Lev Gudkov lleva décadas estudiando la sociedad rusa desde los tiempos de la Unión Soviética. Como director de Levada, el único instituto independiente de encuestas del país, es uno de los observadores más imparciales de la realidad política. Ahora mismo, es muy pesimista sobre la posibilidad de que haya una contestación en la sociedad contra la guerra de Ucrania, bien porque una parte de la población apoya los objetivos del Gobierno o porque otros se limitan a aceptar el relato oficial que encuentran en los medios de comunicación. Lo explica en una entrevista con Der Spiegel. Aquí pueden leerse algunas de sus respuestas:
«La propaganda del Estado aún consigue forjar un amplio consenso. Muy recientemente, la mayoría de los encuestados, un 53%, creía que la operación militar en Ucrania ha sido un éxito. En general, son gente que ve la televisión estatal y tiene poco acceso a internet, son los rusos de más edad. Pero hay otro sector de la sociedad, más pequeño, un tercio de los encuestados, que dice que la operación no ha tenido éxito».
Sobre las opiniones de estos últimos:
«Dicen que la operación está llevando mucho tiempo, que no se han hecho progresos. La gente se preocupa casi exclusivamente por la derrota militar de su propio país, el caos en el Ejército, la incompetencia de la cúpula militar. Durante años, les dijeron que el Ejército ruso era el más fuerte y que tenía armamento milagroso, pero ese mito se ha evaporado».
Sobre el nulo impacto de la destrucción causada en Ucrania por la guerra en las opiniones de los ciudadanos rusos.
«Los ataques contra Ucrania y las masacres no juegan ningún papel. Los rusos muestran poca compasión por los ucranianos. Casi ninguno habla de que están matando a gente en Ucrania».
No es una sorpresa, para Gudkov:
«La guerra ha expuesto mecanismos en la sociedad que existen desde los tiempos soviéticos. Por pura costumbre, la gente se identifica con el Estado y adopta su retórica sobre la lucha de la patria contra el fascismo y el nazismo, igual que hicieron en los tiempos soviéticos, para justificar la situación. Ha estado presente en la mente de la gente desde hace bastante tiempo, y la propaganda ha activado esos mecanismos. Se cierran ante cualquier compasión y empatía por lo que está sucediendo en Ucrania. Esos sentimientos sólo se aplica a los muertos y heridos propios, son ‘nuestros hombres'».
Sobre si esperaba un apoyo tan claro a la guerra desde el principio:
«No, esta pasividad y sometimiento es decepcionante. Realizamos una encuesta exprés telefónica el 27 de febrero, justo después del comienzo de la guerra. En ese momento, yo aún pensaba que la reacción sería muy crítica contra la guerra. Pero estaba equivocado. El 68% apoyaba la guerra. Yo estaba totalmente en contra de publicar esa encuesta. Nuestros jefes quedaron horrorizados al principio, porque habíamos gastado dinero en ella, del que no tenemos mucho. Pero publicar esos datos en una situación como esa sólo hubiera añadido gasolina al fuego. Publicamos la encuesta más tarde, en marzo, después de que institutos del Gobiernos difundieran sus datos».
Le preguntan si la sociedad rusa es consciente del alto número de bajas en las tropas rusas:
«Realmente no. Estamos experimentando una censura total. Facebook y Twitter están bloqueados. El porcentaje de los que saben cómo saltarse ese bloqueo a través de VPN ha subido de un 6%-8% a un 23%, pero aún es pequeño. La mayoría son jóvenes o habitantes con estudios de las mayores ciudades. (…) Para una clara mayoría, especialmente los rusos de más edad, las únicas fuentes de información creíbles son los canales de la televisión estatal».
Los más jóvenes, especialmente si viven en grandes ciudades, siempre han sido los más críticos con el Gobierno de Putin, y ahora también con la guerra. Después del decreto de movilización de 300.000 personas, centenares de miles de ellos decidieron abandonar el país para escapar del reclutamiento. Esa es una forma de protesta que debilita a la economía, pero no directamente al Gobierno. Gudkov no ve en estos momentos mucho margen para protestas en la calle contra Putin:
«La disposición para participar en las protestas ha caído de forma clara en los últimos meses. La gente tiene miedo de la policía y de la represión. El número de presos políticos se cuenta por centenares. Pero el mayor miedo es al aislamiento si vas contra la mayoría. He hecho esta pregunta en nuestras encuestas durante año: ‘¿Estás dispuesto a luchar (en una guerra) si es necesario?’. Y siempre más del 50% responde: ‘Tenga razón mi país o no, estoy dispuesto’. Desde luego, muchos de ellos no quieren combatir, pero se comportan de una forma conformista hacia el Estado. Hemos visto que aquellos que han podido han huido del país».
La movilización militar sí supuso un fuerte golpe al conformismo en que vive la sociedad rusa, dice Gudkov:
«Cuando se anunció la movilización, fue un shock. La gente lo vio como un anuncio de una derrota. En agosto, el 48% estaba a favor de continuar la guerra, mientras que un 44% apoyaba las negociaciones de paz. Después de la movilización de octubre, cambió: un 57% estaba a favor de las conversaciones de paz, mientras que sólo el 36% quería continuar la guerra».
Gudkov comenta que en las encuestas de noviembre el apoyo a las negociaciones de paz se redujo cuando se anunció que la primera fase de la movilización había terminado, lo que hizo que bajara la preocupación social. Pero la incertidumbre sobre el futuro y el impacto social de la guerra siguen estando ahí. Dice que una mayoría opina que Putin mentía cuando hablaba de una «movilización parcial». Un 63% cree que la movilización continuará. Sobre las expectativas o falta de ellas de los encuestados:
«Las previsiones sobre el futuro se han reducido a unas pocas semanas. Más de la mitad de los encuestados dicen: ‘No sé lo que ocurrirá dentro de un mes’. No es posible planificar o ahorrar el dinero que la mayoría no tiene. La gente cree que la guerra durará durante mucho tiempo».
A mediados de octubre de 2022, la cúpula militar rusa decidió que ya había tenido suficiente con las frecuentes críticas publicadas en canales de Telegram por periodistas y bloggers ultranacionalistas contra la incompetencia mostrada por el Ejército en la guerra de Ucrania. Exigió a la Fiscalía que tomara medidas contra siete de ellos por violar la ley que castiga la difusión de “información falsa” sobre las Fuerzas Armadas. Entre ellos estaban Semen Pegov, con 1,3 millones de seguidores en Telegram, e Igor Girkin, un exagente de los servicios de inteligencia con 600.000.
Ninguno fue procesado, a pesar de que críticas menos directas ya habían sido perseguidas con multas o penas de prisión cuando procedían de personas que se oponían a la invasión. El aviso sirvió para que rebajaran las críticas durante un tiempo, que no duró mucho. Cuando el Ejército ruso se vio obligado a retirarse de la ciudad ucraniana de Jersón, volvieron los ataques. No era su ideología la que los protegía, sino el mismo Kremlin.
Si había alguna duda, Vladímir Putin la despejó en un discurso en el Ministerio de Defensa el 21 de diciembre. A los militares reunidos ante él, les dijo que deberían aceptar esas críticas: “Obviamente, la reacción de las personas que detectan problemas, y los problemas son inevitables en una operación de tales dimensiones, puede estar también cargada de emociones. No hay duda de que es necesario escuchar a aquellos que no están ocultando los problemas existentes, sino que intentan contribuir a su solución”.
Sus palabras se interpretaron como un respaldo a las voces influyentes de los halcones que defienden al Gobierno desde la televisión y plataformas digitales, reclaman el uso de todos los medios necesarios para destruir la resistencia ucraniana y lamentan la incapacidad del Ejército para cumplir los objetivos del Kremlin. Con una salvedad. Nunca critican personalmente a Putin.
Todo empieza y acaba con Putin en la política de Rusia desde que se inició la guerra en febrero de 2022. La decisión de invadir Ucrania fue suya, como lo había sido la de ocupar Crimea en 2014, en este último caso contra el consejo del alto mando militar. Todos los fracasos de los militares en el campo de batalla no le han hecho moverse un centímetro de su estrategia, a pesar de que se basaba en una confianza excesiva en la capacidad de su Ejército y en subestimar la fortaleza de la defensa ucraniana y de la ayuda que podía recibir de Europa y EEUU.
