Gustavo Petro quería que la espada de Bolívar estuviera presente en su toma de posesión como presidente de Colombia. El presidente saliente no lo había autorizado, por lo que Petro tuvo que esperar a haber jurado el cargo. Ya como jefe de Estado, dio la orden y la ceremonia se suspendió durante diez minutos a la espera de que apareciera.
Cuando llegó, los invitados se pusieron en pie y en su mayoría aplaudieron. Felipe VI se quedó sentado. Un curioso ejemplo de ceguera política. O una forma de tener una mentalidad de hace dos siglos. Se diría que un país como España no debería considerar aún como una afrenta personal el proceso de independencia del Latinoamérica en el siglo XIX. La historia no te permite ganar siempre. El colonialismo y la explotación de las riquezas naturales de los países invadidos no son ya banderas que se puedan reivindicar en el siglo XXI.
A esos pueblos a los que ahora se llama «hermanos» en los discursos, no se les trata como rebeldes ni como enemigos. Por eso, se respeta sus símbolos (sus banderas, por ejemplo, y sus reliquias históricas), por mucho que sean tan valiosas o ridículas como las nuestras. No es buena idea burlarse de ellas. Si no representan nada especial para nosotros –sí para algunos–, importa poco. Representan muchísimo para ellos, al igual que en España la gente se apega a sus símbolos nacionales o regionales, hasta con la gastronomía.
Felipe VI desaprovechó una gran oportunidad para enviar ese mensaje de respeto. Quizá levantándose, aunque fuera sin aplaudir. Prefirió seguir sentado en el siglo XIX.
La muerte de Ayman al Zawahiri en un ataque con un misil disparado por un dron norteamericano podría ser definida de múltiples formas, pero ya sabemos que la posición del Gobierno de EEUU es clara: la eliminación del líder de Al Qaeda no pondrá fin a la llamada guerra contra el terrorismo («War on Terror», según el nombre que se le asignó después de los atentados del 11S en 2001). Veinte años después, los supuestos con que esa contienda fue establecida por la Administración de George Bush continúan presentes. Es una guerra sin fecha final, sin un horizonte que permita pensar en su conclusión, sin importar contra qué enemigos se lleve a cabo y cuyo campo de batalla es todo el planeta.
Esa idea ha sido apoyada estos días por múltiples opiniones aparecidas en medios de comunicación y ‘think tanks’ de EEUU y Europa. No importa cuál sea la identidad del dirigente de Al Qaeda que acabe volatilizado en una explosión. Tampoco que los atentados yihadistas en Occidente de la última década fueran organizados o inspirados por ISIS, no por Al Qaeda. La organización que fundó Osama bin Laden siempre está a punto de renacer de sus cenizas. En cualquier momento, puede volver a atacar de forma masiva una ciudad occidental. Continúa siendo la misma amenaza que hace veinte años. Eso repiten constantemente.
Es imposible compaginar esa visión con la realidad de Al Qaeda como organización, como también de la relevancia de Al Zawahiri en el movimiento yihadista internacional. Pero si ni siquiera la muerte de Bin Laden pudo hacer cambiar el pensamiento único sobre Al Qaeda, es inevitable que ocurra lo mismo con la desaparición de su lugarteniente.
«Al Qaeda bajo Zawahiri no pudo mantener sus propias sucursales, mucho menos crecer y dirigir el rumbo de la yihad», escribe Hassan Hassan, que ha seguido la evolución del yihadismo más violento en Siria e Irak. «Además de perder para siempre el control de sucursales básicas como en Irak y Siria, las que cuenta en Yemen y África prometieron públicamente que no permitirían que se utilizara su territorio para realizar ataques contra Occidente». En otras palabras, los grupos que estuvieron o aún siguen estando bajo el estandarte de Al Qaeda se olvidaron de la idea global de yihad que fue la gran innovación del grupo hace más de dos décadas, porque prefieren centrarse en sus luchas locales.
Nada fue tan revelador en la Al Qaeda de Zawahiri como su derrota inicial ante el avance del ISIS y después la decisión de su grupo afiliado en Siria, el Frente Al Nusra, de desobedecer a sus líderes y formar un nuevo grupo para englobar a todos los yihadistas o islamistas que no habían sido arrollados por Estado Islámico. Las amenazas de Zawahiri aparecieron reflejadas en muchos medios de comunicación y su efecto sobre el terreno fue completamente nulo.
Zawahiri murió en la casa que le había cedido el clan Haqqani en Kabul, en concreto su líder, Jaladuddin Haqqani, que es el ministro de Interior del Gobierno afgano. Los acuerdos de Doha firmados por los talibanes incluían su promesa de no permitir el uso de su territorio para cometer atentados en otros países. La presencia del líder de Al Qaeda en la capital del país plantea serias dudas sobre la intención del Gobierno, tanto es así que los talibanes difundieron un comunicado afirmando que no sabían nada de su llegada al país y reiterando su compromiso con lo acordado en Doha: «El territorio de Afganistán no supone peligro para ningún país, incluido EEUU».
El primer mensaje no resulta muy creíble. El barrio de Kabul donde vivía Zawahiri está lleno de casas de lujo ocupadas por los principales dirigentes del Gobierno. Esa vivienda en concreto pertenecía a un asesor de Haqqani. La familia Haqqani era el grupo dentro de los talibanes que mantenía mejores relaciones con Al Qaeda, por lo que es posible que la concesión del refugio fuera una decisión personal de Jaladuddin Haqqani que no conocían los demás miembros del Gobierno. Es también probable que Zawahiri, de 71 años y con mala salud, buscara simplemente un lugar más seguro que su escondite anterior en Pakistán.
Entre las hipótesis de las que no hay pruebas pero que resultan intrigantes, está la de que algún dirigente talibán diera a conocer la localización de Zawahiri por estar en contra de su aparición en Kabul a principios de este año. La prioridad de los talibanes es mantener su unidad, porque creen que eso es lo que les permitió conseguir la victoria, y enfrentarse a las células del ISIS en el país. Tampoco podían iniciar un debate público o restringido sobre Zawahiri y que al final trascendiera su presencia cuando el Gobierno está reclamando ayuda económica a países como China y Pakistán con el fin de afrontar la aguda crisis económica de Afganistán.
