Trump quiere repetir la estrategia electoral de Nixon en 1968 y aún está a tiempo de que le salga bien

El titular de la noticia de The Wall Street Journal era muy revelador sobre el impacto del fichaje de Kamala Harris por Joe Biden. Además, valía también para definir al propio Biden como candidato. «Wall Street respira aliviado después de que Harris se una a la candidatura de Biden». El análisis coste-beneficio estaba claro. No era ya sólo que Biden sea un veterano representante del establishment de su partido, es decir, un tipo bastante moderado, sino que la elección de Harris como candidata a la vicepresidencia confirmaba que el aumento de la regulación del sector financiero estaba fuera de las prioridades de los demócratas. Obviamente, el ritmo de las respiraciones de Wall Street habría sido diferente si la elegida hubiera sido Elizabeth Warren.

La campaña de Donald Trump reaccionó de inmediato a la noticia de la elección de Harris con un anuncio que destacaba dos veces que suponía un paso en dirección a «la izquierda radical». No fue un arrebato causado por la urgencia. En declaraciones posteriores, los partidarios de Trump han anunciado que una victoria de Biden supondría que EEUU se dirigiría de forma inexorable hacia «el socialismo».

Biden ni siquiera está a favor de Medicare for All, la idea de Bernie Sanders de levantar un sistema de sanidad pública, universal y gratuita, similar a los existentes en Europa occidental. Al igual que en 2016, los votantes demócratas han vuelto a presentar un candidato del sector moderado del partido que se declara capaz de llegar a acuerdos con congresistas republicanos moderados, en el caso de que aún existan, para aprobar leyes en favor del progreso del país y en contra de la polarización más extrema. En pocas palabras, Biden es presentado como alguien que no es Trump. Eso no funcionó muy bien en 2016, si bien es cierto que él no despierta en la gente el rechazo que provocaba Hillary Clinton.

El fin de las convenciones de los dos partidos demócratas en los últimos días de agosto suele ser el comienzo real de la campaña electoral de EEUU. A partir de ahí, ya hay muy poco tiempo para grandes cambios de estrategia, y si se llevan a cabo, denotan cierto nivel de desesperación por las malas noticias. El electorado empieza a prestar realmente atención, no sólo las personas muy interesadas en la política. Los sondeos en los estados cruciales pasan a ser más importantes que las encuestas nacionales. Los temas de los que hablan los candidatos son muy similares a los que utilizarán en la última semana de octubre. Ahora es cuando se vislumbra cuáles son las ideas que escucharemos una y otra vez en los próximos dos meses.

Trump no ha sido nada ambiguo ni en la convención ni en estas semanas dominadas por la pandemia y las manifestaciones contra el racismo en EEUU. Parece haber elegido el manual de campaña con el que Richard Nixon ganó las elecciones de 1968: el país se arriesga a caer en una espiral de desórdenes públicos y anarquía protagonizada por sectores radicales que pretenden cambiar el ‘estilo de vida americano’. Tratándose de Trump, no pueden esperarse muchas sutilezas. «¡Ley y orden!», ha tuiteado en más de una ocasión, la última este domingo.

Hay dos diferencias fundamentales con el éxito de la estrategia nixoniana y la situación actual. Nixon era en 1968 el candidato de la oposición tras ocho años de presidentes demócratas. Podía acusar a sus rivales del supuesto estado de caos del país. Trump es el presidente desde hace casi cuatro años, lo que no le impide denunciar que son los demócratas los responsables de los problemas sociales que existen en estos momentos.

En segundo lugar, Nixon podía contar con un amplio apoyo entre los votantes conservadores, mientras la candidatura demócrata del vicepresidente Hubert Humphrey arrastraba el desgaste que sufría la Casa Blanca de Lyndon Johnson por la guerra de Vietnam y las convulsiones sociales. Ahora, las encuestas revelan que la mayoría de los norteamericanos apoya el movimiento Black Lives Matter –o la reciente decisión de los jugadores de la NBA de suspender por unos días los partidos del playoff– y critica la forma en que Trump ha gestionado el estallido de las tensiones raciales.

Para contrarrestarlo, Trump se ocupa de rentabilizar en su favor los incidentes violentos dando una idea exagerada del desorden ocurrido en algunas ciudades gobernadas por demócratas, como Portland, Chicago y Minneapolis, y exigiendo a esos alcaldes y gobernadores mano dura contra los manifestantes. Presenta a Antifa, un movimiento de grupos sin estructura común y de carácter minoritario, como si fuera la amenaza real de una organización concreta y poderosa empeñada en subvertir el orden. En un momento en que se cuestiona la conducta racista de muchas policías locales en EEUU y la violencia desproporcionada de sus agentes, Trump reclama más dureza en la calle contra los manifestantes y defiende a los sindicatos policiales, identificados como el principal obstáculo para la adopción de reformas.

Esa estrategia, rechazada por la mayoría de los medios de comunicación, tiene un único destinatario: el electorado de raza blanca. En dos direcciones. Mantener el apoyo de los votantes de clase trabajadora que fueron decisivos en su victoria en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin en 2016. La segunda, recuperar el apoyo perdido entre votantes blancos de clase media o media alta, que viven en su mayoría en los suburbios de las ciudades, que abandonaron a los republicanos en las elecciones legislativas de 2018.

En esas elecciones, Trump jugó la carta del resentimiento racial y xenófobo alentando el miedo a la caravana de inmigrantes centroamericanos que cruzó México. La vendió prácticamente como una invasión del país. No le funcionó.

El Partido Republicano es consciente de eso y en su convención, montada a mayor gloria de la familia Trump, intentó compensarlo concediendo la tribuna a personas de raza negra a los que habían asignado como misión negar que el presidente sea un racista. Parece un empeño condenado al fracaso, pero tiene su lógica. Se trata de conseguir desmovilizar el voto negro en favor de Biden. A fin de cuentas, el descenso de participación de afroamericanos en las urnas en 2016 fue una de las razones citadas para explicar la derrota de Clinton.

Antes de las convenciones, las encuestas nacionales daban a Biden unas ventajas tan superiores al margen de error que no admitían dudas. La gestión de la pandemia, que de forma incomprensible Trump ha querido protagonizar ocupando el espacio público que deberían tener los miembros de su Gabinete y los consejeros científicos, estaba destrozándole en los sondeos.

Las últimas noticias confirman que la Casa Blanca ha presionado al CDC y a la FDA, organismos de la Administración clave en la lucha contra el coronavirus, para alterar sus recomendaciones científicas. No hay una semana sin noticias sobre lo que el Gobierno de Trump debería haber hecho y no hizo para hacer frente a la pandemia.

Los disturbios ocurridos tras el homicidio de George Floyd a manos de la policía inauguraron un escenario político diferente. Trump decidió aprovecharlo en la línea que se espera de él.

En la convención, los oradores insistieron en reciclar el eslogan de la campaña de Trump cuatro años atrás –»Make America Great Again»– en un momento en que EEUU ha sufrido 180.000 muertes por el coronavirus, a lo que hay que sumar el destrozo económico subsiguiente. Los partidos se ven obligados con frecuencia a ignorar la realidad para mover el mensaje más favorable a sus intereses, pero todo tiene un límite.

¿Utilizaron los demócratas su convención para definir el debate en su favor? Sí, si el único objetivo era atacar a Trump. Los que pensaban que de la convención saldrían mensajes destinados a recuperar el voto de la clase trabajadora del Medio Oeste quedaron decepcionados. Si bien las encuestas nacionales continúan siendo favorables para el demócrata, la diferencia en varios estados clave no supone una barrera infranqueable para Trump.

