuesto un coste extraordinario, que nos ha dejado a todos exhaustos con independencia de dónde vivamos o a qué nos dediquemos. En tales circunstancias, es natural sentirse apático y desmotivado y experimentar fatiga».

Ante este panorama tan deprimente, los gobiernos empiezan a manejar planes, hipótesis y prohibiciones, algunas imprescindibles, pero que llegan con retraso. Otras son promesas con las que anunciar que esta vez será diferente. Sólo hay que esperar un poco más y alcanzaremos el destino deseado. Si luego sólo generan frustración, ya se nos ocurrirá otra cosa. Una de las últimas es la campaña «Salvar la Navidad», lanzada el domingo por el vicepresidente madrileño, Ignacio Aguado: «Tal vez sea necesario hacer una parada, un stop and go que dicen en la Fórmula 1, durante unos días definidos, siete, catorce o veintiuno, donde todos hagamos esa parada, consigamos bajar la curva y eso nos permita llegar a Navidades con más garantías». Salvemos la Navidad, salvemos a los niños, salvemos los polvorones. Sólo necesitamos un impulso más. ¿Durante cuánto tiempo? No se sabe. Siete días. Quizá catorce. Veintiuno sería mejor. Y ya con veintiocho ni te cuento. Stop. Enciendan los motores. Go. Gas a tope. Ya están aquí los Reyes Magos con mascarilla y guantes. En realidad, siempre llevaban guantes, pero ahora con más razón. Sigue leyendo

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«EEUU no se detiene ante nada y con la historia de Assange eso queda en evidencia de una manera brutal»

Txema Guijarro ocupa actualmente un escaño de Unidas Podemos en el Congreso por la provincia de Alicante. Cuenta con dos vidas anteriores. Una primera en la plantilla de Telefónica y una segunda, menos convencional, como asesor de campañas electorales en El Salvador y Paraguay, y después del Gobierno ecuatoriano. Y dentro de esta última, una etapa mucho más excitante que le llevó a intentar ayudar a Julian Assange y Edward Snowden cuando ambos pasaron a estar en el punto de mira del Gobierno de EEUU. El libro ‘El analista. Un espía accidental en los casos Assange y Snowden’, escrito por Héctor Juanatey y publicado por Libros del K.O., relata su experiencia saltando de crisis en crisis. Conoció muy bien al fundador de WikiLeaks, que pasó casi siete años refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres hasta que el Gobierno de Lenín Moreno le entregó a las autoridades británicas. Hoy, Assange lucha en los tribunales para no ser extraditado a EEUU.

¿Qué ocurre para que un empleado de Telefónica en un puesto cualificado con un buen sueldo acabe años después viajando por medio mundo, relacionándose con espías rusos, cubanos o ecuatorianos y metido en gestiones que no estaban en su campo profesional anterior?

La verdad es que cuando miro para atrás, pues es verdad que a uno sí le da cierto vértigo. De hecho, sale en el libro. En algún momento, yo mismo me paro y me pregunto qué carajo hago yo aquí. En realidad, todo empezó por un cierto desajuste ideológico. Yo estaba muy bien en Telefónica, tenía un buen sueldo, un trabajo que me gustaba. Pero es verdad que siempre me había martilleado un poco en la cabeza esa idea de juventud, de seguir militando en la izquierda y tratar de cambiar las cosas. Después de darle unas cuantas vueltas, en 2007 decidí salir de Telefónica. No me terminaba de dar lo que quería. Además, también había empezado la militancia política de nuevo. Más o menos en 2004 empecé a militar en el Comité de Apoyo al MST, una organización brasileña. Volví un poco a moverme en los circuitos del rojerío madrileño. De alguna forma, esas contradicciones que habían quedado más o menos aplacadas después de salir de la universidad afloraron con toda su potencia.