Ya no puede vender optimismo, por lo que sólo puede prometer una guerra larga. La situación actual no es muy alentadora para Moscú. En un discurso de diciembre dirigido a los agentes de los servicios de seguridad e inteligencia, Putin no ocultó que el control ruso de las zonas ucranianas ocupadas no está garantizado: “Afrontáis tareas difíciles ahora. La situación en las repúblicas del Donetsk y Lugansk, y en las regiones de Jersón y Zaporiyia, es extremadamente complicada”.
Después de la retirada de Jersón, que había sido anexionada a Rusia por decisión de la Duma, cualquier triunfalismo está fuera de la realidad.
Los miembros de las élites políticas y económicas en contacto con el Kremlin que aceptan hablar de forma anónima con medios extranjeros admiten que es muy difícil saber cuáles serán las decisiones que tome Putin en el futuro. Catherine Belton, periodista de The Washington Post y autora del libro ‘Los hombres de Putin’, habló recientemente con algunos de ellos. “¿Cómo puede decirnos (Putin) que todo va según los planes cuando ya estamos en el décimo mes de guerra y se nos dijo que sólo se iban a necesitar unos pocos días?”, se pregunta una fuente del Gobierno.
El presidente cuenta con un círculo muy reducido de asesores de auténtica confianza. Todos los que están fuera no saben exactamente qué puede pasar.
Serguéi Markov, profesor de Ciencia Política que fue diputado de Rusia Unida y asesor de Putin, dijo a Belton que el Gobierno, es decir, Putin, aún no ha tomado la decisión más importante sobre cómo afrontar la guerra: “Hay dos posibles caminos para el futuro. Uno es que el Ejército continúe luchando mientras el resto de la sociedad tiene una vida normal, como ha ocurrido este año. El segundo camino es el de Rusia en la Segunda Guerra Mundial, cuando todo estaba orientado hacia el frente y la victoria”.
El Gobierno decretó en septiembre una movilización parcial con la que se reclutó a 300.000 nuevos soldados. Según la versión oficial, la mitad de ellos aún están siendo entrenados en Rusia. Es muy posible que no sea la última.
Los halcones como Markov quieren que Putin se decida por una movilización militar total que esté a la altura de la retórica que utiliza el presidente en sus discursos. Los hay más influyentes que ese profesor. Los dos más conocidos son el líder checheno Ramzán Kadírov, y el jefe de la empresa Wagner, Yevgueni Prigozhin. Kadírov era antes un personaje marginal en Moscú. Le bastaba con tener el apoyo de Putin para dirigir Chechenia como si fuera su finca particular. Al prestar atención a la guerra y dedicar fuertes críticas a la cúpula militar, la audiencia de su canal de Telegram ha pasado de 60.000 personas a tres millones.
Prigozhin ha convertido a los mercenarios de Wagner en una fuerza significativa en el frente ucraniano. Según una estimación de la Casa Blanca, la compañía cuenta con 50.000 combatientes en Ucrania, de los que 40.000 son antiguos presos. Wagner ha reclutado a miles de ellos en las cárceles con la promesa de que obtendrán indultos o reducciones de pena. Ninguna ley rusa permitía a una empresa privada hacer tal oferta, pero el Kremlin se ocupó de que fuera posible.
Los ha enviado a Bakhmut, donde se han producido los combates más duros de las últimas semanas sin que ninguno de los dos bandos haya podido imponerse. La ciudad no tiene un inmenso valor estratégico, pero Prigozhin ha decidido que sacrificará el número de soldados que sea necesario para conceder a Putin una victoria.
El empresario mantiene un duelo constante con el ministro de Defensa, Serguéi Shoigu, y el jefe del Ejército, Valeri Gerasimov, a los que acusa de no haber facilitado el armamento y material que sus fuerzas requieren. Mercenarios de Wagner han grabado vídeos llamando “pedazo de mierda” al general Gerasimov por faltarles proyectiles de artillería en Bakhmut. Prigozhin no les ha desautorizado ni castigado.
Putin podría haber puesto fin a esas críticas en cualquier momento, pero no ha querido hacerlo. Le conviene que los partidarios del Gobierno compitan entre ellos para cumplir sus deseos.
En este ambiente político, ha surgido un protagonista inesperado, el expresidente Dmitri Medvédev, que fue presidente de 2008 a 2012 cuando la limitación constitucional de mandatos impedía a Putin ser reelegido. Medvédev –el primer director de campaña de su mentor en 1999– era un tecnócrata empeñado en la modernización de la economía rusa y su apertura a Occidente que se ha convertido en un ultranacionalista de nuevo cuño.
Ahora en sus ansias por ser el más halcón de los halcones, promueve la destrucción completa de Ucrania y un enfrentamiento total contra EEUU y la UE. A finales de diciembre, publicó en Twitter una serie de predicciones para 2023 que contenía pronósticos tan delirantes como la ruptura de la UE, la desaparición del euro, una guerra entre Francia y Alemania, y una guerra civil en EEUU que hará que California y Texas pasen a ser estados independientes.
Está claro que fuera del partido de la guerra no hay posibilidades de prosperar en el sistema político ruso.
A pesar de esas diferencias, los comentarios sobre luchas de poder en el Kremlin y la futura sucesión de Putin no pasan de ser especulaciones. Todo podría ser distinto si las encuestas mostraran un claro rechazo a su política y eso no ha ocurrido. Las apelaciones de los medios de comunicación progubernamentales a la unidad de la nación en torno a su presidente y a la misión histórica de Rusia han sido efectivas entre una mayoría de la población.
El 81% de los rusos apoya a Putin, según una encuesta de finales de noviembre del centro independiente Levada, frente a un 17% que lo rechaza. El dato se ha mantenido invariable desde el inicio de la guerra. Un 58% sigue con mucho o bastante interés las noticias de la guerra, ocho puntos menos que dos meses antes. El porcentaje es catorce puntos más elevado en las personas mayores de 50 años y muy inferior entre los jóvenes de 18 a 24 años.
Es difícil conocer la precisión de las encuestas en Rusia, condicionadas por unos medios de comunicación que repiten el mismo mensaje belicista y la persecución legal de las ideas pacifistas. Lo que resulta obvio es que la mayoría de los encuestados no cree que haya una alternativa viable a Putin ni dentro ni fuera del sistema. No la ha habido en los últimos veinte años.
Otros datos son más preocupantes para el Gobierno. Apoyo al Kremlin y al Ejército no es sinónimo de optimismo. Un 84% está muy o bastante preocupado por los acontecimientos de Ucrania. Ese dato era incluso mayor en septiembre y octubre cuando se produjo la movilización parcial ordenada por Putin, que se había resistido hasta entonces, consciente de su impacto negativo en la opinión pública.
De cara al futuro, son más los que aspiran a que haya negociaciones de paz. Un 53% está muy o bastante a favor de esa prioridad. Los que prefieren continuar con las operaciones militares son un 41%. Es una forma indirecta de dar a conocer que, por mucho que apoyen a Putin, preferirían que la guerra acabara cuanto antes.
Las encuestas internas del Kremlin arrojan un resultado similar. Entre julio y noviembre, los números dieron la vuelta. Un 55% apuesta por conversaciones de paz y un 25% por continuar la guerra.
Buena parte de ese temor procede de la incertidumbre sobre el futuro. La economía rusa no ha sufrido el impacto de las sanciones que esperaban en EEUU y Europa por tratarse de un país que es uno de los grandes exportadores de materias primas del planeta. Las grandes empresas han evitado los despidos masivos, nunca bien vistos por el Kremlin, pero han recurrido a una práctica habitual, la reducción de los salarios.
El índice oficial de desempleo es sólo del 3,7% y la inflación está en el 12,6%. La gente prefiere trabajar en lo que sea, ya que el subsidio de paro es muy bajo. 12.792 rublos al mes, el equivalente a 165 euros, no dan para vivir.
Pero las sanciones tienen un efecto acumulativo en una economía que hasta ahora estaba totalmente conectada a Occidente. Todos temen que 2023 será peor que el año pasado. De ahí la drástica reducción en la compra de automóviles –su producción se redujo en casi un 80% en septiembre con respecto al año anterior– y bienes de consumo, ya sólo con marcas locales. Es mejor controlar los gastos de cara a lo que se viene encima.