Joe Biden prometió continuar con los ataques a grupos terroristas que amenacen a EEUU. Eso es lógico, pero no hubo en su discurso menciones a toda la estructura legal, militar y de inteligencia que se puso en marcha después del 11S. El Congreso aprobó el 18 de septiembre de 2001 una autorización para el uso de la fuerza en todo el mundo que continúa en vigor y que da carta blanca al Gobierno para cualquier tipo de intervención militar que tenga alguna relación con el terrorismo.
Esos ataques sólo deben ser autorizados por el presidente sin ninguna intervención del Congreso, al que la Constitución reserva el derecho a declarar la guerra a un país. La operación que mató a Zawahiri entra dentro de los parámetros por los que se aprobó la resolución de 2001, ya que era el líder de la organización responsable de la muerte de casi 3.000 personas el 11S. Pero se ha utilizado en muchos casos contra grupos que no tenían planes de atentar contra EEUU.
«Ninguno pensamos al votar esa ley en 2001 que iba a servir para autorizar ataques en Yemen y Somalia», dijo años después el senador republicano John McCain. Pero ese fue el resultado. El Gobierno de EEUU tiene el poder legal para llevar la guerra a cualquier país del mundo si en su territorio opera un grupo terrorista «relacionado con Al Qaeda» y el Congreso no puede hacer nada al respecto. Por toda África, las Fuerzas Especiales del Ejército de EEUU realizan intervenciones militares que son secretas para la opinión pública y casi todos sus representantes electos.
Barack Obama tuvo la oportunidad de haber puesto fin a esa «guerra contra el terrorismo» al anunciar la eliminación de Bin Laden en mayo de 2011. Podría haber promovido que el Congreso anulara la resolución de 2001 o limitara su aplicación. Lo único que hizo tuvo un alcance retórico: preguntarse si tenía sentido continuar en una guerra sin fin en la que los enemigos van cambiando sin preguntarse hasta dónde llega esa amenaza y en qué medida debe condicionar la respuesta militar.
«No todo grupo de criminales que se adjudiquen a sí mismos el nombre de Al Qaeda será una amenaza creíble para EEUU», dijo Obama. «A menos que establezcamos unos límites a nuestro análisis estratégico y a nuestras acciones, nos veremos arrastrados a más guerras que no necesitamos luchar o continuaremos concediendo a los presidentes poderes ilimitados más apropiados para conflictos armados tradicionales entre naciones».
«Mucho más importante (que el impacto de la muerte de Zawahiri en Al Qaeda) es la realidad de que el aparato de la Guerra contra el Terrorismo, con la excepción de la guerra de Afganistán, el programa original de tortura de la CIA y la Sección 215 de la Patriot Act, continúa en pie», escribe Spencer Ackerman, que destaca unas palabras de Biden que repiten lo dicho por anteriores presidentes. «EEUU no buscó esta guerra. Le vino impuesta», dijo. Los hechos posteriores a 2001 revelan que la Administración norteamericana sigue buscando esa guerra.
En el libro ‘The Bin Laden Papers’, publicado en abril de este año, que analiza los documentos encontrados en la casa donde mataron al líder de Al Qaeda, Nelly Lahoud cuenta que EEUU sobreestimó la capacidad de la organización de reconstruirse y de preparar nuevos atentados después de ser expulsada de Afganistán. La realidad es que Bin Laden y sus seguidores consumieron la década siguiente en una huida constante y viendo cómo la mayoría de sus principales dirigentes eran encarcelados o eliminados.
La idea de que las sucursales o franquicias de Al Qaeda que habían jurado lealtad a Bin Laden cumplían las órdenes que recibían y estaban en condiciones de continuar la campaña de atentados tampoco es cierta. Lahou cuestiona el término ampliamente utilizado de sucursales y considera que fueron formadas por grupos yihadistas que querían aumentar su imagen y recibir el apoyo de más gente al asociarse al nombre de Al Qaeda.
«Pero esta guerra (contra el terrorismo), como todas las guerras, tiene que acabar. Eso es lo que recomienda la historia. Eso es lo que exige nuestra democracia». Lo dijo Obama en el discurso de 2011. Los gobiernos de EEUU, incluido el suyo, han hecho lo posible para que sea una guerra que no tendrá fin.
Kais Saied ya cuenta con la Constitución que quería. El referéndum celebrado este lunes en Túnez la ha aprobado por una amplia mayoría del 94%. Su legitimidad es un asunto más complicado. Sólo hubo una participación del 30%. Los partidos de la oposición habían reclamado el boicot a las urnas. Es posible que también se deba a que todo el mundo daba por hecho que saldría adelante. No había un porcentaje mínimo de participación para que la norma fuera aprobada.
Saied, el presidente de 64 años, estará en condiciones de controlar todos los poderes del Estado, esta vez no a causa de un golpe, como el de julio de 2021, sino de un texto constitucional. Podrá disolver el Parlamento cuando quiera y gobernar por decreto desde ese momento. La nueva Constitución le permite dos mandatos de presidente, pero podría continuar en el puesto si existe un peligro claro para la estabilidad del país.
Se puede decir que Saied ha escrito la Constitución que necesitaba. Él nombró a los miembros de la comisión que la redactó.
En diciembre, habrá elecciones legislativas. Saied se ocupará de dictar la legislación electoral.
La Constitución conserva el listado de derechos políticos y sociales que existían en el anterior texto. Pero su aplicación dependerá de unos tribunales de justicia también controlados por el presidente y de un Parlamento que no puede fiscalizar al presidente.
La decepción por el sistema de partidos y el rechazo al partido islamista Ennahda, primera fuerza en los anteriores comicios, favorecieron que Saied gozara de un apoyo significativo en la opinión pública tras el golpe. No hay democracia que pueda sobrevivir sin apoyo popular. No se puede decir que al renunciar a la democracia en favor de una mayor prosperidad los tunecinos hayan obtenido mucho de lo segundo.