Empezó a trabajar en el asesoramiento a gobiernos latinoamericanos en lo que era básicamente un trabajo de despacho, un trabajo de analista. Eso no tenía nada que ver con la locura que empezó con el caso de Julian Assange. ¿Hasta qué punto se sentía capacitado para esas nuevas funciones?

La verdad es que no me sentía en absoluto capacitado. Siempre pensaba que nadie me había preparado para esto. Pero al final luego lo pensaba y decía que tampoco existen academias que enseñan estas cosas, y mucho menos cuando encima eres del otro lado, digamos, no del lado institucionalista proestablishment. Cuando estás un poco en esa resistencia más cívica, digamos que todo es a fuerza de voluntad.

Uno no deja de preguntase qué hace un analista haciendo labores casi propias de un servicio de inteligencia. Buscando un avión, no de forma ilegal, pero sí de forma clandestina, para sacar a Snowden de Moscú. ¿No tenía el Gobierno ecuatoriano diplomáticos y agentes de inteligencia para esa labor?

Seguramente sí tenían diplomáticos y operativos de inteligencia que pudieran hacerlo, pero yo creo que en el fondo fue todo una concurrencia de circunstancias, una suerte de alineación de estrellas. Yo trabajaba muy de cerca con Ricardo Patiño (ministro ecuatoriano de Exteriores), y, por ejemplo, tenía facilidades para moverme por Europa que los ecuatorianos no tenían porque yo tenía un pasaporte europeo. Luego, el manejo del inglés que yo tenía era muy bueno. El propio episodio de Snowden empieza con una gran casualidad, que es ese famoso salvoconducto (concedido por Fidel Narváez, entonces cónsul ecuatoriano en Londres). De hecho era Fidel el que estaba llamado a realizar esa tarea. Pero Fidel finalmente se tiene que ir y yo llego allí para arreglar o intentar terminar lo que él había comenzado.

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‘Totally Under Control’: mentiras, secretos y manipulación en la pandemia de Trump

Después de una carrera cinematográfica en documentales en la que dio una segunda visión de asuntos de gran actualidad, Alex Gibney decidió darse prisa para sacar en pocos meses su última obra, ‘Totally Under Control’, una historia sobre la respuesta a la pandemia en EEUU en los primeros meses con una comparación con la labor de las autoridades en Corea del Sur. Quería terminarlo antes de las elecciones de EEUU en noviembre. Junto a las codirectoras Suzanne Hillinger y Ophelia Harutyunyan, ha querido reflejar la «inaudita incompetencia» de la Administración de Donald Trump.

«Los científicos habían avisado. El Gobierno de EEUU no estaban haciendo nada», dice uno de los entrevistados.

En una entrevista con los tres en NYT, explican un momento que simboliza esa caótica respuesta. Lograron entablar contacto con Max Kennedy, el joven que dirigía un equipo de 20 voluntarios en el plan organizado por Jared Kushner, el yerno de Trump, para conseguir el material médico que faltaba en los hospitales. Una iniciativa propia de aficionados en el país más poderoso del planeta, mientras el Gobierno manipulaba el trabajo del CDC, la institución científica más importante del país en materia de enfermedades infecciosas.

«Hubo una historia muy kafkiana. A los voluntarios les dijeron que si recibían propuestas sobre ventiladores, deberían enviarlas a una persona concreta de la FEMA (agencia federal de emergencias en EEUU), y por eso enviaron todas las pistas a esa representante de la FEMA. Y luego ella apareció un día y les dijo: ‘¿Por qué me están enviando esas pistas? Yo no tengo nada que ver con ventiladores. Por favor, envíenlas a este enlace de la web de la FEMA que está dedicado a los ventiladores’. Y Max dijo que cuando fue a la web, no estaba claro, pero al final tocó en varios enlaces y le redireccionaron a una dirección de email, y ese email les terminaba llegando al equipo de Max Kennedy. Así que estaban reenviando estas pistas sobre ventiladores a sí mismos».