El asalto inicial frustrado a Kiev, la retirada de las tropas rusas en la provincia de Járkov en el norte ante una ofensiva ucraniana y el abandono de la ciudad de Jersón en el sur han sido los episodios de la guerra que simbolizan el fracaso de la estrategia rusa.
El ataque del 1 de enero a un edificio en Makiivka, en la región de Donetsk, en el que murieron decenas o quizá centenares de soldados rusos, muchos de ellos reclutas que acababan de ser incorporados, ha vuelto a demostrar que el Ejército comete errores incomprensibles, como el de reunir a un alto número de tropas en un lugar en el que se había situado un depósito de municiones en el sótano, y todo ello dentro del alcance de la artillería ucraniana.
Al Ejército le ha correspondido comunicar todas esas malas noticias. Una de las prioridades del sistema político es proteger a Putin de cualquier merma de su reputación. Él puede continuar diciendo que la victoria es posible si se continúa luchando, por más que sus promesas anteriores nunca se hayan cumplido. Su imagen de gran defensor de Rusia podría no sobrevivir a una derrota.
“Están luchando, ya saben que no temo usar estas comparaciones y que no son palabras vanas, como los héroes de la Guerra de 1812, la Primera Guerra Mundial y la Gran Guerra Patriótica” (por la Segunda Guerra Mundial), dijo hace unas semanas a una audiencia de generales. Guerras que duraron mucho más que diez meses.
Putin no contempla otro horizonte que la continuación de la guerra al precio que sea.
¿Son los grandes hombres los que hacen la historia o es la historia la que da las oportunidades para que algunos políticos dominen una época? Kershaw intenta responder a la pregunta ceñida a la historia europea en el siglo XX a través de los retratos de Lenin, Mussolini, Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle, Adenauer, Franco, Tito, Thatcher, Gorbachov y Kohl. El veredicto del historiador es el previsible. Fuera del contexto histórico en el que surgieron, «no habrían dejado en la historia ninguna huella».
Pero hay elementos que Kershaw no obvia. Sin la destrucción del orden económico, la complicidad de la derecha alemana y el ansia de revancha tras la derrota de 1918, Hitler no habría llegado al poder. Pero una vez que fue nombrado canciller, fueron sus ideas y su violencia las que rehicieron a Alemania y la llevaron a una guerra que causó decenas de millones de muertos en todo el mundo. Lo mismo en el caso de Stalin. Cuando se hizo con las riendas del poder, impuso su voluntad y eliminó a cualquiera que pudiera cuestionar su política e incluso a muchos que no tenían ninguna intención de hacerlo.
Franco está un poco encajado con dificultad en esta selección. Al estar centrada en Europa, deja fuera a Roosevelt, lo que es una ausencia difícil de entender para contar el siglo XX y una de sus figuras esenciales.
Rusia y Ucrania se encuentran unidas por un pasado real y al mismo tiempo rodeado y contaminado por el mito: el Rus de Kiev. Los siglos posteriores marcaron caminos diferentes para las dos naciones que se volvieron a unir con los imperios zarista y soviético. El historiador ucraniano separa la realidad de la ficción nacionalista en un libro que en su conjunto es una refutación del artículo que Putin publicó en la web del Kremlin en el verano de 2021 y de sus discursos de 2022 con los que ha pretendido justificar la invasión y negar a Ucrania su condición de país soberano con una historia propia. Nunca hay que dejar que los políticos se apropien de la historia.
Para todos los que hayan visto la serie ‘Downton Abbey’ y su visión paternalista sobre las relaciones entre amos y criados en Gran Bretaña, se trata de un libro clave. Dawes, un periodista hijo de una criada que había empezado a servir con 13 años, tuvo una gran idea en 1973. Publicó un anuncio que pedía testimonios de cualquier persona que hubiera tenido ese trabajo. Consiguió un tesoro documental que le permitió escribir un libro repleto de historias personales del servicio doméstico durante casi un siglo.
«La Biblia se utilizaba para convencer a la servidumbre de que era voluntad de Dios que ellos permanecieran en lo más bajo de la sociedad, así como para que reconocieran la superioridad de aquellos a quienes servían», escribe. Esa división de clases se transmitía a las propias relaciones entre criados en función de su cometido.
Lynskey escribe una biografía de la novela ‘1984’ de la que ya hablé en este artículo. El libro de más influencia política en el siglo XX tuvo un éxito de ventas casi inmediato, lo que hizo que fuera engullido por la Guerra Fría y la propaganda. Aunque describe una dictadura tan perfecta e imbatible que es casi imposible de que se produzca, la novela de George Orwell no ha perdido vigencia desde entonces. Orwell era una persona bastante depresiva y tenía una opinión atroz de lo que habían sido los años 30, pero hasta los últimos días de su vida insistió en que esa visión terrible del futuro no tenía por qué cumplirse: «La moraleja que podemos sacar de esta peligrosa pesadilla es simple. No deje que ocurra. Depende de usted». Es decir, de todos nosotros.
Mucho antes de la llegada de las multinacionales del siglo XX, la Compañía de las Indias Orientales inició el expolio británico de India al servicio no exactamente de los intereses de un Estado, sino del bolsillo de sus accionistas. «Un imperio dentro de un imperio», la llamó con precisión uno de sus directores. La decadencia del imperio mogol le abrió las puertas a unas oportunidades extraordinarias de negocio y de sometimiento de millones de personas. Su Ejército era mayor que los de la mayoría de los países del mundo. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el Gobierno británico asumió el control de la explotación colonial. La situación no cambió mucho para sus habitantes.
Dalrymple es un excelente historiador que ya había escrito uno de los mejores libros sobre las guerras afganas del siglo XIX y con ‘La anarquía’ vuelve a ofrecer una obra esencial basada en buena parte en fuentes locales, y no sólo en los registros oficiales de la potencia colonial.
Contar mil años de historia en un libro, por largo que sea, es un empeño titánico. Aun más si se pretende cambiar esa visión habitual de la Edad Media como un periodo sombrío y nefasto marcado por el hambre, la falta de tecnología y la opresión. En el mundo anglosajón, es habitual que se le denomine ‘Dark Ages’, y con eso queda dicho todo.
De una forma especialmente asequible para los que no son amantes de los libros de historia, Jones ofrece un relato coherente de todos esos siglos en los que se construyeron las naciones europeas. El legado de Roma que nunca llegó a perderse, la influencia de las invasiones bárbaras, probablemente causadas por un cambio climático, y de la llegada de los musulmanes a Europa, el poder de la Iglesia y, sobre todo, de los monasterios, las órdenes de caballería, el Cid, las Cruzadas, Genghis Khan, la peste negra, los vikingos, Lutero, la imprenta, Carlos V… el reparto de la Edad Media es sencillamente espectacular.
Muhammad Ali, «el más grande». Un ídolo de masas, uno de los grandes personajes de la segunda mitad del siglo XX en EEUU. David Remnick ya escribió una gran biografía del boxeador en 1999. La de Eig muestra un detallado análisis de sus grandes combates, pero además coloca a Clay/Ali en el centro de la convulsa lucha política y social del país en los años 60 y 70. No es una hagiografía y no oculta su decadencia física y mental cuando cayó en la locura de prolongar su carrera negándose a proteger su cuerpo y salud.
Eig hace un recuento aproximado del número de golpes en la cabeza que recibió Ali en su larga carrera y la cifra es asombrosa. Cita al que fue su médico durante muchos años, que se refería a su costumbre en los entrenamientos de permitir que sus sparrings le golpearan en la cabeza. Su forma de hablar arrastrando las palabras en esos años indicaban para él un «síntoma inequívoco de daño cerebral». Consiguió todo lo que quería, a pesar de que fue condenado por negarse a combatir en Vietnam y desposeído de su título y de haber peleado con púgiles como Liston y Foreman de los que todos decían que lo iban a matar, pero pagó un precio muy alto.
En todas las guerras, la propaganda juega un papel esencial. Incluso cuando su objetivo es denunciar al enemigo, la prioridad es siempre levantar el ánimo a los tuyos, soldados o civiles. Ningún medio es prescindible. Tampoco los dibujos animados, en especial si intervienen los personajes más populares. Es el caso del Pato Donald en la Segunda Guerra Mundial.