«Es interesante que Saied, profesor de Derecho Constitucional y populista de verbo directo, no fuera especialmente popular al principio –escribe Shadi Hamid–. En junio de 2021, su nivel de apoyo era sólo del 38%. Sin embargo, después de destituir al Gobierno y suspender el Parlamento indefinidamente el 25 de julio, el apoyo saltó al 82%. Durante varios meses osciló entre el 70% y el 80%, antes de empezar a caer. En un estudio realizado en diciembre y enero, Alexandra Domike Blackman y Elizabeth Nugent descubrieron que cerca del 80% de los tunecinos veían de forma favorable la toma del poder por el presidente, mientras que menos del 15% creían que amenazaba a la democracia y los derechos humanos».
Túnez era considerado como el único país árabe que no había sufrido una violenta contrarrevolución que hubiera acabado con las conquistas democráticas obtenidas a partir de 2011. Saied y su nueva Constitución confirman que esa idea forma parte del pasado. Ya no es que el golpe de 2021 impusiera un paréntesis en el funcionamiento de las instituciones representativas. Ahora ese presidencialismo sin ningún control es la norma básica del país. Es el despotismo constitucional en Túnez.
“Sinceramente, hoy estoy hasta el rabo de tener la sensación de que somos tú y yo los que deben tragar”. Ángel Martín se levantó cabreado el 19 de julio, y así lo dijo. Muy cabreado. El cómico y guionista de 44 años hace un resumen informativo diario que cuelga en redes. Ese día, no tenía el cuerpo para lanzar una batería de titulares a velocidad de vértigo. Sólo quería plasmar su indignación con la situación de los dos últimos años y la que viene. En realidad, su punto de mira estaba puesto en los políticos. En todos ellos.
El alegato incluía todo lo que ha ocurrido desde 2020. La pandemia, obviamente. Le sumó “las nevadas” y “los volcanes” (¿hubo más de uno?). La guerra de Ucrania y sus consecuencias económicas, empezando por el precio de la luz.
¿La razón de su indignación? “Media España está en llamas, los suicidios aumentan y yo sigo escuchando que tenemos que hacer un esfuerzo”. Esto último es lo importante para él, lo que le enfurece. Los gobiernos llevan mucho tiempo reclamando esfuerzos para salir de las sucesivas crisis que aparecen a la vuelta de cada esquina.
Puede llegar a ser agotador. Esa sensación de estar a unos meses de la siguiente catástrofe, que parece peor que la anterior, porque las crisis ya superadas duelen menos. Siempre que se hayan podido superar, que no es lo que dirá cualquiera que haya perdido un familiar o un amigo por el covid.
Es mucho decir que un vídeo de dos minutos pueda simbolizar un estado de ánimo de la población. Pero tuvo éxito, además de un alto número de muestras de apoyo y rechazo. Para varios medios de comunicación, fue motivo suficiente para publicar un artículo. “Aplauso en redes”, “Ángel Martín en boca de todos”. “Ángel Martín explota en su telediario”. No hay que apretar mucho a los medios para que publiquen algo a cuenta de un vídeo que se ha hecho viral.
El vídeo había recibido hasta el sábado en Twitter 34.000 retuits y 78.000 me gusta. Martín cuenta con más de 900.000 seguidores en esa red social.
La furia siempre cuenta muchos partidarios en épocas de crisis o de máxima incertidumbre. Esa indignación cruda y visceral es uno de los temas de ‘Network’, una excelente película de 1976 dirigida por Sidney Lumet y cuyo gran creador fue el guionista Paddy Chayefsky. Recibió cuatro Oscars, entre ellos a los actores Peter Finch y Faye Dunaway y al guión de Chayefsky. Este último había obtenido antes otros dos Oscars por ‘Marty’ y ‘El hospital’.
La historia arranca con un presentador de noticias, Howard Beale, interpretado por Finch, al que le avisan de que va a perder el puesto a causa de las bajas audiencias. Al saberlo, anuncia en el programa que se suicidará en directo en unos pocos días. Le van a poner en la calle de inmediato, pero recibe una última oportunidad para despedirse de los espectadores. Lo que hace es ofrecer una diatriba contra todo y proyectar sus frustraciones. La intervención hace que las audiencias den un salto.
La cadena decide aprovechar la oportunidad y potenciar su programa. En uno posterior, lanza el mensaje que hizo que la película sea aún recordada.
Aparece en el plató empapado por la lluvia y con una gabardina que no se quita para intervenir en el programa. Beale hace un repaso de todas las crisis que aquejan a Estados Unidos en los años setenta, una época bastante sombría en el país. Desempleo, inflación, empresas en bancarrota, delincuencia en las ciudades, un Gobierno desbordado. Todo lo que hacía pensar que EEUU se estaba yendo al infierno. Después, reclama a gritos a los espectadores que exploten, que hagan algo para soltar esa ira que les quema las entrañas (escena doblada al castellano).
“No quiero que protestéis –dice Beale–. No quiero que montéis una revuelta. No quiero que escribáis cartas a vuestro congresista. Porque no sabría deciros qué tenéis que escribir. No sé qué hacer con la recesión y la inflación y el presupuesto de Defensa y los rusos y el crimen en las calles. Todo lo que quiero es que os volváis locos. Tenéis que decir: ‘Soy un ser humano, maldita sea. Mi vida importa’. Así que quiero que os levantéis. Quiero que os levantéis de vuestras butacas y salgáis a la ventana. Ahora mismo. Quiero que salgáis a la ventana, la abráis, saquéis la cabeza y gritéis. Quiero que gritéis: ‘Estoy furioso y no aguanto más”.
No hay ninguna idea política en su denuncia. Ninguna alternativa. “Ya nos ocuparemos después de la recesión y de la crisis del petróleo”, dice. Sólo furia en estado bruto. La gente empieza a salir a las ventanas. La directora de programas de entretenimiento (Faye Dunaway) está encantada. El éxito de audiencia está asegurado y ella cuenta con ideas –algunas más delirantes que el mensaje de Beale– para mantener esas cifras.
La visión satírica de la televisión, que en algunos momentos llega a lo macabro, hizo que recibiera tantas buenas críticas (The New York Times) como malas (The New Yorker). Su contenido era casi incendiario porque Paddy Chayefsky quiso que así lo fuera. Su visión se dirigía más contra la televisión –a la que llamó “un gigante indestructible y terrorífico más poderoso que el Gobierno”– que contra la política, pero había muchas otras cosas que le indignaban.
A dos periodistas de televisión a los que no les gustó, les escribió para decirles que la película no pretendía ser un ataque a la televisión, sino “una metáfora para el resto de los tiempos”.