Gibney es autor de varios documentales premiados, como ‘Enron: The Smartest Guys in the Room’ (nominado a los Oscar) y ‘Taxi to the Dark Side’, premiado en los Oscar de 2007. Esta última obra cuenta la historia de un taxista afgano, que murió torturado en la base norteamericana de Bagram en Afganistán.

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Biden gana a Trump en un escenario que antes era favorable para el presidente

Esta es la estadística que más daño personal le hará a Donald Trump, el empresario que se convirtió en una figura pública nacional gracias a un programa televisivo. Las primeras cifras de las audiencias de los dos programas que protagonizaron Joe Biden y él en la noche del jueves arrojan una clara victoria para el candidato demócrata. Biden obtuvo 12,7 millones de espectadores en ABC por 10,4 millones para Trump en NBC.

Además, las cifras desmienten los pronósticos más extendidos. Muchos pensaban que en esa batalla numérica Trump tenía toda la ventaja. Las audiencias televisivas suelen premiar la confrontación y las reacciones airadas. Una entrevista a Trump siempre será más entretenida, vista desde el lado perverso, que otra a Biden. El jueves quedó confirmado. Trump se metió en un duelo retórico con la entrevistadora, negó la evidencia y ofreció su repertorio habitual de frases contradictorias. Biden lanzó largas parrafadas sobre los asuntos políticos a los que da importancia con no demasiada energía.

Las cifras se refieren a los 60 minutos en que coincidieron ambos, de nueve a diez de la noche. No incluyen los datos de otras cadenas de NBC (MSNBC, canal de noticias) y CNBC (canal de información económica) que también emitieron el ‘town hall’ de Trump, así que la diferencia final será menor. Tampoco aparece el seguimiento online de los programas a través de distintas fuentes. Las televisiones no son ya las únicas fuentes de audiencia, con lo que sus datos no tienen la relevancia de años atrás.

Los datos conocidos arrojan algunas conclusiones que pueden ser algo aventuradas, pero que no conviene perder de vista. Desde luego, un cierto hartazgo. Es cierto que resulta mucho más atractivo un debate entre ambos candidatos que entrevistas por separado. Aun así, la suma de los espectadores de los dos programas se queda muy lejos de los 73 millones que hubo en el primer y de momento único debate de esta campaña.

Lo segundo, da la impresión de que la audiencia estaba algo más interesada en absorber una razonable dosis de aburrimiento televisivo para saber qué planes tiene Biden para la Casa Blanca si es elegido, en vez de presenciar otro espectáculo trumpiano de furia y despecho. Si el personaje televisivo ha dado ya todo de sí, en su caso sería extraño que el personaje político arrastre tanto apoyo como en 2016. Trump corre un serio peligro de que su reality diario vaya a ser cancelado por falta de audiencia.

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El NYT vuelve a descubrir los peligros de apostarlo todo a un periodista estrella

The New York Times ha olvidado las lecciones que aprendió del caso del fraude de Judith Miller y sus informaciones sobre las armas de destrucción masiva publicadas antes de la invasión de Irak. Sus responsables deben afrontar otra vez preguntas incómodas sobre las fuentes y actuación profesional de una reportera estrella, Rukmini Callimachi, promovida por la dirección del periódico y de la que algunos miembros de la redacción ya habían alertado. El NYT ha puesto en marcha una investigación interna.

Como ha ocurrido en otras ocasiones, no pueden decir que no lo vieran venir. Lo que antes eran comentarios internos, opiniones de expertos o artículos publicados en medios de menor difusión ha estallado ahora con una noticia que no se puede obviar: la detención en Canadá el 25 de septiembre de Abu Huzayfah –su nombre real es Shehroze Chaudhry–, acusado de haberse inventado sus experiencias como presunto combatiente del ISIS en Siria. Huzayfah fue la fuente principal utilizada por Callimachi en un conocido podcast del NYT titulado ‘Caliphate’ sobre la organización terrorista, emitido en varias entregas en abril y mayo de 2018 y que recibió varios premios. ‘Caliphate’ fue la consagración de la reportera como la voz más autorizada del NYT para escribir sobre el ISIS.