La obra más conocida es ‘Der Fuehrer’s face’, que ganó un Oscar al mejor corto de animación en 1943. La trama es realmente original al basarse en un futuro alternativo. Donald vive en un lugar dominado por los nazis. Trabaja en una fábrica de municiones donde debe ajustar las cabezas de los proyectiles preocupándose de hacer el saludo nazi cada vez que aparece una foto de Hitler. Una pesadilla en la cadena de montaje que recuerda a Chaplin en ‘Tiempos modernos’, de 1936. Al final, todo resulta ser una pesadilla y Donald descubre aliviado que sigue viviendo en EEUU.
La imagen de Donald haciendo el saludo nazi, por más que sea en un sueño, preocupaba a Disney, que retiró el corto no mucho tiempo después de su estreno. Sólo tuvo una circulación masiva después con una recopilación de obras del pasado difundida en 2004.
La representación de las figuras de Hitler y Mussolini podía ser paródica, pero era bastante realista. No así la de Tojo y los soldados japoneses con rasgos deformados. La propaganda norteamericana describía a los nazis como una encarnación del mal. En el caso de los japoneses, abundaban los estereotipos racistas, que también eran habituales en las viñetas de los periódicos.
Donald apareció en otros cortos como soldado norteamericano. El más incisivo fue el único en que apareció en una misión de combate, ‘Commando Duck’, de 1944. El pato más famoso de Disney se lanza en paracaídas sobre una isla del Pacífico para destruir una base japonesa, lo que consigue aunque no de la forma que esperaba.
En 1942, Looney Tunes difundió ‘The Ducktators’, también con la intención de ridiculizar a los nazis y fomentar la compra de bonos de guerra entre la gente. Ambientada en una granja, un huevo negro produce un pato con un gran parecido a Hitler por el bigote y el corte de pelo. Lo primero que hace es levantar el brazo y hacer el saludo nazi. También aparecen Mussolini y el japonés Tojo.
Elon Musk decidió ofrecer en noviembre a sus seguidores una muestra de su psique en forma de foto de los objetos depositados en su mesilla de noche. Desde luego, no había ningún libro. Eso habría sido insoportablemente ‘woke’. Aparte de cuatro latas vacías de refresco, dos objetos destacaban: una réplica de una antigua pistola de la época de la Guerra de Independencia en una caja que contiene la imagen del cuadro ‘Washington Crossing the Delaware’, y una pistola de aspecto mucho más moderno que no pasa de ser otra copia (sin gatillo) de un arma que aparece en el videojuego ‘Deus Ex: Human Revolution’.
Tanto da si esos objetos están siempre en su mesilla o si fueron colocados para la foto. El dueño de Twitter y Tesla intentaba enviar un mensaje claro a sus adeptos: no soy como los estirados y distantes grandes propietarios de las corporaciones, sino alguien preparado para defenderme contra aquellos que me importunan o atacan y además de presumir de ello en público. Lo haría en un videojuego y también en la vida real.
Puede que eso tenga que ver con la masculinidad frágil o que Musk sea un poco exhibicionista. Esto último no ha sido muy habitual entre los multimillonarios de las nuevas tecnologías, entre los que ha predominado el rol del ‘nerd’ reservado propio de gente como Bill Gates o Steve Jobs. Musk, de 51 años, que nació en Suráfrica y se fue a estudiar a Canadá con 17 años, quiere hacer creer que él crea sus propias reglas y consigue que los demás se tengan que aguantar.
No cabe duda de que cuenta con una gran confianza en su propio ego. No es extraño en alguien que era el hombre más rico del mundo hasta hace poco tiempo. Elon Musk hace alarde de profesar ideas libertarias, tal y como las entiende una parte de la derecha norteamericana. Eso incluye una defensa extrema –»absolutista», la llamó él– de la libertad de expresión.
En su calidad de monarca absolutista de Twitter, decidió ordenar una amnistía para aquellos –cuántos exactamente, no se sabe– cuyas cuentas habían sido suspendidas por los anteriores responsables de la empresa. Fue recibida con euforia por ultraderechistas al beneficiar a los que habían sido expulsados de la red social por comentarios racistas, homófobos o tránsfobos. Por así decirlo, se abrieron las puertas de las cárceles y salieron todos los delincuentes.
Entre los premiados, estaba un neonazi, que había promovido una campaña contra una mujer judía que fue acosada después con centenares de mensajes amenazantes.
Lo mismo hizo con la cuenta de Donald Trump, cuyos tuits vuelven a estar visibles, pero el expresidente de EEUU ha descartado regresar a Twitter. Quizá cambie de opinión cuando se acerquen las primarias republicanas.
Esta semana, hemos descubierto dónde están los límites de la libertad de expresión para Elon Musk. Los que marque su criterio personal, que pasa por aceptar pocas críticas o burlas. Canceló las cuentas de nueve periodistas norteamericanos, casi todos de medios de comunicación muy conocidos, como The New York Times, The Washington Post y CNN. Periodistas que precisamente han escrito artículos sobre él. Es la clase de medidas que toman los dictadores, no los que creen fervientemente en la Primera Enmienda de la Constitución de EEUU.
Musk les acusaba de haber puesto en circulación información personal sobre él que podía poner en peligro a su familia. Los periodistas sólo habían dado información sobre las cuentas que rastrean los viajes de su jet privado, datos que no son secretos y que son accesibles de forma pública. Además, procedió a eliminar los enlaces a la red social Mastodon, haciéndolos pasar por malware peligroso, para dificultar que la gente se pase a una de las alternativas existentes a Twitter.
Para confirmar su carácter errático y siendo consciente de las críticas recibidas, convocó una consulta entre sus seguidores en Twitter para saber qué debía decidir con esos periodistas. Antes había escrito que se trataba de una expulsión temporal durante una semana. Con los resultados en la mano, el viernes levantó la suspensión a las cuentas.
No pudo resistir la tentación de comentar toda la polémica de forma sarcástica: «Es alentador comprobar este nuevo amor por la libertad de expresión en la prensa». Como si los grandes medios de comunicación, cuya influencia es indudable, fueran los principales obstáculos para la auténtica libertad de expresión de los ciudadanos. Ha escrito que The New York Times se dedica a lavar el cerebro de la gente con ideología de extrema izquierda.
Musk es un digno representante de un estado de opinión de la derecha norteamericana, por el que los medios están vendidos al Partido Demócrata y a los progresistas en general, mientras niegan los derechos a los que no piensan como ellos. Él dice que antes siempre votaba a candidatos demócratas –de hecho, apoyó a Obama–, pero que ahora prefiere un «Gobierno centrista» y recomendaba votar a republicanos en las elecciones legislativas de noviembre de este año. De entre todos los adjetivos que se pueden adjudicar a los republicanos, el de centrista no es uno de ellos.
Son frecuente sus tuits, a veces algo crípticos, con posiciones que son claramente extremistas o conspiratorias. En un tuit de cinco palabras, pidió el procesamiento de Anthony Fauci, responsable durante décadas del departamento de enfermedades infecciosas y una de las voces más autorizadas en la lucha científica contra la Covid en EEUU, y por tanto más despreciadas por los ultraderechistas. Más de un millón de personas dieron ‘like’ a su mensaje.
Las críticas a Fauci y a cualquier otro responsable de la respuesta de los gobiernos al coronavirus son legítimas siempre que se hagan con argumentos científicos. Intentar meterlos en la cárcel sólo puede ser propio de un fanático. Con su tuit, el dueño de Twitter dio cobertura a los que creen que Fauci y otros científicos son los culpables de la pandemia mundial y de sus terribles consecuencias.
En el plano de las bromas típicas de Twitter, o algo más, tuiteó «Seguid al conejo» con el emoji del conejo, lo que podría ser un guiño a Qanon, la conspiración más demente en EEUU, o a la película ‘Matrix’. Los seguidores de Qanon quedaron entusiasmados.
En lo que no hay ninguna duda es que Musk está tan obsesionado con la llamada cultura ‘woke’ como la derecha norteamericana hasta el punto de que cree que se trata de la última trinchera en que se dilucidará el futuro de la civilización occidental. No hay nada más importante que «derrotar al virus mental woke», escribió en Twitter, dónde si no.