Ahí acertó por completo. Desde entonces, se ha dicho que se adelantó a su tiempo. “Nadie que haya predicho el futuro, ni siquiera Orwell, ha tenido tanta razón como la que tuvo Chayefsky cuando escribió ‘Network’”, ha escrito el director y guionista Aaron Sorkin.
Otra escena memorable de ‘Network’ es la reunión en la que el dueño de la corporación que es propietaria de la cadena televisiva echa una bronca a Howard Beale y le explica en qué consiste todo. “Ya no existe América. Ya no existe la democracia. Sólo existen IBM, ITT, AT&T, DuPont, Dow, Union Carbide y Exxon. Esas son las naciones del mundo hoy”, cuenta al boquiabierto presentador, empequeñecido por la abrumadora realidad que está escuchando y en la que no había reparado.
Como sátira y aviso de lo que vendría en el futuro, la película sigue funcionando como en la época de su estreno. Incluso se adelantó –y eso es algo que Chayefsky no podía prever– a la rabia que propulsó a Donald Trump a la presidencia de EEUU en 2016. En esa campaña, sus seguidores de raza blanca no ocultaban que estaban hartos por el rumbo de su país y que ya no aguantaban más. Furiosos con las mujeres y el movimiento feminista, con los negros y su lucha contra el racismo, con las élites de la Costa Este y sus ideas sobre los derechos de las minorías, con las grandes corporaciones que se llevan los empleos al extranjero.
Compraron con pasión la mercancía que les vendía Trump. Él conseguiría que EEUU fuera otra vez grande (“Make America Great Again”), como lo había sido en décadas anteriores cuando los que ahora exigían sus derechos estaban callados y resignados a su suerte.
La manipulación de la furia contra los políticos y contra un mundo moderno que no es el que era ha sido también una herramienta muy rentable para la extrema derecha en Europa. Ha llevado a Marine Le Pen a disputar la presidencia de Francia en la segunda vuelta de las elecciones en dos ocasiones. Este año ha propulsado a Giorgia Meloni al primer puesto de las encuestas en Italia.
En España, ha sido una parte esencial de la dieta de Vox y su rechazo a la inmigración, las feministas, los periodistas y el Estado autonómico que abarcan un todo que supuestamente está hundiendo el país. Ese enemigo ni siquiera es sólo nacional, ya que incluye el concepto fantasmal del globalismo, con el que además se menciona a la ONU y la Unión Europea.
Las alternativas que se ofrecen son escasas y por ejemplo no se diferencian mucho de las de la derecha en política económica. Lo que de verdad importa es que los votantes de Vox deben estar furiosos por todo aquello que les desagrada, les dicen sus líderes. El eslogan “sólo queda Vox” deja claro que todos los demás políticos, sean de izquierda o derecha, son igualmente culpables.
El mensaje de Ángel Martín contra los políticos, visceral y acelerado, no es idéntico al de Vox, pero bebe en las fuentes que han hecho crecer a ese partido y a otros de extrema derecha en el resto de Europa. Martín está cabreado porque se piden “esfuerzos” a los ciudadanos y él cree firmemente que son otros los que tienen que esforzarse/sufrir. “El puto pequeño esfuerzo lo deben hacer los que están al mando (el Gobierno) y los que quieren estar” (la oposición).
Los ciudadanos ya han hecho lo suficiente, afirma. De forma casi mágica, hay que conseguir que ninguna crisis les afecte después de todo lo que han pasado. “Por una puta vez en la vida, deberían entender que los que tienen que hacer el esfuerzo y dejarse de mierdas son ellos, porque la solución no tengo ni puta idea de cuál es, pero dudo mucho que sea que tú no puedas comprar una puta sandía, ni encender el aire ni poner gasolina”.
Martín no tiene soluciones, como tampoco Howard Beale sabía qué hacer con todos esos problemas que le sacaban de quicio. Pero en el vídeo exige que la gasolina y la luz sean más baratas. ¿Cómo? No se sabe. Qué más quisieran los gobiernos que poder bajar los precios por decreto. Ningún Gobierno europeo ha conseguido hasta ahora frenar la inflación desde que comenzó a despegar.
Sobre la pandemia, a los ciudadanos se les ordenó que se quedaran en casa en la primera ola de 2020. Supuso un sacrificio evidente, ¿pero cuál era la alternativa? ¿Seguir haciendo vida normal, contagiarse y morir?
La antipolítica es un remedio fantástico para liberar tensiones. No hay que pensar en buscar soluciones. Es suficiente con indignarse y acusar a los que gobiernan. Hace diez años, se llegó a propalar el rumor de que había 455.000 políticos en España, un embuste que pretendía dos cosas, señalar a los únicos culpables de todo lo que iba mal y plantear que la mayoría de los problemas se solucionaría con menos políticos.
Siempre se olvida que la política también sirve para reconocer derechos, destinar recursos a los que menos tienen y repartir las cargas de una situación económica difícil. El hecho de que no siempre se utilice así no significa que nunca haya tenido esa función.
Un discurso de Volodímir Zelenski por videoconferencia ha sido en los últimos meses una cita especial en varios parlamentos europeos, al igual que lo fue en la cumbre de la OTAN en Madrid. El Gobierno ucraniano llevaba varios meses intentando organizar una intervención similar con los jefes de Estado africanos hasta que lo consiguió hace unas semanas. El fracaso fue evidente.
La noticia, como muchas de las que tienen lugar en África, pasó desapercibida. Solo cuatro líderes del continente sobre un total de 55 asistieron a esa cumbre telemática del 20 de junio para escuchar a Zelenski. Fueron los presidentes de Senegal, Costa de Marfil y Congo, además del líder del Consejo Presidencial libio, reconocido como Gobierno del país por Naciones Unidas. Los demás Estados estuvieron representados por ministros o embajadores.
La web de la Unión Africana no anunció la celebración del discurso. Macky Sall, jefe de Estado de Senegal y actual presidente de la Unión Africana, publicó al menos un tuit para dar cuenta del acto en el que destacó que “África sigue comprometida con el respeto de las normas del Derecho internacional, la resolución pacífica de conflictos y la libertad de comercio”.