Huzayfah, que hoy tiene 25 años, era aparentemente un personaje irresistible para una periodista que debía informar sobre un grupo terrorista muy poco receptivo a mantener relaciones con medios occidentales. Se presentaba como un verdugo del ISIS que había asesinado a una persona cumpliendo órdenes de la organización. Su forma de describir las ‘ejecuciones’ era fría y detallada: «Fue difícil. Tuve que apuñalarle varias veces. Luego le pusimos en una cruz. Y tuve que dejar la daga en su corazón».

Al conocer la noticia de su arresto, Callimachi publicó al día siguiente un hilo de Twitter en el que su mayor interés era preguntarse por qué la policía canadiense no le había detenido a su vuelta al país a causa de su conocida ideología yihadista que había dejado patente en las redes sociales. «¿No le procesaron porque no podían probar que había estado en Siria? Varias fuentes de servicios de inteligencia de EEUU nos dijeron que sí había viajado allí y nosotros geolocalizamos una foto de él disparando con una pistola en Siria. Pero también sabíamos que no había viajado con su propio pasaporte», escribió en uno de los diez tuits publicados.

Callimachi dejaba claro que era la policía canadiense quien tenía que responder a ciertas preguntas sobre el caso, no ella. La periodista ya había cumplido en uno de los capítulos del podcast al plantear algunas dudas no confirmadas sobre el testimonio de Huzayfah.

No lo ven así algunos medios que han indagado sobre el asunto. Erik Wemple recordó en The Washington Post el 28 de septiembre que una televisión canadiense había entrevistado a Huzayfah meses antes de la emisión del podcast. Él negó haber matado a nadie, aunque sí dijo que había colaborado con el ISIS como policía dedicándose a vigilar que los hombres no fumaran y bebieran alcohol o se mezclaran con mujeres. La policía canadiense sí le había interrogado y le había dejado después en libertad. Wemple destaca que Callimachi da completa credibilidad en el podcast a Huzayfah y que su testimonio es un elemento clave en sus cinco primeros episodios.

«En todos los años en que he entrevistado a sospechosos del ISIS de Irak y Siria, es raro que alguien haya confesado haber cometido crímenes», dijo un corresponsal con experiencia en Oriente Medio citado en el artículo. «Nunca he visto a nadie que diga que ha decapitado a alguien o al que la sangre salpicara su ropa, porque sabían a lo que se arriesgaban con eso». Mucho menos, habría que añadir, si eran extranjeros que aspiraban a volver a sus países, donde podían ser procesados por esos crímenes.

El 1 de octubre, The New Republic sacó otro artículo más crítico sobre el trabajo de Callimachi. Recordó que la reportera había informado de unos documentos que probaban que Al Bagdadi, líder del ISIS, había pagado por la protección en la región de Idlib al grupo yihadista Hurras Al Din, cercano a Al Qaeda y por tanto adversario declarado del ISIS. Ese artículo fue cuestionado por muchos expertos. Los documentos habían sido facilitados por una fuente de historial muy sospechoso.

El artículo va más lejos al cuestionar un cierto tipo de periodismo basado en reporteros estrella muy útiles para vender la marca del medio de comunicación: «The New York Times y la industria periodística han promovido una forma de periodismo heroico que ha llegado a su cénit con los podcasts de gran presupuesto que constantemente dan prioridad a la experiencia del reportero sobre la explicación (del tema). Puede ser sobre asesinatos y crímenes contra la humanidad, pero al final lo que importa es cómo el periodista los descubre y entiende esos horrores».

Esa fue una crítica que ya apareció en este artículo de 2018, que señalaba a Callimachi como un ejemplo del nuevo modelo de periodista occidental, un héroe modelo por tomar riesgos en la búsqueda de una historia, aunque se tome ciertas libertades en asuntos de ética periodística, «pero al que todo se perdona por el bien mayor del combate contra el terrorismo».