Matt Binder, precisamente uno de los periodistas que fue censurado por Musk, escribió en noviembre que el dueño de Twitter vive dentro de «una burbuja derechista» que sostiene desde hace tiempo que la red social es una de las promotoras de esa cultura woke y favorable a los derechos de mujeres y minorías. Por eso, la compró por la módica cantidad de 44.000 millones de dólares. Es innegable que está dispuesto a pagar un alto precio con su apuesta. Ha vendido este año acciones de Tesla por valor de 23.000 millones de dólares, fundamentalmente para financiar su compra de Twitter.
El problema a corto plazo no es si seguirá metiendo dinero en Twitter, excepto para los accionistas de Tesla, sino si continuará implicado en una cruzada ideológica personal en la que el acoso a las personas de ideas progresistas es admisible. Convertir a Twitter en un entorno incluso más hostil de lo que ya es tiene poco que ver con la libertad de expresión. Caer en la madriguera del conejo para ser perseguido por personajes monstruosos o delirantes, como ocurre en ‘Alicia en el País de las Maravillas’, puede no ser lo que la gente aspira a encontrar en una red social.
«Si le contara todo lo que sé, me pondrían un agujero rojo aquí mismo», dijo Viktor Bout señalando su frente a un periodista de The New York Times en 2003. Tenía entonces 36 años y ya era un personaje muy conocido por su participación en el envío de armas a las guerras civiles de África. Tres años antes, su nombre había aparecido en un informe de un organismo de Naciones Unidas que lo señalaba como responsable del suministro masivo de armamento en las guerras de Liberia, Sierra Leona, Angola y Congo.
Viktor Anatoliyevich Bout ha pasado doce años en una prisión norteamericana y ha regresado a su país por el intercambio pactado por EEUU y Rusia a través de la mediación realizada por el Gobierno de los Emiratos Árabes. A cambio de su libertad, los rusos han excarcelado a Brittney Griner, jugadora de baloncesto condenada a nueve años por posesión de una pequeña cantidad de cannabis para consumo personal.
A su pesar, Bout se convirtió en el traficante de armas más notorio del mundo, un hecho que nunca es bueno en su negocio. En los años 90, la Administración de Bill Clinton estaba intentando poner fin a varias guerras en el continente africano y el nombre de Bout aparecía de forma prominente en varias de ellas. Ante las dificultades legales para procesarlo, se decidió poner en circulación su nombre con la intención de dificultar sus transacciones. De ahí que el informe de la ONU fuera tan detallado e incluyera información que sólo suele estar a disposición de los servicios de inteligencia.
El interés de Rusia en conseguir la liberación de Bout sirve para confirmar las sospechas de que había trabajado durante años para el GRU, la inteligencia militar rusa, además de para sí mismo. El intercambio de prisioneros es el sistema habitual con el que los servicios de espionaje recuperan a aquellos que han formado parte de sus filas como agentes o confidentes. No dejarlos tirados en el extranjero es una forma de favorecer nuevos reclutamientos.
En uno de los principales programas de la televisión pública rusa, el presentador, Vladímir Soloviov, celebró su liberación. Destacó que Moscú llevaba quince años intentando sacarlo de EEUU. «Nunca reconoció ser culpable. Fue injustamente condenado, pero nunca traicionó a su patria», dijo Soloviov.
Nacido en la república soviética de Tayikistán en una familia rusa en 1967, Bout estudió en el Instituto Militar de Lenguas Extranjeras en Moscú. Su primera lengua de aprendizaje fue el portugués, una elección singular habiendo tantos idiomas disponibles de países más importantes. Quizá la decisión fue una imposición de sus jefes. Terminados sus estudios, se alistó para trabajar como traductor de las unidades de la Fuerza Aérea rusa en Mozambique, antigua colonia portuguesa.
Más allá de esa conexión, lo cierto es que lo que le impulsó después fue más el negocio que la ideología. En Angola, surtió de armas al Gobierno angoleño, apoyado por la URSS y luego por Rusia, y también a Unita, el grupo insurgente que recibía fondos y armamento de EEUU y Suráfrica. Todo aquel que pagara en dinero o diamantes podía acceder a sus servicios.
Bout fue un producto del fin de la Unión Soviética y del caos que se cernió sobre las fuerzas armadas del país después de la ruptura. En especial, se aprovechó de las cantidades inmensas de armamento que quedaron en Ucrania. Douglas Farah, coautor del libro ‘Merchant of Death’ dedicado a Bout, explicó en una entrevista que hubo tres factores que hicieron posible sus primeros negocios: «Aviones abandonados en las pistas de aterrizaje desde Moscú a Kiev que ya no podían volar por falta de dinero para conseguir combustible y mantenimiento, inmensos depósitos de armamento que eran vigilados por guardias que recibían poco o ningún salario, y la creciente demanda de esas armas por los estados clientes tradicionales de los soviéticos y los nuevos grupos armados desde África a Filipinas».
Un caso típico de oferta y demanda. Queda la duda de cómo pudo obtener los fondos para comenzar su negocio y sobornar a los que tenían la función de vigilar ese armamento o pagar el coste de poner en marcha su primera flotilla aérea. Además, Bout no comenzó vendiendo simplemente fusiles de asalto y munición. Sin el permiso del GRU u otro organismo de Estado, es difícil creer que hubiera podido exportar helicópteros, sistemas antiaéreos o minas antitanque en grandes cantidades.
Una cosa es que el colapso de la URSS creara una situación anárquica de la que se beneficiaron algunos emprendedores con buenos contactos, y otra muy diferente vaciar los arsenales de una base militar sin los permisos necesarios. Militares y espías habían sostenido a unos cuantos gobiernos en el exterior implicados en guerras o amenazados por movimientos insurgentes y no querían dejarlos abandonados a su suerte, en especial si había también beneficios económicos que recibir. Una operación como la de Bout no podía pasar desapercibida.
A finales de los noventa, la Casa Blanca contaba ya con fotos vía satélite obtenidas por la CIA que confirmaban su presencia en África. Las imágenes mostraban pistas de aterrizaje en lugares recónditos del continente con aviones Antonov y Ilyushin descargando contenedores con armas en favor de miembros de milicias locales. En una de esas fotos, aparecía Bout dirigiendo la operación.
«Bout era brillante. Si se hubiera dedicado al comercio de material legal, habría sido considerado uno de los grandes empresarios del mundo», dijo al NYT Gayle Smith, ex alto cargo del Gobierno de Clinton. «Es un personaje fascinante pero destructivo. Estábamos intentando llevar la paz y Bout estaba llevando la guerra».
Nunca fue el único traficante de armas que abastecía de armamento a las guerras africanas. Ni siquiera el único ruso. Pero era uno de los pocos que podía ocuparse de todas las fases del comercio. La compra de armas, su traslado al país en cuestión y la logística de la entrega en un punto concreto.
A comienzos del año 2000, su nombre apareció en varios artículos en la prensa internacional que detallaban su historial en África en la década anterior. Se escribió que era amigo personal de dictadores como Mobutu Sese Seko (él lo confirmó más tarde). Que hablaba seis idiomas. Que había comenzado exportando gladiolos a África. Sus aviones de carga transportaban todo lo que se podía meter en ellos, y algunos eran inmensos Antonov. La carga era legal en algunos casos. Pero los auténticos beneficios estaban en otros productos.
La guerra de Liberia fue una gran oportunidad de negocio. Su presidente, Charles Taylor, necesitaba armas en 2002 para acabar con los grupos armados que querían derrocarlo y para financiar al grupo armado que llevó la destrucción a Sierra Leona. Un empresario keniano que se dedicaba al negocio de los diamantes le puso en contacto con Bout, según reveló años después a investigadores de la ONU. El ruso sabía cómo burlar el embargo de armas dictado por la ONU a través de certificados falsos de destino. Funcionarios corruptos de países de todo el mundo, algunos muy alejados de África, se los facilitaban a cambio de miles de dólares. Él ganaba millones gracias a esos documentos.
Un viceministro británico lo llamó en el Parlamento «mercader de la muerte». El apodo saltó a la mayoría de los titulares sobre él. Siempre se ha dicho que la película ‘El señor de la guerra’, protagonizada por Nicolas Cage, está vagamente inspirada en su historia.