Es habitual entre los dirigentes europeos y norteamericanos escuchar que toda la comunidad internacional está en contra de la invasión de Ucrania. Eso supone dejar fuera a casi toda África, Asia y Latinoamérica, donde se aprecian distintos grados de neutralidad. El Sur desconfía de las motivaciones del Norte. Boris Johnson dijo el viernes que la guerra “no es un conflicto de Rusia contra la OTAN”, como quiere presentarlo el Gobierno ruso. Sin embargo, eso es lo que piensan muchos países del Sur, que ven con alarma el regreso de una nueva Guerra Fría en la que ellos harán el papel de peones de las superpotencias, como ocurrió en la anterior.
Muchos de esos gobiernos son dictaduras o sistemas políticos autoritarios, pero no todos. El presidente de Suráfrica ha sido especialmente activo a la hora de destacar la responsabilidad de Occidente. “La guerra podría haberse evitado si la OTAN hubiera escuchado los avisos planteados por sus propios líderes durante años cuando decían que la expansión hacia el Este provocaría una mayor inestabilidad en la región”, dijo Cyril Ramaphosa el 17 de marzo. No aprobó la invasión decidida por Putin, pero insistió en que la única salida es el diálogo: “Gritar no servirá para poner fin al conflicto”.
La Asamblea General de la ONU votó en marzo con una clara mayoría a favor de la condena de la invasión. 141 países dieron el sí a la resolución, aunque un número significativo de países, 34, se abstuvo. Entre ellos, estaban China, India, Argelia, Bangladesh, Congo, Irak, Pakistán y Suráfrica. En una votación posterior para expulsar a Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la ONU –salió adelante con 93 votos– el número de abstenciones aumentó hasta 58 y los votos en contra fueron 24.
“Washington cree que esta guerra se ganará en Occidente, pero el Kremlin cree que se ganará en el Este y el Sur global”, dijo al NYT Michael Williams, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Syracuse.
En Europa y EEUU, no pasa un día sin que los ciudadanos escuchen que la guerra será larga. Los políticos intentan que sean conscientes de los sacrificios económicos que serán ineludibles. En el Sur el gran temor no procede de la pérdida de poder adquisitivo, sino de la pobreza y de la amenaza real de una hambruna que pondría en riesgo la vida de decenas de millones de personas. O de la inestabilidad que causará el aumento de precios y del peligro de que algunos gobiernos no sobrevivan a la tensión social, como está ocurriendo en Sri Lanka.
No tienen el lujo de esperar durante mucho tiempo a que una guerra de desgaste convenza a sus participantes de la necesidad de poner fin al conflicto.
El 85% del trigo que necesita el África subsahariana es importado. Egipto es el país del mundo que más trigo importa y depende en un 80% de Ucrania y Rusia. El 30% del trigo mundial y el 75% del aceite de girasol procede de ambos países. Setenta millones de egipcios sobreviven gracias a la compra de pan subvencionado por el Gobierno. Muchos países del Tercer Mundo se encuentran en una situación similar. Lo mismo en el caso de su dependencia de la importación de fertilizantes.
Las sanciones a Moscú impuestas por Occidente han agravado la situación. A los problemas para importar grano y alimentos de Rusia, se une la cuestión del pago. “Después de que el sistema Swift quedara alterado (por la expulsión de Rusia), incluso si el producto existe, el pago se hace muy complicado, cuando no imposible”, lamentó el presidente Sall de Senegal a finales de mayo en una cumbre de la UE con la Unión Africana.
“Cuando los elefantes luchan, es la hierba la que sufre”, dice un conocido refrán africano que lleva usándose durante décadas. Fue muy empleado en la Guerra Fría para resaltar que África y Asia sufrían las peores consecuencias al adscribirse a uno de los bloques enfrentados. Es un cálculo que vuelve a tener sentido ahora.
Varios aliados tradicionales de Estados Unidos han decidido que necesitan diversificar riesgos. En Oriente Medio, Arabia Saudí e Israel se han negado a suscribir las sanciones. En Asia, Tailandia ya ha realizado maniobras militares conjuntas con el Ejército chino y continúa comprando crudo ruso. Indonesia será el anfitrión de la próxima cumbre del G20 en noviembre y de momento ya ha enviado una invitación para que Putin pueda asistir. La influencia china se ha incrementado en toda Asia y varios países que estaban firmemente enclavados en el bloque antisoviético hace décadas tienen actualmente otras opciones para orientar su política exterior.
India ha multiplicado por cinco su importación de petróleo ruso aprovechándose de importantes descuentos que han llegado hasta el 35% del precio original. El alto número de refinerías indias emplea ese crudo para aumentar su exportación de gasolina y diésel a todo el mundo, incluidos los mismos países occidentales que han impuesto las sanciones a Moscú. Descubrir el origen del crudo del que se obtuvo el combustible es prácticamente imposible.
Washington comienza a ser consciente de que el Sur no ha comprado su relato sobre la guerra de Ucrania ni la respuesta adoptada por Occidente. Por eso, la última cumbre del G7 prometió el 27 de junio crear un fondo de 4.500 millones de dólares con el objetivo de afrontar la crisis de la seguridad alimentaria en el planeta. EEUU aportará la mitad de la cantidad total y la sacará de los 40.000 millones aprobados por el Congreso en mayo para ayudar a Ucrania.
Si los europeos han admitido que no pueden poner fin de golpe a sus importaciones de gas y petróleo rusos, africanos y asiáticos se preguntan por qué ellos tienen que dejar de importar productos esenciales con los que alimentar a sus poblaciones. O pagar precios exorbitados a causa de una guerra que no tiene nada que ver con ellos. ¿Son más importantes las empresas alemanas que los estómagos de los africanos?
El discurso de la soberanía y la integridad territorial de las naciones es aceptado en todo el mundo. No tanto si se relaciona con la defensa de unos valores democráticos, como se ha hecho en la cumbre de la OTAN. Muchos se preguntan por el doble rasero evidente en la rápida reacción de los países occidentales ante la invasión de Ucrania y su actitud pasiva cuando Arabia Saudí y Emiratos destruyeron Yemen en los últimos años en una guerra que sólo muy recientemente ha dejado atrás sus capítulos más cruentos.