Biden no lo tiene tan difícil. Al igual que en los países europeos, 2020 está ofreciendo una sucesión de noticias horribles en EEUU que ha hecho que una mayoría de los norteamericanos se sienta terriblemente pesimista sobre el futuro del país. El hundimiento de la confianza de los votantes es inaudito, también entre los republicanos, como se ve en la encuesta de Gallup. El nivel de satisfacción por el rumbo de EEUU entre los votantes de Trump ha caído cerca de 60 puntos desde marzo.

Sin embargo, 2016 ya demostró lo peligroso que es apostar por una estrategia que se base simplemente en sostener que el adversario es mucho peor. Biden debe salir de su casa, con todas las precauciones posibles por su edad (77 años), y hacer campaña vendiendo las ideas por las que merece la pena votarle, cosa que no ha hecho hasta ahora si nos fijamos en el nivel de entusiasmo que despierta su candidatura en los sectores sociales más propicios para él.

A estas alturas, se puede decir casi con total seguridad que Biden obtendrá más votos que Trump en las urnas. La diferencia puede ser incluso superior a la de 2016. Pero eso no garantiza la victoria en el colegio electoral. Hace cuatro años, el triunfo del republicano fue posible porque superó a Clinton en 77.000 votos en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, una posibilidad en la que pocos creían una semana atrás, ni siquiera en la campaña de Trump. A eso se redujo la contienda celebrada en un país de 320 millones de habitantes en la que más de 125 millones votaron a los dos principales candidatos.

En otras palabras, Biden necesita algo más que una pandemia para ganar las elecciones.

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Cosas que hacer en sábado cuando no estás muerto

‘Bonnie and Clyde’, la película que cambió a Hollywood.

Chadwick Boseman, héroe en la pantalla y también en el mundo real.
–Un conversación sobre el episodio más singular de ‘Watchmen’ con su director.
Oliver Stone volverá al asesinato de Kennedy con un documental.
–Un ranking de todos los discos de David Bowie.
–2020 está siendo en África y Asia el año de las plagas… de langostas.
–Hubo una vez un parque de atracciones en New Jersey en el que podías morir.
–Los autorretratos de Van Gogh.
–Hacer versiones cada vez más oscuras de Batman te lleva a lugares donde no quieres estar.

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Se acabó la guerra civil de los colegios, ahora queda esperar a la siguiente

Después de días y semanas en que los medios de comunicación y la oposición alertaron sobre las ya míticas 17 vueltas al colegio diferentes («17 formas de llevar mascarilla o de ventilar el aula», se ha llegado a titular), al fin se celebró el jueves la reunión con ministros y consejeros autonómicos de Educación. Después de toda la tinta derramada, podría pensarse que iba a tener lugar un combate salvaje con posiciones radicalmente contrapuestas. De repente, el drama desapareció. Las autoridades presentes llegaron a un acuerdo básico que cada autonomía aplicará a buen seguro en función de las circunstancias. «Un mínimo común denominador», lo llamó Salvador Illa, ministro de Sanidad. 29 medidas y cinco recomendaciones.

Para lo más difícil, aquello de lo que casi nadie quiere hablar –el cierre de colegios en caso de brotes–, el plan del Ministerio lo reserva a situaciones de «transmisión comunitaria no controlada» sin concretar las cifras. Es mejor que eso lo decida cada Gobierno autonómico en función de los datos de cada centro. Nadie quiere ponerse en lo peor antes de abrir las aulas.

Esta última idea tiene su parte de lógica. Si se pusieran sobre la mesa todos los posibles escenarios más negativos, los colegios no se abrirían nunca y el daño que sufrirían los alumnos, en especial los de familias más pobres, sería irreversible.

Sí hay situaciones que se van a producir, porque son inevitables, y ante las que podría haber una respuesta más clara. Preguntaron a Illa qué se hará en los casos de familias que envíen a sus hijos al colegio sabiendo que tienen fiebre. El ministro, que suele medir bien sus palabras, optó por una reacción que ignora la realidad de este país, la formada por aquellas familias que no pueden trabajar desde casa ni tienen dinero para contratar a alguien que se quede con los niños en el hogar. «Estando como estamos, no concibo que un padre o una madre lleven a un niño al centro a sabiendas de que pone en riesgo la salud de los demás. Si no, esto no tiene solución», dijo.

Quizá Illa no lo pueda concebir, pero ese es un dilema al que se enfrentarán muchas familias en el mundo real. Es evidente que sería una irresponsabilidad. También es verdad que es más fácil ser responsable cuando te lo puedes permitir.

La ministra de Educación admitió que el documento pactado no recoge medidas sobre conciliación para esos casos. «Pensaremos en respuestas acordes a las necesidades de las familias», dijo Isabel Celaá. Cuando terminen de pensar, es posible que nos avisen.

El acuerdo no contempla medidas inviables, como la exigencia del PP de hacer «test masivos», una medida desproporcionada que no es una garantía, porque un profesor que dé negativo en una prueba PCR puede contagiarse un día o una semana después. «Tienen que hacerse los test diagnósticos a los profesores, a los trabajadores de los centros educativos», había dicho Ana Pastor el día anterior. Los gobiernos autonómicos presididos por el PP podrían realizarlas por su cuenta sin pedir permiso al Gobierno central y no se les ve con muchas ganas. Básicamente, porque tendrían que pagar las pruebas y contar con el número suficiente de laboratorios en el que analizarlas.

Una reunión de ministros y consejeros no es una garantía de éxito. Como mínimo, esta era necesaria. Podría haberse hecho a mediados de agosto, aunque no fuera la cita definitiva. Esperar a los últimos días del mes ha permitido altas dosis de ruido político y periodístico. Lo normal en esta pandemia. Los gobiernos autonómicos ya habían aprobado criterios para la reapertura de las aulas, porque tienen las competencias en educación y las ejercen todos los años. La imagen ofrecida por muchos medios –caos, decían algunos titulares– daba a entender que todo estaba paralizado a la espera de la reunión del jueves, lo que no era cierto.

Todo el mundo sabe que la respuesta de las Comunidades Autónomas dependerá de la evolución de los contagios en cada zona y cada centro. Es imposible convertir las escuelas en una burbuja, como se ha hecho con los deportistas en varias competencias celebradas este verano. «Lo más importante para volver al colegio es que la enfermedad se reduzca en la comunidad», ha dicho el director del Departamento de Emergencias Sanitarias de la OMS. «Si la transmisión es baja en la comunidad, si la vigilancia epidemiológica, el rastreo de contactos y la sanidad son buenos, entonces las escuelas pueden reabrir». En España, está ocurriendo todo lo contrario en las últimas semanas, así que cada uno puede hacer cuentas sobre lo que puede pasar.

El presidente del Gobierno asturiano ha ofrecido lo que considera clave para revertir los datos preocupantes de este verano: «Asturias tiene mejores datos del coronavirus, precisamente, porque se anticipó y fue más drástico en adoptar algunas medidas. La anticipación, ganar días, ha demostrado ser clave para evitar mayores contagios», ha explicado Adrián Barbón.