En una entrevista con Der Spiegel cuando ya estaba detenido en Tailandia antes de su extradición a EEUU, Bout admitió a qué se dedicaba. Sostenía que no hacía nada diferente a la actividad de muchos gobiernos. «Yo he transportado armas. He transportado armas para el Gobierno de Angola. A mediados de los noventa, volé con armas, sólo las transportaba, nunca las vendía, para el Gobierno afgano de Ahmed Sha Masud y Burhanudin Rabani. También transporté tropas francesas para la Operación Turquesa» (el envío de soldados franceses a Ruanda).
Le preguntaron por sus envíos de armas en favor de Jean-Pierre Bemba, señor de la guerra en Congo. «Bemba no ha hecho nada malo. Es amigo mío. No es un asesino. Pero también tuvo un problema con los norteamericanos, que de repente le abandonaron».
Bemba, vicepresidente de Congo entre 2003 y 2006, fue detenido en Bruselas en 2008. El Tribunal Penal Internacional le condenó en 2016 a 18 años de prisión por crímenes de guerra.
El hecho de que confesara haber sido amigo de Mobutu, Masud o Bemba demostraba que prefería hacer negocios cara a cara con sus mejores clientes. Fue la razón del error que cometió en 2008 cuando se trasladó a Tailandia para vender armas, incluidos misiles antiaéreos, a las FARC colombianas a través de la intermediación de un antiguo miembro del espionaje surafricano.
Tailandia es un país cuyos militares y servicios de inteligencia siempre han tenido buenas relaciones con EEUU. Por otro lado, también era un país en el que Bout creía que podía entrar y salir con facilidad por sus laxos controles de inmigración y con muchos turistas occidentales entre los que podía pasar desapercibido, además de la posibilidad clara de sobornar a funcionarios locales.
Su interlocutor estaba trabajando para la DEA norteamericana. Se dice que le tendieron un lazo con un comentario según el cual esas armas podrían llegar a utilizarse contra tropas de EEUU. «Luchamos contra el mismo enemigo», respondió. Fue detenido y extraditado años después a EEUU.
La demostración más evidente de que Bout no despreciaba a ningún cliente es que sus aviones se utilizaron para el transporte de personal norteamericano en Irak. Eso ocurrió incluso después de que el Gobierno de George Bush prohibiera a cualquier organismo del país que firmara contratos con Bout. El veto no impidió que esos aviones trasladaran a personal del Departamento de Estado o de empresas privadas contratadas por el Pentágono, al menos hasta finales de 2005, según Douglas Farrah.
En una de las pocas entrevistas que dio antes de ser detenido, Bout intentó justificar sus actividades de una forma poco convincente. «El problema es el sistema. Las armas no son tan diferentes a los medicamentos. En realidad, los medicamentos pueden ser más peligrosos que las armas».
La conclusión que se puede sacar de estas frases es que los traficantes de armas no deberían conceder entrevistas.
Con un resultado que aún no está definido por el escrutinio en la mañana del miércoles, la tentación es muy fuerte para señalar a Donald Trump como el gran perdedor de las elecciones legislativas de mitad de mandato en EEUU. Los demócratas aún tienen opciones de mantener el control del Senado, aunque sea con un empate a 50 escaños. Los republicanos llevan camino de conseguir la mayoría absoluta en la Cámara de Representantes, pero sin la victoria rotunda que esperaban. La ‘ola roja’ (por el color oficial de los republicanos) no se ha producido.
Algunos de los candidatos republicanos más trumpistas (por extremistas o simplemente estrafalarios) han sido derrotados en estados que serán muy relevantes en las elecciones presidenciales de 2024. Eran candidatos que obtuvieron el impulso necesario para conseguir la candidatura republicana gracias a Trump.
Para el expresidente, es aun más dañino para su reputación la clara victoria del gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis, que ha sido reelegido con cerca de veinte puntos de diferencia. Fue elegido por primera vez en 2018 con una diferencia muy escasa. Ahora ha multiplicado los votos gracias al apoyo de condados que suelen votar demócrata, en especial el de Miami Dade, donde viven 2,7 millones de personas, la mayoría latinos (un 68,%).
Su triunfo prácticamente garantiza que DeSantis, de 44 años, se presentará a las primarias republicanas para la presidencia y por tanto se enfrentará a Trump. Se espera que el expresidente anuncie su candidatura a mediados de este mes.
La web de Fox News destacó el miércoles las opiniones de varios analistas que coinciden en señalar a Trump como el perdedor de la noche electoral.
«El único al que (Trump) atacó antes de las elecciones fue DeSantis, el ganador claro, mientras todos sus favoritos están ahora mojando la cama», dijo un partidario de los republicanos en una opinión recogida en foros conservadores por este periodista. Trump lo hizo con una de sus armas favoritas, inventarse un apodo despectivo sobre el gobernador al que ya ve como su único rival serio para hacerse con la nominación republicana. Ron DeSanctimonious, le llamó.
DeSantis recaudó 200 millones en su campaña de reelección, una cantidad absurdamente alta para una disputa que tenía ganada. En realidad, estaba buscando dinero para el futuro. Se calcula que ha conservado 90 millones que le serán muy útiles en las primarias. Aquellos que le aportaron fondos también estarán pensando en las primarias presidenciales.
Otras derrotas de Trump resultan evidentes. Desde las elecciones que perdió en 2020, no ha perdido ninguna oportunidad de criticar al gobernador republicano de Georgia, Brian Kemp, al que acusó de no haberle apoyado en sus denuncias falsas de un fraude electoral. Los votantes republicanos de ese Estado no le han hecho mucho caso y han reelegido a Kemp con el 53% de los votos.
En Pennsylvania, Mehmet Oz era la alternativa republicana más parecida a Trump por su pasado televisivo. Este cirujano se hizo famoso en el programa de Oprah Winfrey hasta que tuvo su propio programa que estuvo una década en antena, un espacio lleno de polémicas por sus recomendaciones de terapias y tratamientos no muy viables que en algunos casos rozaban el engaño.
Oz ha sido finalmente derrotado por el demócrata John Fetterman, un político singular que hizo la mayor parte de su campaña vestido con una sudadera con capucha y un mensaje muy enfocado en la defensa de la clase trabajadora y de los sindicatos. Y además con la dificultad de superar las secuelas de un infarto cerebral que sufrió en mayo.
En Arizona, una trumpista radical, la experiodista Kari Lake, va por detrás del escrutinio, cuyo último dato conocido sólo ha llegado al 62%. La republicana se encuentra a 30.000 votos de distancia de su rival demócrata en la elección de gobernador. El mismo día de las elecciones, Lake amenazó a sus antiguos compañeros de profesión al decir que iba a ser «su peor pesadilla» para ellos si era elegida.
También en Arizona en la carrera al Senado otro trumpista está viendo que se le escapa la victoria. Al 66% de votos escrutado, Blake Masters está seis puntos por detrás del senador demócrata Mark Kelly. Masters es un ultraderechista que apoya la teoría racista del Gran Reemplazo.
Estos resultados no deben hacer pensar que Trump ha perdido por completo el control del Partido Republicano. Si utilizamos como referencia la denuncia del supuesto fraude electoral que privó de la victoria a Trump en 2020, cerca de doscientos candidatos republicanos que comparten esa idea han sido elegidos, según un cálculo del NYT que se refiere a las elecciones a las dos cámaras y a los puestos de gobernador, secretario de Estado y fiscal general (de cada Estado). Estos dos últimos puestos son esenciales por sus responsabilidades en la organización de las elecciones y en la capacidad de plantear acciones judiciales para impedir la publicación de los resultados de las urnas.
Las elecciones de mitad de mandato suelen ser muy negativas para el partido que tiene la Casa Blanca. Estos comicios incluían en teoría la posibilidad de un castigo aun mayor para los demócratas por la baja popularidad de Joe Biden, en torno al 42%, y al malestar económico causado por la alta inflación.
Los demócratas parecen haber esquivado las peores previsiones, pero es muy pronto para que canten victoria. Los republicanos todavía podrían hacerse con el control del Senado, aunque fuera por un solo escaño. Es muy posible que las elecciones al Senado deban repetirse en diciembre en Georgia si ningún candidato supera el 50%. Incluso los problemas de Trump en las futuras primarias pueden volverse en contra del partido de Biden. Podrían llegar a la conclusión de que Ron DeSantis será un adversario en las presidenciales muchísimo más peligroso que el segundo advenimiento de Donald Trump.