La guerra ha vuelto a cuestionar el concepto de “comunidad internacional”, tan habitual en los discursos de los políticos occidentales. Hasta el punto de que deja fuera a más de dos terceras partes de la humanidad.
“Occidente no es el mundo y el mundo no es Occidente. Es increíble que haya que hacer hincapié en esa obviedad”, ha escrito Edward Luce, columnista del Financial Times. Africanos, árabes y latinoamericanos saben que cuando hay un conflicto entre los ideales de EEUU y sus intereses son los segundos los que prevalecen, escribe Luce.
Ese es otro dato incontestable. Quizá los países del Sur estén haciendo ahora lo mismo que Europa y EEUU han hecho durante décadas. Han tenido buenos maestros.
El tiempo está de nuestro lado es la idea constantemente utilizada a lo largo de la historia con la que los promotores de las guerras convencen a críticos y escépticos sobre las ventajas de su estrategia. No importa que la fase inicial del conflicto haya sido un fracaso o que el enemigo no se haya desmoronado como se preveía. Sólo hay que esperar. El tiempo juega contra el enemigo. Por eso, no es una sorpresa que el Kremlin haya encajado su incapacidad para cumplir sus objetivos militares con la promesa de que sólo hay que tener paciencia.
Vladímir Putin estaba convencido de que la invasión de Ucrania se completaría en cuestión de días y que la mayoría de los ucranianos recibiría satisfecha a las tropas rusas en varias zonas del país. Pensaba que el Ejército ucraniano no daría la talla, como ocurrió en 2014. Daba por hecho que el mundo occidental no se pondría de acuerdo sobre una estrategia de respuesta por la dependencia del gas y petróleo rusos en países como Alemania. La invasión era una carta dramática que muchos altos cargos rusos no pensaban que se produciría, pero Putin estaba seguro de que había llegado el momento de poner fin para siempre al acercamiento de Kiev a la UE.
Todas esas premisas resultaron ser falsas. A partir del primer mes, Moscú se vio forzado a centrar su ofensiva militar en la zona este de Ucrania.
En un sistema político tan centralizado como el ruso, no hay ningún centro de poder que pueda no ya estar a la altura de Putin, sino ni siquiera presionarlo de forma efectiva. Eso no impide que sectores empresariales –los llamados oligarcas– y dirigentes del partido Rusia Unida se acerquen al Kremlin para plantear las dificultades económicas creadas por las sanciones aprobadas por EEUU y la UE y preguntar cuándo se alcanzarán los objetivos que permitan poner fin a la guerra.
«A lo largo de la historia todos los imperialismos, por definición, son imperialismos agresivos. Porque si te tienes que imponer sobre el otro a todos los niveles, no sólo a nivel militar, sino posteriormente a nivel social, económico, ideológico o religioso, la violencia está implícita de una forma más o menos brutal o visible. Cuando te tienes que imponer sobre grandes masas de personas y cuando ya te has asentado en el territorio y has empezado a controlarlo, vuelves a utilizar la violencia y el terror para evitar posibles rebeliones. Se usa el terror y la crueldad siempre que sea necesario y sin ningún titubeo».
La tensa entrevista de Der Spiegel comienza con una pregunta directa. «¿Es usted un pacifista?». Olaf Scholz responde que no lo es. Y el SPD tampoco. En el momento actual, el canciller alemán tiene que responder a las frecuentes acusaciones que dicen que su país no está haciendo lo suficiente para ayudar a Ucrania a enfrentarse a la invasión rusa. Las dudas sobre Scholz se han acentuado con el debate provocado por la segunda fase de la guerra, que tiene que ver con el envío de armas pesadas. No vale con las armas antitanque o antiaéreas facilitadas hasta ahora. Los enfrentamientos que se prevén en las llanuras del este de Ucrania exigen otro tipo de armamento.
«Sólo puedes entregar lo que tienes y lo que puedes dar», dice Scholz. Afirma que los norteamericanos cuentan con una capacidad militar mucho mayor. «Los recortes sufridos por el Bundeswehr (las FFAA alemanas) en las últimas décadas han dejado su sello». Puede afirmar que, con las cifras en la mano, la aportación alemana no es menor, pero la pregunta se la han hecho muchos: ¿es suficiente para impedir la victoria de Rusia?
El Gobierno alemán sostiene que no está en condiciones de aumentar la oferta si de lo que se trata es de enviar tanques y artillería (Alemania cuenta con menos de 300 tanques). Sí está dispuesto a poner más dinero para comprar el armamento que necesita Ucrania. Ese es un proceso que requiere de un tiempo que Kiev no tiene.
Al igual que otros, el Gobierno alemán se debate entre la necesidad de seguir ayudando a Kiev y al mismo tiempo no declarar la guerra a Rusia. Es el punto en que Scholz se muestra más firme:
«Estamos entregando armas y muchos de nuestros aliados lo están haciendo también. No es una cuestión de tener miedo, sino de responsabilidad política. Imponer una zona de exclusión aérea, como se la ha llamado, convertiría a la OTAN en protagonista de la guerra. Asumí el cargo con una promesa. Dije muy pronto que debemos hacer todo lo posible para evitar una confrontación militar directa entre la OTAN y una superpotencia fuertemente armada como Rusia, una potencia nuclear. Estoy haciendo todo lo que puedo para impedir una escalada que nos lleve a una tercera guerra mundial. No puede haber una guerra nuclear».
Las críticas a Scholz y a su Gobierno son mayores cuando se menciona la dependencia alemana del gas y petróleo rusos. Las sanciones económicas contra Rusia no ocultan un hecho obvio: Alemania y otros clientes europeos están financiando indirectamente el despliegue militar ruso con sus importaciones energéticas. Antes de la guerra, el 55% del gas consumido por Alemania venía de Rusia.
Scholz utiliza dos argumentos. Uno no muy sólido, restar importancia a la aportación económica que supone la venta de gas para el Estado ruso. La segunda tiene que ver con el impacto que tendría dejar de recibir ese gas para la economía de su país:
«En primer lugar, no creo en absoluto que un embargo del gas vaya a acabar con la guerra. Si Putin fuera presionable con argumentos económicos, nunca habría comenzado esta guerra demencial. En segundo lugar, está dando por hecho que nuestra prioridad es ganar dinero. Lo importante es que queremos evitar una crisis económica dramática, la pérdida de millones de empleos y de fábricas que ya no volverán a abrir. Esto tendría consecuencias graves para nuestro país, para toda Europa, y afectaría gravemente a la financiación de la reconstrucción de Ucrania. Por tanto, mi responsabilidad es decir: no podemos permitir que esto ocurra. Y en tercer lugar, ¿hay alguien pensando en las consecuencias globales?».