Otras comunidades lo tienen más complicado y han empeorado sus opciones con medidas contradictorias o tardías, o simplemente ausencia de ellas. En Madrid, una fuente inagotable de noticias difíciles de creer, todo depende de quién abre la boca. El vicepresidente afirma que la situación está controlada, al mismo tiempo que el alcalde de la capital pide a los ciudadanos que sólo salgan a la calle en las zonas del sur si es imprescindible, lo que viene a ser un confinamiento voluntario. Pero durante esta semana supieron que podían coger un coche o un tren para desplazarse en 40 minutos a Alcalá de Henares y asistir a una corrida de toros junto a otras 4.000 personas. La feria taurina de esa ciudad había sido autorizada por la Consejería de Interior, a pesar de que la Consejería de Sanidad recomendaba que no se celebrara.

Parece que el Gobierno madrileño tenía dudas sobre qué es más importante: abrir los colegios o las plazas de toros. En la tarde del jueves, después de varios días de polémica, Isabel Díaz Ayuso tomó una decisión que probablemente le partió su corazón taurino. Ordenó la suspensión de las corridas previstas. Esta crisis no deja de ofrecer momentos para la historia.

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La élite política libanesa consigue librarse de los efectos de la explosión de Beirut

Han pasado veinte días desde la explosión del puerto de Beirut y da la impresión de que el sistema político libanés, fuente de poder para una élite corrupta y sectaria, ha encajado bien el golpe. La ausencia de alternativas políticas reales dentro del sistema favorece el estancamiento. La pandemia tiene también otro efecto desmovilizador (el Gobierno acaba de decretar otro confinamiento ante el aumento de los contagios).

La aparición de Macron en Beirut abrió la posibilidad de una presión exterior en favor de reformas estructurales Era un sentimiento bastante ingenuo. Su única medicina parece consistir en propiciar un gran acuerdo político entre Gobierno y oposición, es decir, entre los grandes responsables de la bancarrota política y económica del país, escribe Gilbert Achcar en The Guardian.

«La visita de Emmanuel Macron a Beirut dos días después de la explosión elevó al máximo las expectativas. Aquí estaba un líder que se atrevía a juntarse con la gente justo después del desastre, pensaron muchos, obviando el hecho de que era una gran oportunidad en favor de su imagen para un presidente francés cuestionado en su propio país. Las expectativas no duraron mucho. El discurso consistente de Macron en Oriente Medio ha consistido en mediar entre EEUU e Irán (donde los intereses del capitalismo francés son muy grandes), como hizo cuando intentó organizar una reunión entre Donald Trump y el ministro iraní de Exteriores en paralelo a la cumbre del G7 en 2019 en Biarritz.

La lógica de esta posición en relación a Líbano consiste en que Macron ha actuado de forma sistemática para mantener la coalición Hariri-Hizbolá en el país. Por eso intervino de forma decisiva para traer de vuelta de Riad al secuestrado Saad Hariri en 2017 y por eso ha descartado la esperanza del pueblo libanés en un Gobierno independiente y la convocatoria de nuevas elecciones. En vez de eso, apoya un «Gobierno de unidad», lo que ha sido interpretado como un plan para ‘devolver al poder al ex primer ministro suní Saad Hariri a cambio de concesiones a Hizbolá'».

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Los gobiernos autonómicos descubren desolados que Sánchez ha abandonado el presidencialismo

La prensa de derechas decía que había un «clamor» para que el Gobierno central asumiera el liderazgo en la lucha contra el coronavirus y pasara por encima de las competencias de las Comunidades Autónomas. Era también el mensaje del PP, preocupado por el impacto de la enfermedad en la reputación de sus gobiernos autonómicos. Ambos eran los mismos que desdeñaron primero y rechazaron después las últimas prórrogas del estado de alarma, ese instrumento legal excepcional que concede todo el poder al Gobierno central. Por la gravedad de la situación y por las decisiones contradictorias o simplemente absurdas de algunos jueces metidos en el papel de expertos en pandemias, se decía que varias autonomías exigían «instrumentos jurídicos» de los que carecían.

Tanto marear con la Constitución y ahora resulta que algunos de sus principios básicos son sólo unas simples directrices.

Ya tienen una respuesta de Pedro Sánchez. ¿Quieres más seguridad jurídica? Ahí tienes un estado de alarma a medida solo para tu territorio que los partidos del Gobierno de coalición no tendrán inconveniente en ratificar en el Congreso. ¿Os faltan manos para el rastreo de casos? Allá van 2.000 militares. ¿Hay dudas sobre la vuelta al colegio? Os dimos 16.000 millones a fondo perdido para que contratarais profesores y acometierais inversiones. ¿Queréis que Moncloa y Sanidad asuman el control absoluto y por tanto asuman las consecuencias negativas? «El Estado autonómico no es un invento de quita y pon. Está en el Título VIII de la Constitución», explicó el presidente.

Sánchez regresó de sus vacaciones dispuesto a mantener la apuesta. El desgaste brutal sufrido en primavera no pareció notarse mucho en las encuestas, pero es un error pensar que eso va a continuar siendo así. En especial, cuando los datos de contagios en España son ahora muy malos, mucho peores que en el resto de Europa y todavía no ha llegado el otoño cuando el riesgo será mucho mayor, aunque algunos hayan tenido ahora mucha prisa en decretar la inauguración oficial de la segunda oleada de la pandemia. Todos los esfuerzos y sacrificios del confinamiento corren el riesgo de quedar amortizados. Lo mismo se puede decir de los gobiernos que no se pongan las pilas.

La omnipresencia de Sánchez en primavera, con un presidencialismo propio de los amantes de ‘El Ala Oeste’, ha dado paso a la cautela. Mientras los hospitales aguanten en la mayor parte del país, Moncloa ha decidido que es mejor volver al sistema parlamentario y autonómico. Las autonomías cuentan con las competencias y los recursos, después de que hayan recibido la ayuda del Estado, para ejecutar sus funciones. Si hay que ir más lejos, ahí está la opción del estado de alarma para los valientes, que no conlleva necesariamente un confinamiento generalizado.

No se sabe cuándo empezaron a sudar algunos presidentes autonómicos ante el dilema. Algunos ya han salido corriendo para negar que eso sea necesario. Otros más inteligentes se limitan a no precipitarse y afirman que tomarán las medidas necesarias en cada momento. Cuando alguien con mando en plaza dice que cada palo aguante su vela, es conveniente que cada uno tenga claro cuánto pesa esa vela.

Quien no deja que la realidad constitucional le frene es Pablo Casado. Le convenía esperar a ver cómo reaccionaban sus barones regionales, pero ya se sabe que el líder del PP habla más rápido de lo que piensa. Pocos minutos después, acusó a Sánchez de «dejación de funciones» y dijo que no puede ampararse en «el burladero de las Comunidades Autónomas». Cómo son los antisistema. Qué poca confianza tienen en la Constitución.

Sánchez incurrió en el optimismo antropológico que fue la nota predominante de la propaganda oficial de hace unos meses. Quiso dar «un mensaje de alerta y serenidad», una recomendación un tanto contradictoria que suele ser difícil de interpretar. Si estás alerta después de 28.924 fallecidos y un exceso de muertes de 45.000, resulta difícil estar tranquilo. «No nos podemos permitir que la pandemia vuelva a adueñarse de nuestra vida, como en la primavera. Y quiero ser claro en este punto: no lo vamos a permitir. Repito: no lo vamos a permitir», dijo. Por mucho que insista, el caso es que se adueñó de nuestras vidas en el confinamiento, las ha condicionado por completo en el verano y lleva camino de volver a marcarlas en otoño. Es verdad que los gobiernos que sólo ofrecen un mensaje tétrico y fatalista no disfrutan de mucha esperanza de vida. Aun así, ser creíble te obliga a no alejarte demasiado de la realidad.