Siempre que un mito se viene abajo se producen reacciones de perplejidad y confusión. En EEUU y Reino Unido, organizaciones de la comunidad judía se preguntan qué hacer con el futuro Gobierno que presidirá Binyamín Netanyahu después de la victoria del bloque de partidos derechistas y ultraderechistas en las elecciones de Israel. Contarán con 64 escaños en un Parlamento de 120.
El mito es el del «Israel liberal» con un sistema político homologable al de los países occidentales. La idea es difícilmente compatible con la ocupación de los territorios palestinos y la constatación diaria de que los palestinos no tienen los mismos derechos que los israelíes en esas zonas, pero ha podido ser defendida recurriendo a décadas de elecciones libres.
Varios países europeos cuentan con partidos de extrema derecha que han obtenido resultados excelentes en las urnas. Como ejemplos recientes, están la victoria del partido de Giorgia Meloni en Italia o el segundo puesto de los Demócratas de Suecia. Lo que ha ocurrido en Israel es que el partido que ha conseguido el tercer puesto está dirigido por políticos relacionados en el pasado con organizaciones terroristas, que han sido condenados por incitación a la violencia y que quieren arrebatar a los miembros de una minoría su condición de ciudadanos por el hecho de tener una religión y etnia diferentes.
Desde hace años, la comparación de Israel con el sistema del apartheid surafricano se ha hecho más evidente. En el caso de ese partido, Sionismo Religioso, el símil es aún peor. Son un símbolo de lo que es justo denominar fascismo judío.
Itamar Ben Gvir es el dirigente más conocido de Sionismo Religioso. Ha dado un salto que se consideraba casi imposible en Israel. Pasar del movimiento racista conocido como kahanismo al máximo nivel de la política institucional. El escrutinio concede a su partido catorce escaños (por 32 del Likud y 24 de Yesh Atid, el partido del primer ministro, Yair Lapid). Será el segundo partido del futuro Gobierno de coalición. Ben Gvir aspira a tener la cartera de Seguridad Pública que le daría el control de las fuerzas policiales.
El fundador del kahanismo es Meir Kahane, un rabino de ideas racistas y violentas nacido en EEUU y que llegó a ser diputado en la Knesset israelí en 1984. Fue asesinado en Nueva York en 1990. Su partido, Kach, fue siempre marginal en la política del país. Uno de sus seguidores, Baruch Goldstein, entró en la mezquita más importante de Hebrón en 1994 y asesinó a 29 palestinos en el momento de la oración.
Kach fue ilegalizado en Israel y definido como una organización terrorista por EEUU y la Unión Europea. Sus dirigentes prosiguieron su actividad política y algunos de ellos se convertirán en miembros del Gobierno israelí en unas semanas. Los que eran considerados entonces una amenaza para el Estado pasarán ahora a formar parte de él y a dirigir la policía.
Su llegada al poder es un símbolo de la degradación política de la sociedad israelí. Aquellas tendencias que eran tachadas de extremismo peligroso son en estos momentos perfectamente asumidas por un alto número de votantes. Incluso apoyadas con pasión.
Hasta hace dos años, Ben Gvir tenía una foto de Baruch Goldstein en el salón de su casa en el asentamiento de Kiryat Arba, además de un retrato de Kahane. No tenía ningún problema en enseñarla a los periodistas que le visitaban.
En los últimos meses, su presencia fue constante en los medios de comunicación. No es tanto que hubiera moderado su lenguaje, sino que la sociedad ha llegado hasta el punto en el que él se encontraba.
«Ben Gvir no ha inventado un nuevo lenguaje político, sino que ha navegado con habilidad en uno ya existente, presionando gradualmente los límites de lo que es aceptable en vez de intentar romperlos. Su habilidad para convertir en normal lo que es radical, en situar lo marginal en medio del pensamiento más común, es lo que le hace tan peligroso», escribió Noam Sheizaf antes de las elecciones.
Ben Gvir, abogado de profesión, ha sido un asiduo visitante de los tribunales en calidad de procesado. Ha recibido doce condenas por varios delitos, entre ellos incitación a la violencia y apoyo a una organización terrorista. Son delitos por los que muchos palestinos son condenados, pero eso ocurre muy raramente en el caso de judíos.
Considera que los palestinos de Cisjordania y Gaza no tienen ningún derecho a formar un Estado. El alcance de su fanatismo llega también a los palestinos que viven en territorio israelí –a los que allí llaman árabes israelíes– y que tienen la nacionalidad del país. Reclama mano dura contra ellos e incluso que se les quite la ciudadanía si cometen actos violentos.
Ben Gvir dice lo que muchos israelíes piensan, pero no se atreven a decir en público: Israel debería ser un Estado sólo para judíos, libre de cualquier presencia musulmana o cristiana.
El triunfo de Sionismo Religioso no es una sorpresa que haya cogido desprevenidos a los demás actores políticos. Formaba parte de la estrategia de Netanyahu para contar con un grupo político potente en la extrema derecha que le sirviera de aliado en un futuro Gobierno. De ahí que promoviera la presentación de una única lista en representación de dos partidos, uno de ellos el de Ben Gvir.
El otro está liderado por Bezalel Smotrich, alguien que se denomina a sí mismo «orgulloso homófobo» y que ha pedido a los promotores inmobiliarios judíos que no vendan casas a árabes. «Cualquiera que quiera proteger al pueblo judío y se oponga a los matrimonios mixtos no es un racista. Cualquiera que quiera que los judíos tengan una vida judía sin no judíos no es un racista», dijo sobre el asunto de la venta de viviendas.
Para Smotrich, si un árabe vive en un edificio de viviendas, eso impide que los judíos tengan una vida plenamente «judía».
Tanto Ben Gvir como Smotrich han declarado que está justificado disparar a matar contra los palestinos que lanzan piedras a los soldados o a los colonos judíos de los asentamientos. Por la misma razón, pretenden que se conceda inmunidad legal a los militares que maten a palestinos en esas situaciones.
El sistema electoral israelí es prácticamente proporcional con la única salvedad de exigir un 3,25% de los votos para entrar en el Parlamento. En la izquierda, los laboristas se negaron a realizar un pacto similar con Meretz. Al final, este partido se ha quedado fuera a poco más de 3.000 votos del umbral y los laboristas se tienen que conformar con cuatro escaños.
Más allá de la capacidad de la izquierda israelí de dispararse en el pie, está claro que los votantes les han abandonado. En cada elección que se celebra, la opinión pública gira hacia posiciones más ultranacionalistas hasta el punto de que los sectores supremacistas que hace dos décadas aún eran considerados unos parias políticos ahora cuentan con la llave del Gobierno.
Son los que no se inmutan si les dicen que el apartheid es lo que caracteriza a Israel. Para ellos, hay que profundizar esa división de derechos entre judíos y árabes y llevarla hasta el final en favor de los primeros.
Vladímir Putin ha roto el contrato social que mantenía con el pueblo ruso. Había aislado en la medida de lo posible a los ciudadanos de los costes y el trauma que suponía la invasión de Ucrania. De ahí que se prohibiera el uso de la palabra ‘guerra’ en los medios de comunicación y en las manifestaciones. Era una «operación militar especial», no algo que se produce todos los años, pero nada que tuviera que alterar por completo la vida de la gente.
El decreto de movilización militar pone fin a esa ficción. Se exige a la sociedad que aporte lo que le corresponde, porque los recursos del Estado no son suficientes. La decisión de Putin, desmentida por la versión oficial desde febrero, es una confirmación de que Rusia no puede ganar esta guerra con el número de efectivos con el que cuentan sus Fuerzas Armadas. El hecho de que eso resultara bastante obvio desde que fracasó el intento de tomar Kiev en las primeras semanas de guerra es irrelevante en estos momentos.
Las razones que se aducen –la ayuda militar de EEUU y Europa a Ucrania– son también irrelevantes. Son conocidas desde hace mucho tiempo, cuando Kremlin negaba de forma tajante que estuviera pensando en una leva masiva de la población civil.