Finalmente, el NYT ha encarado la crisis con un artículo de 3.000 palabras de Ben Smith, su reportero sobre medios de comunicación que trabaja en el periódico desde este año. No se limita a reflejar la polémica, sino que entra en contacto con algunas personas que han trabajado con Callimachi.

Particularmente dañino para ella es el testimonio de un periodista sirio que colaboró con ella como traductor en una entrevista con otra fuente especialmente dudosa para hablar del secuestro de extranjeros por el ISIS: «He trabajado con muchos reporteros. Nosotros buscábamos hechos. Con Rukmini (Callimachi), sentía que la historia ya estaba escrita en su cabeza, y que buscaba a alguien que le dijera lo que ella creía, lo que ella pensaba que sería una gran historia».

También queda claro en el artículo la responsabilidad de Callimachi al encargar una peligrosa misión a un periodista freelance que estaba en una ciudad del norte de Siria. Debía preguntar en el mercado de la ciudad si alguien podía confirmar la historia de Abu Huzayfah como integrante del ISIS. Aconsejado por un comerciante, el reportero abandonó rápidamente la ciudad.

Ben Smith no oculta que el NYT tendrá que dar algunas respuestas sobre las críticas a Callimachi, porque no se trata de los errores aislados de una reportera, sino de una cultura de empresa que privilegia ciertos perfiles para incrementar la reputación del periódico. «Ella es en muchos sentidos el nuevo modelo de un reportero del New York Times», explica. Combina «la valentía del periodismo de la vieja escuela» que se desplaza a lugares peligrosos para contar la historia que interesa a los lectores con la habilidad más contemporánea de explicar sus artículos en Twitter, aumentando la difusión del contenido del diario en internet, y de emplear nuevos formatos como el podcast.

Callimachi contaba con «el apoyo de algunas de las figuras más poderosas» de la redacción, que le respaldaron ante las críticas que recibió de varios compañeros, entre los que estuvieron las responsables de las corresponsalías en Bagdad y Beirut. En otros medios, recibía estatus de estrella. «La mejor reportera en el asunto más importante del mundo», dijo de ella la revista Wired.

Hace más de quince años, el NYT protegió y alentó las historias publicadas por Judith Miller, que confirmaban las denuncias que la Administración de George Bush estaba haciendo sobre el arsenal iraquí. De hecho, eran los altos cargos del Gobierno –así como la CIA o Ahmed Chalabi, líder de un partido de oposición que pretendía que EEUU ocupara Irak para colocarlo en el poder–, los que estaban alimentando esas informaciones y hasta aprovechándolas en su beneficio para convencer al Congreso de que apoyara la invasión que preparaban la Casa Blanca y el Pentágono. Al menos en un caso, esos artículos se basaban en el testimonio de una fuente secreta –un iraquí apodado Curveball– que resultó ser un impostor.

La historia se repite en el NYT.

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Ana Requena: «La vergüenza es un mecanismo muy potente que tiene el patriarcado para doblegar a las mujeres»

Ya basta de tanta vergüenza y tanto miedo. Para liberarse de todos los estereotipos e injusticias sobre su condición, las mujeres deben reivindicar el placer en todas sus vertientes. Ana Requena, redactora jefa de Género en elDiario.es, explica en el libro ‘Feminismo vibrante. Si no hay placer, no es nuestra revolución’, publicado por Roca Editorial, que la mujer no debe dejarse dominar por el miedo, porque esa es la herramienta que ha utilizado siempre la sociedad para conseguir disciplina, coartar su libertad y, en definitiva, someterla en favor de los intereses de otros.

El libro empieza con una historia personal que supone una cierta vulneración de tu privacidad. Pero al leer el libro se descubre que para vender esa idea del feminismo vibrante hay que exponerse emocionalmente. ¿Ese era el precio que pagaste por escribir el libro?