Más promesas en el tema que más preocupa ahora mismo a millones de españoles. Aunque las competencias de educación sean de las autonomías, Sánchez utilizó la primera persona del plural en este caso. «Vamos a hacer de los centros educativos centros seguros de Covid», prometió. «Les garantizo a los padres y madres y al personal docente que los centros educativos van a ser libre de Covid». Eso es poner el listón muy alto y, por otro lado, es lo que esperan escuchar los progenitores.

«Mi pregunta es: ¿cómo lo va a garantizar?», le respondió un escéptico Casado abriendo los brazos. Resulta que es el mismo compromiso que había anunciado Isabel Díaz Ayuso. «No mandamos a los alumnos a lugares de riesgo. Mandamos a los alumnos a lugares seguros», dijo la presidenta madrileña.

¿Qué otra cosa pueden prometer las autoridades? Se ve que en este tema Díaz Ayuso ha estado al final más despierta que Casado.

Nadie puede ignorar los riesgos. Como le habían exigido los sindicatos, Ayuso anunció la contratación de un alto número de profesores, 11.000, y la reducción a veinte del número máximo de alumnos por aula. Dado que ya se echa encima el curso escolar, la reapertura de las clases se hará de forma gradual por edades. Se asegura la educación presencial a los alumnos de infantil y primaria, y sólo de forma parcial a los de secundaria. La Generalitat catalana de momento deja que cada centro establezca sus criterios, aunque se compromete a abrir todas las instalaciones de enseñanza. Euskadi garantiza la educación presencial en todas las edades. Como cada año, cada autonomía tomará las principales decisiones y algunas, las más afectadas por los nuevos brotes, deberán comunicar muy claramente qué harán si se producen positivos entre alumnos y profesores. Será casi imposible impedirlos. Una vez más, la habilidad en comunicar las malas noticias será la clave que distinga a unos gobiernos de otros.

Póngame todo lo que hayan pedido Euskadi y Catalunya. Esa fue la tendencia de los gobiernos autonómicos cuando optaron por aumentar sus competencias hasta el límite. Ahora algunos desearán no estar tan expuestos. Es lo malo de llevar tatuada la palabra Constitución en la frente. Lo puede ver todo el mundo.

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Los nuevos focos de la pandemia: discotecas, prostíbulos y gobiernos

Los políticos son los primeros que no creen en las instituciones. O al menos sólo creen en ellas cuando las circunstancias les favorecen. Si no es el caso, ignoran lo que dice la ley, su espíritu y lo que ellos mismos dijeron tiempo atrás. El PP se considera amo y señor del constitucionalismo –con independencia de lo que eso signifique– y ahora se niega a negociar la renovación del Consejo General del Poder Judicial, establecida en la Ley Orgánica del Poder Judicial, a pesar de que está pendiente desde finales de 2018. El PSOE alega ser un gran defensor del municipalismo y ahora no permite que los ayuntamientos gasten su superávit en medidas sociales (como también impuso años atrás el PP). Ciudadanos dice que «el Gobierno se ha lavado las manos de la gestión cotidiana de la pandemia», cuando la gestión de sanidad y educación está en manos de las autonomías. Son ellas quienes deciden cuántos médicos, enfermeras, rastreadores y profesores se contratan, porque además son ellas quienes pagan sus salarios. Y en política, quien paga, manda.

«Nos ha dejado a la buena de Dios», ha dicho Carlos Carrizosa, de Ciudadanos. Una parte de esa crítica no está equivocada. Sólo falla la última palabra. El Gobierno de Pedro Sánchez ha dejado a los españoles «a la buena» de Díaz Ayuso, Feijóo, Torra, Urkullu y otros. Todos ellos fueron elegidos después de elecciones y votaciones de investidura. Tienen la legitimidad y las competencias, pero varios han preferido mirar a Madrid a la espera de que les llegue la inspiración. O quizá cuando el panorama empezó a empeorar en agosto y se vio que el verano iba a terminar mal, llegaron a la conclusión de que no querían cargar con todo el marrón y debían buscar «chivos explicatorios», como decían Les Luthiers.

Lo que es indudable es que Sánchez decidió que agosto sería el mes especial autonómico y pasó a segundo o tercer plano. En primavera la oposición le había incinerado por la gestión de la crisis. El PP terminó votando en contra de las prórrogas del estado de alarma y presumió de que el Gobierno madrileño había derrotado al coronavirus y salvado a España. «Nos tienen rehenes y amordazados», denunció Isabel Díaz Ayuso en mayo. Han aplicado «un 155 sanitario», dijo Quim Torra, también en mayo.

Los ‘rehenes’ salieron de las celdas en verano, cegados por la luz y la responsabilidad. Sánchez les entregó las llaves y les deseó buena suerte. Cogió la maleta y las gafas de sol y se fue de vacaciones. A ver qué tal se os da esto. Si tenéis algún problema, no me llaméis. Voy a tener apagado el móvil. Fernando Simón estará en contacto con vuestra gente.

En los gobiernos de Rodríguez Zapatero, hubo una emergencia sanitaria de la gripe A y otras dos crisis menores. Comparadas con el coronavirus, eran casi una broma, aunque podían tener serias repercusiones económicas. Las competencias también estaban entonces en manos de las autonomías, pero el Ministerio de Sanidad realizó una labor de coordinación que facilitó las cosas. Nada de lo que está ocurriendo ahora tiene precedentes. Esta vez, Sánchez decidió que durante un tiempo otros debían pasar por la máquina de picar carne.

Al ver que los gobiernos que preside en Madrid, Galicia, Andalucía o Castilla y León comenzaban a quemarse, los dirigentes del PP ofrecieron dos respuestas: estaban los que acusaban a Sánchez de estar tirado en la tumbona mientras aumentaban los casos y los que decían que estaba tumbado en la hamaca. Es un partido muy disciplinado en esto del mensaje y no pasa nada si hay que obviar qué institución tiene las competencias. No mencionaron a Díaz Ayuso, que ha estado de vacaciones durante buena parte de agosto (es un derecho para todos los trabajadores y también para los políticos) o haciendo yoga en su despacho, porque no se le ha oído mucho. La hiperactiva Ayuso ha dejado que sus consejeros lleven el peso de la respuesta pública ante la realidad de que Madrid vuelve a encabezar el ranking de casos de coronavirus confirmados. Los malos datos del sur de la capital y de la comunidad han obligado al Gobierno madrileño a recomendar a los ciudadanos que «intenten quedarse en casa en las zonas en las que hay más incidencia de casos». Al mismo tiempo, descarta el confinamiento por zonas.

«Nos consta que la gente no sigue nuestras recomendaciones», se ha quejado el viceconsejero de Salud Pública, Antonio Zapatero. Mal asunto si la única carta que le queda a un Gobierno es echar la culpa a la gente.

Si todo esto suena a una aparente contradicción, en Moncloa no deberían reírse del mal ajeno, porque puede ser que en septiembre le toque al Gobierno central lanzar mensajes similares.

Esta es la semana en que el Gobierno reanuda su actividad y está por ver cómo afectará a sus relaciones con las CCAA. El martes, hay Consejo de Ministros y se reúne el secretario de Estado de Educación con los viceconsejeros autonómicos. Dos días después, tres ministros se verán con los consejeros de Educación y Sanidad. Díaz Ayuso dará este martes una rueda de prensa con su titular de Educación.