Lo que cuenta es que rompe con una mentalidad y una política de propaganda cuyo origen es muy anterior a la invasión. Después del hundimiento económico de la era de Boris Yeltsin, Putin prometió a los rusos que con él se iniciaría un tiempo de prosperidad económica y estabilidad. El Estado ruso volvería a ser respetado, y a cambio los ciudadanos tendrían que aceptar que la disidencia política no se toleraría con la misma facilidad que antes. Desde el 24 de febrero, esa tolerancia se ha reducido a cero. Pero permanecía la garantía de que el Estado no interferiría en la vida de los ciudadanos de la forma brutal que fue habitual en la Rusia del pasado.
La guerra y las sanciones no cambiaron totalmente ese panorama. Las sanciones han alterado los hábitos de consumo, porque muchos productos importados ya no están disponibles. No era imposible vivir de espaldas al conflicto bélico, al menos en las grandes ciudades. En las regiones pobres de las que se nutre el Ejército, era ciertamente distinto.
Una encuesta del instituto independiente Levada mostró en verano que la mitad de la gente no prestaba atención a las noticias sobre la guerra. Muchos hacían un esfuerzo especial por no enterarse.
En los análisis sobre el curso de la guerra hechos este verano, cundía la perplejidad sobre la decisión del Gobierno de no llevar a cabo una movilización masiva. Según los cálculos del Pentágono, los rusos han sufrido 80.000 bajas entre muertos y heridos en los siete meses de guerra. No tenían tropas suficientes para conseguir sus objetivos en Ucrania ni, como se vio hace unas semanas en la provincia de Járkov, para defender las posiciones ya ocupadas.
Todo eso ha cambiado ahora. Si bien el Ministerio de Defensa la definió como una movilización parcial que aumentaría las tropas en 300.000, no hay ninguna garantía de que la cifra se vaya a quedar ahí. Uno de los artículos del decreto de movilización se ha declarado secreto, el séptimo. Según una fuente del Kremlin citada por Novaya Gazeta, es el que establece una cifra mayor de un millón de soldados extra. El portavoz del Kremlin ha confirmado que ese artículo se refiere a las cifra total de soldados movilizados sin precisar su número.
“En los últimos meses, la gente se ha adaptado”, ha dicho a Meduza Denis Volkov, director del Centro Levada. “Se dicen a sí mismos: ‘Nada (de la guerra) me ha afectado y gracias a Dios. Dejemos que se preocupe la gente a la que le afecta’. El apoyo (a la guerra) ha sido una consecuencia de la falta de participación de la gente en lo que están haciendo las autoridades. La situación va a cambiar, pero el cambio será gradual”.
“Putin corre el riesgo de perder su estatus de zar benevolente”, dice Alexander Baunov en un artículo de Meduza que pulsa la opinión de politólogos rusos sobre el impacto de la movilización militar. En estos casos, lo importante es que sean los altos cargos por debajo del Kremlin los que asuman el desgaste. Las decisiones impopulares quedarán en manos del ministro de Defensa y de las autoridades regionales, que son las responsables de entregar al Ejército la cuota de nuevos soldados que les corresponda.
Baunov cree que el reclutamiento masivo servirá también como medida de control social: “Como no han contado exactamente a quién reclutarán, podrán utilizarlo como instrumento de represión. ¿Te pasas de la raya? Aquí tienes tu orden de reclutamiento. Es útil como forma de suprimir las protestas contra la propia movilización”.
El decreto no era nada preciso, aunque después un vicealmirante concretó a quién estaba dirigido. Por ejemplo, soldados hasta una edad de 35 años, oficiales de bajo rango hasta los 50 y altos oficiales hasta los 55. No serán movilizados aquellos que tengan cuatro o más hijos de menos de 16 años.
Pero varios artículos en la prensa independiente rusa ofrecen los casos personales de muchas personas que en teoría no iban a ser reclutadas, según la versión oficial, entre otros padres con cinco hijos menores. También hombres que nunca habían servido en el Ejército, con lo que en principio no les afectaba el decreto.
El sociólogo Nikolai Mitrokhin cree que la movilización será “parcial” durante un tiempo. Luego, aumentará hasta que las dimensiones del Ejército sobre el terreno sean similares a las que presenta el Ejército ucraniano, que puede estar en torno a los 700.000 miembros.
“Las unidades de infantería en zonas clave, según informaciones incompletas, no cuentan con más del 35% de su tamaño normal. Sólo quedan unos 30-35 soldados de cada cien. A largo plazo, la presión social crecerá con los soldados crecientemente radicalizados contra la guerra. Todo un invierno en el campo de batalla bajo un fuego constante… eso no se lo deseas a nadie”, opina Mitrokhin.
Marina Ovsyannikova ha tenido que volver a presentarse ante un tribunal por una protesta solitaria contra la invasión de Ucrania. Es la periodista que interrumpió la emisión en directo de un informativo de la televisión pública rusa con un cartel contra la guerra. Esta vez, se colocó cerca del Kremlin con un cartel que decía: «Putin es un asesino y sus soldados son unos fascistas», un mensaje más duro que el que enseñó en televisión.
Un juez ha ordenado que permanezca en arresto domiciliario hasta la celebración del juicio en octubre donde puede ser condenada a una pena de prisión. Tiene prohibido conectarse a internet y sólo podrá hablar con su familia y su abogado.
La ley aprobada por el Parlamento ruso puso fin a la libertad de expresión en relación a la guerra. Cualquier crítica o protesta es castigada con multas y, en los casos que los tribunales consideren más graves, penas de prisión de hasta 15 años.
Otra ley que persigue toda declaración que se considere que afecta a la reputación del Ejército ruso ha sido empleada con mucha mayor frecuencia. Se han abierto 3.400 casos por este motivo, según la ONG OVD Info.
La tolerancia cero ante cualquier gesto de disidencia ha hecho que la mayoría de las manifestaciones críticas contra la guerra se hagan ahora en redes sociales, que son vigiladas por la Policía.
El medio independiente ruso Meduza ha ofrecido varios ejemplos de acciones realizadas en la calle que han sido perseguidas por la policía y los tribunales y sancionadas con multas económicas. Estos son algunos de los casos:
El traductor Lyubov Summ «realizó acciones públicas con el objetivo de desacreditar a las Fuerzas Armadas» al situarse en la plaza Pushkin de Moscú y leer en voz alta pasajes del poema del siglo XIX de Nikolay Nekrasov ‘Mientras escucho los horrores de la guerra’. Fue condenado a pagar una multa de 50.000 rublos (unos 775 euros).
Stanislav Karzanov extendió unos paneles con los colores azul y amarillo a los que llamó «un gesto de paz» frente al Ayuntamiento de Novosibirsk. El juez dictaminó que aludía a los colores de la bandera ucraniana, lo que era muy probable, y le condenó por distorsionar los objetivos de la operación militar con una multa de 48.000 rublos (754 euros).
Demyan Bespokoev se paseaba en marzo por San Petersburgo con un abrigo en el que aparecían pintadas estas palabras: «Este es el abrigo de mi abuelo. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue un niño hambriento en los territorios ocupados. ¿Por qué estos terribles fantasmas del pasado vuelven a perseguirnos? Me siento herido y tengo miedo. No quiero la guerra». Un juez decidió que el mensaje desacreditaba al Ejército ruso y le multó con 45.000 rublos (700 euros).
Un grupo de voluntarios convocados por el gobernador de Stavropol formó la letra Z (símbolo del apoyo al Ejército ruso y a la guerra) con trozos de troncos de árbol. Dmitry Semin rompió la figura y fue condenado a pagar una multa de 30.000 euros (464 euros).
Una estudiante de Ufa fue condenada a pagar 30.000 rublos (464 euros) por situarse en la calle con una corona de flores y alambre de espino rodeando el vestido mientras sostenía un ejemplar de la novela ‘Guerra y paz’.
Alexey Podnebesny se quejó en redes sociales del estado de los servicios públicos de Nizhny Novgorod y dijo que se podía mejorar la infraestructura del suministro de agua caliente con el dinero gastado en la «operación especial» en Ucrania (la terminología permitida por el Gobierno para hablar de la guerra). El juez decidió que, como había puesto operación especial entre comillas, «claramente indicaba una intención irónica y crítica». Le multó con 30.000 rublos (464 euros).