Lo que sí reconoce Scholz es que los gobiernos alemanes de la última década, de los que él formó parte, se equivocaron al dar una respuesta insuficiente a las acciones rusas en el este de Ucrania y Crimea en 2014:
«Lo digo con el conocimiento que tenemos hoy. Deberíamos haber respondido a la anexión de Crimea con algunas de las sanciones que hemos impuesto ahora. Eso habría tenido un efecto».
Hay que recordar que después de 2014 el Gobierno de coalición CDU-SPD presidido por Angela Merkel no tomó ninguna decisión para reducir su dependencia del gas ruso. De hecho, hizo todo lo contrario. La aumentó y planeó intensificar esa relación con el proyecto de oleoducto Nord Stream 2, hoy ya paralizado.
En otro artículo, Der Spiegel pasa revistas a las críticas que recibe Scholz dentro de su propia mayoría de gobierno. No son sólo los medios anglosajones los que acusan de pasividad al primer ministro alemán, de parecer que no tiene mucho interés en plantar cara a Putin por las consecuencias económicas que tendría.
«El problema es el canciller», dice Anton Hofreiter, el diputado verde que preside la Comisión de Exteriores del Bundestag. «Olaf Scholz debe ser más visible en Europa. No importa a qué países europeos viaje yo en estos momentos. Siempre encuentro la misma pregunta: ‘¿Dónde está Alemania?'». Algo parecido dice la diputada liberal Marie-Agnes Strack-Zimmermann, que preside la Comisión de Defensa y que exige que Scholz «coja la batuta y marque el ritmo», es decir, que asuma un mayor protagonismo frente a la invasión de Ucrania.
Scholz hace de la cautela uno de los rasgos definitorios de su estilo, como también lo fue de Merkel. Es posible que ese fuera uno de los factores que le dieron la victoria en las últimas elecciones. Es aún más posible que la guerra en Europa sea un momento en que esa virtud haya dejado de ser un rasgo positivo en la política alemana.
No ha pasado mucho tiempo desde su llegada al poder cuando Vladímir Putin decide dejar claras las nuevas reglas del juego a los empresarios multimillonarios que dominan la economía de Rusia desde los tiempos de Boris Yeltsin. Los conocidos como oligarcas. La detención de Vladímir Gusinski, dueño de algunos de los medios de comunicación más influyentes, ha hecho saltar las alarmas en junio de 2000. Saben que habían adquirido sus imperios gracias a las normas impuestas por el Kremlin de Yeltsin en lo que había sido un saqueo generalizado de las grandes empresas públicas que controlaban las materias primas, incluido el petróleo. Son conscientes de que en Rusia el poder siempre controla a los tribunales.
Putin les reúne en una de las grandes salas del Kremlin. Su discurso es retransmitido por televisión para que toda la población sepa que los tiempos han cambiado. Les reclama apoyo al programa económico del Gobierno y les garantiza que las privatizaciones del pasado no serán anuladas, pero les avisa de que no deben “politizar” los problemas legales que puedan tener. Cuando se apagan las cámaras, es más preciso. Deben mantenerse alejados de la política.
La reunión se repite poco después con la intención de mantener un diálogo con ellos en un escenario menos formal. Putin elige un lugar que lo dice todo de sus intenciones: la dacha de Stalin en Kuntsevo cerca de Moscú, que se ha conservado tal y como quedó tras su muerte en 1953. Hasta los teléfonos son los mismos.
“Los oligarcas habían sido invitados al lugar en el que Stalin había ordenado que miles de personas fueran conducidas a su muerte en lo que se conoció después como la Gran Purga”, escribe Catherine Belton en su libro ‘Los hombres de Putin’, que ahora publica en España la editorial Península. El mensaje, obviamente, fue recibido alto y claro.
El libro de Belton, que fue corresponsal del Financial Times en Moscú entre 2007 y 2013, cuenta la historia de la creación y evolución del sistema político ruso en torno a la figura de Putin. No fue un proceso inmediato a pesar de esa escena de la dacha. El Putin de ahora no es el mismo que fue aupado al poder en 1999 para proteger los intereses de la familia de Yeltsin. Sí hay elementos que se repiten desde entonces. Y para entenderlos hay que ir unos años atrás cuando Putin regresó a Rusia desde su puesto de teniente coronel del KGB en Dresde, Alemania Oriental, y se convirtió en el hombre para las situaciones difíciles del alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak.
San Petersburgo, aun más que Moscú, fue uno de los lugares en que confluyeron tras el fin de la URSS todas las fuerzas que pretendían hacerse con el control. Políticos, empresarios, banqueros, organizaciones criminales y, por encima de todos ellos, las fuerzas de seguridad compitieron y conspiraron para apoderarse de las mayores fuentes de ingresos económicos. Los hombres del KGB llevaban ventaja. Habían estado durante años a cargo de una estructura económica diseñada para obtener divisas y secretos tecnológicos del extranjero. Con Yeltsin, vieron que el poder se les escurría de entre las manos. Con Putin, lo recuperarían.
El futuro presidente fue su hombre en la segunda ciudad del país. “Putin fue colocado allí. Tenía una función que cumplir. El KGB dijo a Sobchak: ”Este es nuestro hombre. Se ocupará de ti’“, dijo Franz Sedelmayer, un experto alemán en seguridad citado por Belton y que trabajó más tarde para Putin. Por ocuparse, se refería a protegerle.
Es en esa época cuando Putin conoce a los hombres –la mayoría con un pasado en el KGB a los que se les llama los ‘siloviki’–, que le acompañarán en casi toda su carrera política. Todos tienen ahora una edad similar, en torno a 70 años (Putin tiene 69). Quizá piensen que no les quedan muchas más oportunidades de dictar el destino de Rusia para las próximas generaciones.