La posición de partida del Ministerio de Educación: ya se acordó en junio que la vuelta al colegio se produjera en las fechas habituales y de forma presencial. Lo que pasa es que, en términos de evolución de la pandemia, junio ya no vale para mucho. Es como si se refirieran a la anterior legislatura. Si el Ministerio insiste en que las clases deben ser presenciales, es muy posible que esté vendiendo una quimera. La única salida viable sería revertir por completo la tendencia en el aumento de los contagios que se está viendo en las últimas semanas. El incremento es evidente en otros países de Europa, pero los datos de España son muchísimo peores. 19.382 nuevos contagios desde el viernes al lunes, 5.992 en Madrid y 3.570 en Catalunya.

Otro aviso de Educación ha sido recordar que se destinó 2.000 millones de euros del fondo Covid para Educación y casi 260 millones para el Plan Educa en Digital. Es decir, gasten el dinero y luego ya hablamos.

El discurso público sobre la pandemia se está viniendo abajo. Tenemos a políticos reclamando a la gente que controle sus relaciones sociales y a muchas personas acusando en redes sociales a los gobiernos de no realizar su labor. Ambos tienen su cuota de razón, aunque en esta competición no hay ganadores si alguien pierde. Las autoridades no están en condiciones de volver al confinamiento total de la primavera –Macron también lo ha descartado en Francia–, porque el impacto económico sería inimaginable y porque ni siquiera están convencidos de que se vaya a respetar como se hizo entonces. Tenemos un déficit evidente de rastreadores en Madrid («en cada área hoy, sólo de la última semana, hay de cientos a miles de positivos a los que no se les ha llamado. No hemos hecho nada con ellos. Hemos perdido el control de la pandemia. Es criminal decir que esto está bajo control», ha dicho una epidemióloga a El País). Tenemos jueces que se dedican a interpretar el papel de epidemiólogos amateurs y deciden en qué poblaciones se aplican restricciones básicas y en cuáles no. Tenemos brotes en bodas, discotecas, comidas familiares en las que la mayoría de asistentes acaba contagiado, y hasta en burdeles (quién iba a pensar que el distanciamiento social y el sexo eran difíciles de compatibilizar). Y tenemos una feria taurina prevista en Alcalá de Henares, Madrid, con aforo para más 4.000 personas que puede generar imágenes que se verán en el resto del mundo como un ejemplo de que los españoles han perdido la cabeza por pasar demasiado tiempo al sol.

Siempre se puede a ir a peor, pero hay que intentarlo con ganas para llegar a este punto.

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Los colegios van a ser la próxima trinchera donde la clase política se golpee sin piedad

Hace dos semanas, las aulas volvieron a abrirse en varios estados de Alemania. Otros les siguieron después y en el resto se hará en los primeros días de septiembre. Mientras en España continúa el debate sobre si es deseable que cada región tenga su propia normativa, allí no ha habido ninguna duda. Cada Estado federado tiene las competencias sobre educación y establece sus propias normas, lo que no quiere decir necesariamente que sean totalmente diferentes en los 16 länder. A veces, las normas son distintas dentro de cada land atendiendo a las circunstancias locales. Por ejemplo, en el más poblado, Renania del Norte-Westfalia, las mascarillas son obligatorias dentro del aula a partir del quinto curso. En otros estados, sólo lo son en los pasillos y al entrar en clase. La conferencia nacional de ministros de Educación ya estableció que los principios generales pactados son recomendaciones, no órdenes, porque deben llevarse a cabo «en función de las características de las condiciones locales específicas».

En España, la oposición, que gobierna en varias CCAA, ha decidido que debe ser el Gobierno central el que tome todas las decisiones para cubrir las espaldas a las autoridades autonómicas. «No puede haber 17 vueltas al cole diferentes en España», ha dicho Pablo Casado, a pesar de que la incidencia del coronavirus no es uniforme en todo el país. El consejero madrileño de Sanidad, del PP, ya ha dicho que no cree posible una vuelta al colegio totalmente presencial: «En un escenario de crecimiento de casos y con el número de contagiados que tenemos, yo no me plantearía un inicio al cien por cien».

Según la OMS, puede ser segura si la transmisión local del virus es baja. Eso no ocurre en varias comunidades de España, incluida Madrid.

«Nadie puede entender que en Málaga se vuelva al colegio y en Valladolid, no. Que en Barcelona, si hay casos en un colegio, se actúe de una manera y en Madrid de otra contraria», ha comentado Inés Arrimadas, que insiste en que eso no supone saltarse las competencias autonómicas (no dice cómo). Es fácil entender que la reapertura de los centros educativos depende de muchas variables, pero sobre todo del número de docentes. El Gobierno central no puede legalmente obligar a las autonomías a que contraten un cierto número de profesores, aunque cuenta con formas de presionarles para que lo hagan.

En Galicia, el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, exige un «protocolo único» para toda España. Los sindicatos de la enseñanza le acusan de mantener la ratio de 25 alumnos por aula, cuando el Ministerio recomienda entre 15 y 20. Al igual que en sanidad, el PP exige un mando único, que era lo que permitía el estado de alarma. El partido de Casado rechazó votar a favor de la última prórroga en el Congreso, porque consideraba que vulneraba los derechos fundamentales.

Las críticas de los profesores alemanes a sus gobiernos en las últimas semanas son similares a las que se han escuchado en España. Creen que están descargando la responsabilidad de la reapertura sobre unos docentes que ya están al límite. «Siempre hay una reunión de gobernadores con Angela Merkel los miércoles y los ministros de Educación llegan a un acuerdo los jueves. El email de los ministerios no llega a las escuelas hasta el sábado, y luego se supone que nosotros debemos tener todo en marcha el lunes», dijo un profesor de Bonn a Der Spiegel.

Y no es que haya escasez de instrucciones. Ese medio cita el caso de un colegio de la ciudad de Pasewalk que había recibido 85 informes con recomendaciones a finales de julio.

Existe el convencimiento general de que los colegios no pueden estar cerrados mucho más tiempo. Los daños en la educación de niños y adolescentes pueden ser irreversibles o incluso en su bienestar mental. «No podemos tener a nuestros niños sin estudiar. No podemos hipotecar la competitividad de nuestras promociones de niños. No podemos hacer que dos promociones de nuestros niños no tengan una educación con el mismo nivel de calidad que cualquier otra», dijo Fernando Simón esta semana. El aviso es aún más claro en relación a las familias sin medios informáticos suficientes ni espacio en casa para continuar con clases online.

Si esperamos que la ciencia ofrezca las respuestas necesarias para que la vuelta al colegio sea segura al cien por cien, no vamos a encontrar esa tranquilidad de espíritu. Un estudio en Corea del Sur de hace unos meses llegaba a la conclusión de que los niños de menos de 10 años tenían una menor capacidad de contagio. Los estudios posteriores lo han desmentido. Uno muy reciente, originado en Massachusetts, sostiene que los niños contagiados tienen una carga viral, y por tanto potencial de contagio, similar a la de los adultos, aunque sus síntomas sean de menor gravedad.

Algunos gobiernos ya han anunciado en España sus planes con mayor o menor concreción. El de la Comunidad Valenciana ha prometido gastar 200 millones de euros para aumentar el número de profesores. Otros como los de Andalucía y Navarra también se comprometen a contratar más docentes. Los ministros de Educación y Sanidad se reunirán con los consejeros autonómicos la próxima semana y será entonces cuando se concreten las medidas que harán posible la apertura de los colegios. «Hoy las familias en España están llenas de dudas en relación a la vuelta a la escuela. Nosotros, los gobiernos, estamos obligados a otorgar certezas», ha dicho el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara.