Sí, es algo que he pensado mucho y que me ha dado mis quebraderos de cabeza y dudas, porque al final efectivamente es una exposición personal que temes que implique eso, lo de pagar un precio, y ese precio puede ser muchas cosas. Pueden ser reacciones virulentas, que las hay, pero también un precio incluso periodístico, de que al final el uso de la primera persona a veces chirría. Pero me salió así porque realmente la idea del libro parte de lo personal. Y quería poner esas contradicciones íntimas, ese conflicto íntimo. Entonces, dispuesta, sí, asustada a veces también.

La anécdota del vibrador en el aeropuerto, en la recogida de equipajes, que suena dentro de la maleta ayuda a plantear algo que se explica en otros momentos en el libro, y que es la idea de la vergüenza. ¿En qué medida la vergüenza es un factor que inhibe a algunas mujeres a la hora de exigir sus derechos y luego ejercerlos?

La vergüenza es un mecanismo muy potente que tiene el patriarcado para doblegar a las mujeres o para impedir que al final ejerzamos nuestros derechos. Sirve de control, de sometimiento. Es la discreción, el pudor, el no salirnos de determinados esquemas sexuales y afectivos. Es uno de esos juicios sociales que aguantamos las mujeres desde muy pequeñas. Cuando tú te sales mínimamente de ciertos esquemas, lo que te hacen sentir es vergüenza. Y opera incluso cuando hablamos de la violencia. En la macroencuesta sobre violencia machista que ha publicado el Ministerio de Igualdad, la vergüenza es el primer motivo que mencionan las mujeres encuestadas para no ir a denunciar la violencia sexual. Y está relacionada con que a las mujeres nos cuesta encontrar un lugar propio como sujetos en lo que tiene que ver con el sexo y en lo que tiene que ver como sujetos de derecho cuyo relato pueda ser tenido en cuenta.

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El coronavirus se va de puente

Hay casos singulares que definen a todo un sistema político. Uno de ellos es el de Àlex Garrido, alcalde de la localidad barcelonesa de Manlleu (20.000 habitantes) del que salió hace unos días un vídeo en el que aparecía totalmente borracho en verano. Gran conmoción. Vergüenza. Anuncio de dimisión. Fue un error en su vida personal. No afecta a su gestión política, pero un alcalde representa a todos los ciudadanos y estos aspiran a no encontrarlo en ese estado.

De repente, cambio de la situación. Sus partidarios le apoyan con una concentración de 400 personas. Intentan convencerle de que no dimita. Es el momento en que Garrido se pone estupendo. Les dice que se lo va a pensar. «Mañana me voy unos días al Monasterio de Montserrat, que es un lugar de paz y que invita a la reflexión». Mano de santo. A la vuelta, dice que seguirá de alcalde. No sólo eso. Escribirá sobre los males de las redes sociales. Lanzará un debate para que todo el país reflexione, sin necesidad de ir a Montserrat, para discutir sobre los límites de la vida pública y privada de los políticos. Brindemos por ello.

Sin pretenderlo, Garrido se convirtió en el símbolo de muchas de las conductas que hemos visto en los gobiernos durante la pandemia. Errores clamorosos. Excusas poco creíbles. Promesas para intentar tapar el error. Negativa a asumir responsabilidades. Acusaciones a los otros. Finalmente, autoexoneración.

Nadie ha visto en peligro su salud a causa de la actuación de Garrido. Otros no pueden decir lo mismo.

La batalla del coronavirus en Madrid no descansa ni un día. A la fiesta –también se le podría llamar funeral– acudió el jueves el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad. Anuló las medidas de restricción de la movilidad que Sanidad obligó a tomar al Gobierno autonómico. El Gabinete de Isabel Díaz Ayuso se limitó a endosarlas legalmente con un decreto que advertía de que procedía de una orden del Ministerio que a su vez se justificaba con una ley ordinaria que no vale para limitar derechos fundamentales, según el TSJM. Sigue leyendo

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