Cuando el número de contagiados no ha parado de aumentar día tras día esta semana, si hay algo que nadie está en condiciones de ofrecer en este momento son certezas.

41 de las 825 escuelas de Berlín ya han informado de casos de coronavirus entre sus alumnos o profesores. Centenares de ellos han tenido que quedar aislados en sus domicilios por haber estado en contacto con contagiados. Eso en un país en el que el número de nuevos casos está aumentando (el último dato diario es de 1.426), pero muy por debajo de lo que está ocurriendo en España (3.650, el viernes).

Cuando eso pase en España, veremos cuánto tardan los gobiernos en echarse la culpa mutuamente. Esa sí es una certeza que podemos tener clara.

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Díaz Ayuso ya salvó al mundo una vez, no tengáis tanta prisa ahora

Hace un mes, el aumento de brotes en Catalunya y otras zonas del país hizo saltar las alarmas. Se acabó toda esa ficción de que se podía salvar una parte de la temporada turística y recibir a los extranjeros con los brazos abiertos. El coronavirus no se había ido. El aumento de los contactos sociales en época veraniega fue el previsible combustible del incremento de casos. Pero había una comunidad autónoma, una de las más afectadas en primavera, que parecía estar libre de problemas. Madrid estaba muy abajo en la lista de brotes. La realidad es que no puedes encontrar lo que no estás buscando. El Gobierno de Isabel Díaz Ayuso no había contratado el número suficiente de rastreadores, ni siquiera la cifra bastante escasa que había prometido.

¿La respuesta del Gobierno madrileño a las críticas recibidas por la falta de inversión en prevención y vigilancia? No necesitamos más rastreadores. Tenemos 138 (para una población de 6,6 millones), dijo el vicepresidente, Ignacio Aguado, el 23 de julio. «El problema no es que la Comunidad de Madrid no tenga rastreadores. Es que adaptamos el equipo de rastreadores a las necesidades que vamos encontrándonos en el día a día». Como dicen los jefes en el trabajo cuando no quieren tomar una decisión: lo vamos viendo.

En esas fechas, podía ocurrir que una persona diera positivo por prueba PCR en Madrid y que a las personas con las que había tenido contacto, por ejemplo, su mujer, les dieran cita en el ambulatorio para dentro de siete días. El rastreo de casos sospechosos brillaba por su ausencia. También fue en julio cuando a la presidenta madrileña se le ocurrió la idea de «un proyecto experimental de cartilla Covid-19», una idea maravillosa para separar a «las personas que no contagien» de las otras y que pudieran hacer «una vida normal». Fue olvidada en menos de 48 horas.

Era la época en que Aguado insistía en que el aeropuerto de Barajas, que nunca ha tenido menos vuelos, era un «coladero», porque el Gobierno central no hacía nada para impedirlo. Si se escribe Barajas+rastreadores en un buscador, se verá cuántos medios compraron el mensaje. La pandemia era una cosa que sólo les pasaba a los otros. Teniendo en cuenta los brotes posteriores ocurridos en Fuenlabrada y Móstoles, resultaba extraña la gran afluencia de pasajeros de Barajas con destino a esas dos localidades madrileñas no muy conocidas por sus lugares de interés turístico.

Un mes después, la fantasía del coladero ha tocado a su fin. Madrid vuelve a ser el problema. El Gobierno madrileño decidió esperar y agosto le tomó la palabra. El número de casos se ha multiplicado por cuatro. El de hospitalizados, también. Los datos conocidos este miércoles son aún peores. 1.535 nuevos casos diagnosticados el día anterior. 10.487 en los últimos siete días. 17.873 en los últimos catorce días. Todas esas cifras son las mayores de España. Si en Madrid se hacen entre 7.000 y 8.000 pruebas PCR diarias, la tasa de positividad de esos 1.535 nuevos casos sería del 19%. Según la OMS, por encima del 5% tienes un problema.

A mediados de agosto, el consejero de Sanidad de Madrid tenía una cita ineludible: visitar las obras del llamado hospital de la pandemia, la última iniciativa estrella de su Gobierno, fotos y declaraciones a los periodistas incluidas. Enrique Ruiz Escudero alardeó de que el centro contará con sistemas de Inteligencia Artificial para aumentar la seguridad de su personal y pacientes. Las obras fueron asignadas a varias grandes constructoras, entre las que están Dragados, Ferrovial y Sacyr, con un presupuesto estimado de 50 millones. Han tenido más suerte que los centros de Atención Primaria y las personas que podían haber sido contratadas como rastreadoras. Se supone que el hospital estará terminado en otoño. Alguien dio por hecho que hasta entonces no era necesario perder la calma.

En la cabeza de Ayuso, la localización del hospital era perfecta, porque los contagiados por coronavirus que llegaran por Barajas podían ser enviados a ese centro (¿directamente?, ¿aunque no estuvieran enfermos?), porque estaba «muy cerca del aeropuerto». «Creo que hay muy pocas capitales del mundo que tengan un aeropuerto y un hospital juntos prácticamente», dijo. Quizá porque es más interesante tener un hospital cerca de donde viven las personas, no de donde aterrizan los aviones.

A principios de julio, el PP madrileño estaba tan crecido que lanzó un vídeo para homenajear a Díaz Ayuso y colocarla al nivel de Agustina de Aragón en la lucha contra el coronavirus. Ella «se adelantó al cierre de colegios». Ella «alertó del repunte de contagios». Ella «advirtió del peligro de contagio en jóvenes». Ella «anunció que cerraría las peluquerías» (la última línea de defensa de Occidente). Ella «alertó del peligro para mayores y enfermos». Ella «pidió el uso obligatorio de mascarillas» (luego fue una de las últimas autonomías en decretarlo). Ella «exigió un plan Barajas contra el Covid» (Barajas, cómo no). «Ayuso siempre se adelantó», terminaba el vídeo.

Y al séptimo día descansó.

Recordaba el tiempo en que el PP exigía al Gobierno que pusiera fin al estado de alarma y dejara a los gobiernos autonómicos que hicieran su trabajo sin interferencias. «El mando único sólo sirve para imponer, pero no para contribuir a que los ciudadanos recuperen su vida anterior al Covid», dijo Díaz Ayuso en mayo en la Asamblea de Madrid, como si eso fuera ya posible en ese momento. Pero llegó el verano y ella, agotada después de marcar el rumbo a la humanidad, cambió sorprendentemente de mensaje. El 15 de agosto, reclamó al Gobierno central que tomara el mando (se supone que único) contra la pandemia. «Necesitamos una única estrategia», anunció la misma persona que había frenado ella sola al virus.

La reapertura de los colegios en septiembre es otro asunto en que el Gobierno madrileño quiere que sea Moncloa quien diga qué hay que hacer. Las competencias en educación están en manos de las comunidades autónomas y cada una de ellas puede aplicar las medidas que considere oportunas, por ejemplo en función del nivel de contagios en cada zona, y además asignarles la financiación necesaria. Las gobernadas por el PP se quejaron en primavera de que las conferencias de presidentes autonómicos no servían para mucho. Ahora suplican para que en la próxima reunión, prevista para finales de mes o principios de septiembre, se acuerden esas medidas y todos vayan juntitos por la misma senda sin que nadie se distinga. Si algo sale mal, necesitan encontrar a alguien a quien echarle la culpa o al menos que no les señalen a ellos.

Los docentes de Madrid creen que las medidas hasta ahora conocidas no garantizan su salud. Los sindicatos han convocado una huelga de profesores para el inicio del curso escolar. Exigen un aumento de las plantillas de profesores y del personal de limpieza y la reducción del número de alumnos por aula. «Presentaremos próximamente nuestra estrategia», les ha respondido Ayuso en Twitter. Para qué tanta urgencia si todavía quedan dos o tres semanas para la reapertura de los colegios.

Díaz Ayuso ya está pensando en las fotos de la inauguración de su segundo hospital milagro del coronavirus. No puede ser que le metan prisa con asuntos que no son tan importantes. Ella salvará otra vez al mundo cuando toque.

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Emiratos Árabes, un paraíso para Juan Carlos I y una pesadilla para los disidentes

Casi todos los titulares sobre el Golfo Pérsico se los lleva Arabia Saudí y su príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, en especial desde el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado de Estambul. Pero si queremos saber quién es el gobernante más influyente de Oriente Medio, hay que viajar más al este, entrar en los Emiratos Árabes Unidos –la nueva residencia de Juan Carlos de Borbón desde que abandonó España– y observar a su máximo gobernante, el príncipe Mohamed bin Zayed, que no es otro que el principal mentor político de Bin Salmán.

Bin Zayed fue la punta de lanza de las monarquías absolutistas del Golfo Pérsico contra la Primavera Árabe. Por su influencia en el príncipe saudí, consiguió que esos regímenes conservadores aliados de EEUU se unieran contra los Hermanos Musulmanes en toda la región, fueran decisivos en el apoyo al golpe de Estado que acabó con el Gobierno islamista en Egipto y se lanzaran contra Yemen cuando las milicias chiíes de los huthíes estaban a punto de hacerse con el poder en ese país. Con la decisión de iniciar relaciones diplomáticas con Israel, Bin Zayed se prepara para la posible victoria de Joe Biden en las próximas elecciones norteamericanas y poder continuar siendo un socio indispensable para EEUU, aunque se produzca un cambio de partido en la Casa Blanca.

Emiratos participó con Arabia Saudí en la invasión de Yemen, que ha destruido el país y enviado a la pobreza a millones de personas. Los frecuentes bombardeos aéreos con numerosas víctimas civiles fueron responsabilidad de los saudíes. Los emiratíes, con un Ejército mucho más preparado, intervinieron en distintas operaciones en el sur del país, para que las que también contrataron a mercenarios africanos, en especial de Sudán. Libia es otra guerra en la que los Emiratos han tenido una intervención destacada. Partiendo de suelo egipcio, sus aviones han realizado muchas misiones de bombardeo con el fin de apoyar a las tropas del general Haftar, que en los últimos meses ha fracasado en su intento de tomar Trípoli y asumir todo el poder.

Los Emiratos cuentan con una población de casi diez millones de habitantes, de los que sólo el 11% ha nacido en el país y por tanto tiene todos los derechos de la ciudadanía. Más del 60% procede del sur de Asia y forma el ejército de trabajadores: 2,6 millones llegaron de India, 1,2 millones de Pakistán. No importa el tiempo que pasen en alguno de los siete emiratos que integran esta confederación. Siempre serán ciudadanos de segunda clase. Son los que mantienen la economía en funcionamiento. Los inmigrantes están atados al sistema de kafala, por el que son patrocinados por un empresario o particular emiratí y del que dependen por completo, lo que les hace víctimas frecuentes de la explotación laboral.

La modernización económica está mucho más avanzada en los Emiratos que en Arabia Saudí. El petróleo y el gas fueron los que propulsaron la economía del país, pero ahora suponen el 25% de sus ingresos. Abú Dabi y Dubái se convirtieron en centros financieros esenciales para las relaciones económicas entre Europa y Asia. Dubái es además desde hace décadas el principal centro de entretenimiento del Golfo, el lugar donde es fácil consumir bebidas alcohólicas en locales nocturnos, además de otros placeres no tolerados por las leyes del Emirato. Es una de las razones por las que Dubái recibe 15 millones de turistas al año.

Los extranjeros deben saber que no es un destino turístico normal. Besarse en público es considerado un delito que para ellos o ellas puede suponer la deportación del país, como así ha ocurrido en varias ocasiones. Algunas mujeres extranjeras que fueron violadas descubrieron después que no sólo no se investigó el delito, sino que ellas fueron acusadas por consumir alcohol en un lugar prohibido o mantener relaciones sexuales extramaritales.

La homosexualidad es ilegal en los Emiratos. Las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo son castigadas con hasta catorce años de prisión en Abú Dabi y con diez años en Dubái.

Un método tradicional de castigo es la pena de latigazos para numerosos delitos. Cien latigazos es la pena habitual por adulterio o por tener relaciones sexuales con una persona con la que no estás casado. Ochenta para un musulmán si es sorprendido bebiendo alcohol (no suele ocurrir con los millonarios de otros países musulmanes que visitan el país y beben en hoteles y restaurantes). Ochenta también por conducir bebido.

La disidencia política es perseguida con dureza. Organizaciones de derechos humanos denuncian que la práctica de torturas –con palizas y descargas eléctricas– es habitual en comisarías y prisiones. Un tímido intento por llevar los ideales de la Primavera Árabe fue anulado con rapidez. Un centenar de activistas firmó una petición dirigida a las autoridades para reclamar el inicio de un proceso de reformas democráticas. Muchos fueron encarcelados, mantenidos entre rejas durante semanas o meses y finalmente condenados a largas penas de prisión. Uno de ellos, Ahmed Mansur, volvió a ser detenido en 2017. Un año después, fue condenado a diez años de prisión por «publicar informaciones falsas o manipuladas en redes sociales» contra el Gobierno. Actualmente, sigue en la cárcel.

No cabe duda de que la represión está modernizada. En 2019 millones de personas en todo el mundo, la mayoría en los Emiratos, se descargaron una aplicación de mensajería llamada ToTok. Meses después se supo que la compañía que la lanzó al mercado formaba parte de una empresa de ciberinteligencia de Abú Dabi llamada DarkMatter, en la que trabajan agentes de la inteligencia emiratí y antiguos miembros de la NSA y de los servicios secretos israelíes. ToTok es en realidad una herramienta de vigilancia masiva que permite rastrear mensajes, geolocalizaciones e imágenes de sus usuarios. El FBI está investigando en EEUU a DarkMatter por su posible participación en delitos de ciberespionaje.

La inversión en ciberinteligencia y la contratación de expertos norteamericanos e israelíes han permitido a Emiratos estar en la vanguardia tecnológica de esos campos. Sus organismos de seguridad han participado en campañas contra el Gobierno de Qatar y colaborado con el Gobierno saudí en la persecución de las activistas que luchan por los derechos de la mujer. Unas semanas antes de que Arabia Saudí permitiera conducir a las mujeres, aquellas que habían participado en la campaña por conseguir ese derecho empezaron a ser detenidas. El Gobierno de Emiratos detuvo en Abú Dabi a Loujain al-Hathloul, la más conocida de todas, la metió en un avión y la trasladó a Arabia Saudí, donde fue encarcelada. Su familia denunció que fue torturada al negarse a obtener la libertad a cambio de renunciar a sus principios. Hoy sigue en prisión.

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La destrucción de Beirut no tiene su origen en un barco, sino en un sistema político corrupto y sectario

Hay dos tipos de grandes catástrofes que pueden originar daños inmensos en un país. Aquellas que son muy difíciles de prever o impedir, bien porque son producto de la naturaleza o tienen lugar en países pobres sin medios para anticiparse a ellas, y aquellas cuyo origen se puede explicar por las carencias estructurales de ese Estado, sea debilidad, corrupción, incompetencia o una suma de ellas.

La tragedia de Líbano causada por la explosión del puerto de Beirut es sin duda un ejemplo del segundo caso. Décadas de un sistema político clientelar y sectario han tenido como resultado un Estado débil, donde el cumplimiento de las funciones administrativas más elementales es un asunto secundario frente a lo que realmente importa: el reparto de los altos cargos y de los empleos públicos que arrastran consigo en favor de los intereses de grupos políticos y líderes corruptos. No existen los intereses nacionales, sólo los de aquellos que se turnan en el control de las instituciones del Estado.

¿Cómo es posible que la peligrosa carga de un barco incautado hace seis años fuera almacenada en el puerto de Beirut? El buque, que transportaba 2.700 toneladas de nitrato de amonio a Mozambique, fue abandonado por sus dueños e incautado por decisión de un juez. Los responsables del puerto afirman que solicitaron en repetidas ocasiones al tribunal que encontrara una fórmula para sacar ese producto de sus instalaciones al suponer un «grave peligro». Les dijeron que el contenido de la carga iba a ser subastado y después ya no recibieron respuesta. La subasta nunca se llevó a cabo.

Fotos del cargamento de nitrato de amonio guardado en el almacén 12 del puerto de Beirut.

Ninguno de los gobiernos en el poder desde entonces tomó la decisión de trasladar el nitrato de amonio o destruirlo, como deberían haber hecho por razones evidentes de seguridad. Es un patrón de conducta que se ha repetido en múltiples crisis políticas y económicas en el país, como la producida por el hundimiento del sistema de recogida de basura en Beirut en 2015 o la actual crisis financiera. Las rivalidad entre los caciques que controlan la política y los intereses de los partidos políticos, que en realidad no funcionan como tales, predominan sobre todo lo demás. Los cargos de la Administración se reparten en función de criterios políticos o identidad religiosa. Ocurre tanto en la elección de los principales dirigentes del Estado como en posiciones inferiores de la Administración.

El llamado Pacto Nacional de 1943 sentó las bases del Estado libanés moderno a través de un sistema confesional. Con base en el censo de diez años atrás, que establecía que el grupo más numeroso era el formado por los maronitas cristianos, por cada seis escaños del Parlamento asignados a los partidos cristianos, las formaciones que representaban a los musulmanes recibían cinco. El presidente debía ser cristiano. El primer ministro, musulmán suní. El presidente del Parlamento, musulmán chií.

El reparto mantenía los privilegios políticos que el sistema colonial francés concedía a los maronitas. Reservaba parcelas de poder a la élite musulmana suní y dejaba escasa influencia en las manos de los musulmanes chiíes, que en las décadas siguientes fue el grupo de mayor crecimiento demográfico. No era una casualidad que los chiíes fueran la mayor parte de los pobres.

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El sistema tuvo algunos cambios en 1989 con el Acuerdo de Taif con el que se puso fin formalmente a la guerra civil. La representación política de cristianos y musulmanes se equilibró al 50%. El primer ministro ya no rendía cuentas al presidente, sino al Parlamento. Se suponía que el pacto pondría fin al reparto sectario del poder –ese era uno de sus objetivos–, pero lo que hizo fue perpetuarlo. El país cayó bajo la influencia de Siria, que mantuvo en Líbano a miles de soldados hasta que el asesinato del primer ministro Rafiq Hariri provocó una movilización popular y la salida de las tropas sirias en 2005.

Todas las convulsiones políticas de esa época, incluida la invasión israelí de 1981, habían convertido a Líbano en un juguete de intereses extranjeros. Los caudillos cristianos y musulmanes se adaptaron a esa situación, le sacaron provecho y mantuvieron su poder cuando el país dejó de estar en las portadas de los medios.

Como todas las infraestructuras que son fuente de ingresos, el puerto de Beirut era uno de los lugares más apetecibles para los que se aprovechan de los recursos públicos en beneficio propio. Eso incluye a grupos criminales, milicias y facciones políticas, escribe en el NYT Faysal Itani: «Múltiples agencias de seguridad con niveles diferentes de competencia (y diferentes lealtades políticas) controlan varias de sus operaciones. La contratación de la burocracia civil se hace en función de cuotas políticas o sectarias. Hay un persistente negligencia institucionalizada, corrupción a menor nivel y asignación de culpas a otros que es endémica en la burocracia libanesa, todo ello controlado por una clase política que se caracteriza por su incompetencia y desprecio por el bien común».

En octubre de 2019, una rebelión popular sin adscripción política se lanzó a las calles para exigir el fin de la corrupción y el sectarismo. El primer ministro tuvo que dimitir, pero nada cambió. Se formó un nuevo Gobierno de apariencia tecnocrática y sin poder real.

Los meses posteriores fueron aun peores. El Estado está en bancarrota, al igual que el sistema financiero. El tipo de cambio oficial, 1.500 liras libanesas por dólar, fijo desde hace 23 años, es una ficción: ahora supera los 4.000 en el mercado negro. Incluso es difícil establecer el precio real de la lira ahí. El Gobierno se lanzó contra las tiendas de cambio por implicarse en el mercado negro y estas respondieron cerrando sus puertas. Algunos cálculos indican que en muchos sitios se pagan hasta 9.000 liras por cada dólar. Los bancos ya no permiten a sus clientes sacar su dinero de las cuentas, salvo pequeñas cantidades.

Los servicios públicos dependientes del Estado también sufren las consecuencias. Algunas zonas de Beirut sólo tienen suministro eléctrico durante cuatro horas al día. Entre los sectores más vulnerables está el millón de refugiados sirios que residen en el país.

La inflación ha hecho que el precio de productos básicos esté fuera del alcance de la mayoría de los libaneses. En el último año, el precio de ocho alimentos básicos –arroz, sal, azúcar y aceite entre otros– ha aumentado el 56%, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU.

El país importa el 80% de lo que consume, porcentaje que se eleva al 90% en el caso del trigo. Sin divisas con las que pagar esas importaciones, el desabastecimiento está garantizado. El Gobierno negocia con el FMI un préstamo de urgencia de 10.000 millones de dólares, pero esta ayuda siempre está condicionada a la aplicación de reformas y nadie cree que en un país como Líbano la Administración tenga fuerza suficiente para ejecutarlas.

La explosión del puerto ha destruido hasta 15.000 toneladas de trigo que estaban almacenadas allí. En estos momentos, se calcula que el país sólo tiene trigo para un mes de consumo. Miles de viviendas y oficinas han sido destruidas o gravemente dañadas. Sus propietarios ni siquiera pueden sacar dinero de sus cuentas para iniciar las reparaciones a causa de las restricciones impuestas por los bancos. Nadie espera que el Estado pueda facilitar los créditos y ayudas necesarias para iniciar la reconstrucción.

La tragedia ha sido denominada en algunos medios como «el Chernóbil de Líbano». Siempre se dijo durante los largos años de guerra civil que los libaneses tenían una asombrosa capacidad para adaptarse a las penalidades. Eso casi se convirtió en un cliché periodístico que propagó la imagen de un país que estaba en condiciones de soportarlo todo. Si alguna vez fue cierto, ya no lo es.

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