El más importante es Nikolái Pátrushev, director del FSB –el organismo que sucedió al KGB– hasta 2008 y desde entonces secretario del Consejo de Seguridad. “Él quiere la Unión Soviética, sólo que con capitalismo. Ve el capitalismo como un arma con la que restaurar el poder imperial de Rusia”, dice una persona cercana a la que cita la periodista. Es una descripción que describe a la mayoría de la élite política que rodea a Putin.
Esos hombres sufrieron un duro golpe con el ascenso de los oligarcas en los años de Yeltsin. Por eso, la elección de Putin como el sucesor les permitió llevar a cabo su venganza. El modelo capitalista no se tocó. Además, les permitía ganar mucho dinero. Pero se trataba de un capitalismo en que las empresas esenciales estaban controladas desde el Kremlin. Por algo Putin había dicho en público que el marxismo leninismo era “un dañino cuento de hadas”. Eso no le impedía considerar el fin de la URSS como una catástrofe –“la mayor tragedia del siglo XX”– en la medida en que había hundido el poder de Rusia en el mundo y convertido a su Estado en un mendigo.
Catherine Belton cuenta con numerosas fuentes en personas que estuvieron cerca del núcleo del poder en algún momento de estos veinte años. Uno de los más importantes es Sergei Pugachev, el banquero y asesor de la familia de Yeltsin que sugirió que Putin era el hombre adecuado para el relevo, lo que significaba proteger sus intereses económicos e impedir que fueran perseguidos por los tribunales. Se ha lamentado mucho de su iniciativa desde entonces.
Durante los primeros años de Putin, fue uno de sus consejeros más cercanos e incluso su banquero personal. Se ocupaba de financiar sus necesidades para alejarlo de la influencia de otros millonarios en forma de sobornos. Llegó un momento en que los ‘siloviki’ comenzaron a desconfiar de él y se refugió en Francia, donde vive hoy.
“Esta gente son mutantes”, cuenta Pugachev a Belton sobre los ‘siloviki’. “Son una mezcla del homo sovieticus con los capitalistas salvajes de los últimos 20 años. Han robado muchísimo para llenarse los bolsillos. Todas sus familias viven en Londres. Pero cuando dicen que tienen que aplastar a alguien en nombre del patriotismo, hablan en serio. Sólo se tendrían que ocupar antes de sacar a sus familias de Londres”. Es precisamente lo que ha ocurrido en el último mes tras la invasión de Ucrania.
La detención y encarcelamiento en 2003 de Mijaíl Jodorkovski, el magnate del petróleo que llegó a ser el hombre más rico de Rusia, fue el momento decisivo en que el sistema terminó de fijar los límites que se han mantenido inmutables desde ese momento. Jodorkovski cometió el error de utilizar parte de su fortuna para promover la discusión de ideas y apoyar a algunas ONG o ‘think tanks’ e incluso financiar a partidos de oposición. Llegó a aportar dinero a los comunistas sin serlo, porque creía que un Gobierno necesita una oposición fuerte en una sociedad democrática. Putin le dijo personalmente que dejara de hacerlo y Jodorkovski se negó. Conclusión: pasó diez años en prisión. Hoy vive exiliado en Londres.
Hay dos cosas que quedan muy claras con la lectura del libro de Belton. La primera es que los hombres de Putin son implacables para conservar su poder y conseguir que Rusia vuelva a ser una superpotencia, también cuando interpretan qué es lo que quiere el líder y obran en consecuencia. No se detendrán ante nada.
Pero su poder proviene única y exclusivamente de su cercanía a Putin. ‘Siloviki’ se puede traducir como “los hombres fuertes”, pero no son tan fuertes como para formar una alternativa al liderazgo del presidente. Llegaron al poder con él y morirán con él.
La segunda tiene que ver con la forma en que se ha ejercido siempre el poder en Rusia en los tiempos difíciles. Vladímir Yakunin es otro exKGB que conoce a Putin desde los tiempos de San Petersburgo y que dirigió durante diez años los ferrocarriles rusos. Hoy está retirado de la política y dedicado a sus fundaciones de ideas ultraconservadoras cuyo objetivo es la defensa de la Iglesia ortodoxa y la crítica al feminismo y los derechos LGTBI en Europa occidental.
Yakunin, de 73 años, explicó a la periodista británica en términos muy gráficos qué posibilidades existen de influir en la conducta de la élite rusa desde el extranjero. Fue después de las sanciones impuestas por Occidente en 2014 por la anexión de Crimea. “Ya conoce a los rusos. Podemos ser perezosos. Podemos estar borrachos. Podemos hacernos daño hasta sangrar. Pero tan pronto como haya una amenaza externa, y esto está escrito en nuestro código genético da igual que seamos viejos o jóvenes, nosotros contraatacamos. Las sanciones hicieron más por unir a la sociedad rusa que cualquier campaña de información del Kremlin. ¿Por qué deberíamos no hacer nada cuando nos escupen en la cara? Imponer sanciones fue como una declaración de guerra”.
Los hombres de Putin están en guerra desde mucho tiempo antes de que las tropas rusas invadieran Ucrania. Está en su naturaleza.
Inmigración sí, pero sin pasarse. Alfonso Fernández Mañueco incluyó el lunes en su discurso de investidura en las Cortes de Castilla y León algunas ideas sobre cómo cree que debe organizarse la inmigración: “Siempre de una forma legal, ordenada, con clara vocación de incorporarse al mercado laboral y que busquen la plena integración a través del respeto a las leyes, valores y libertades europeos de la sociedad que las integra”. No se conocen muchos partidos que pidan lo contrario, un sistema de inmigración sin respeto a las leyes. Ni hay muchos extranjeros que no quieran trabajar y cuya prioridad sea violar las leyes. Sobre los valores, resulta más difícil llegar a un acuerdo, ya que los de Mañueco pueden ser diferentes a los de muchos españoles.
Lo que sí está claro es que sus opiniones suenan ahora no muy diferentes a las de Marine Le Pen, que decidió en la campaña electoral de las elecciones presidenciales francesas eliminar las aristas más hirientes y xenófobas del programa de su partido. No se opone a toda la inmigración por sistema, aunque sigue considerándola una amenaza cultural, ni rechaza la doble nacionalidad para las personas nacidas en el extranjero, una idea mantenida por la extrema derecha desde hace muchos años.
Su posición ha sido descrita como más pragmática y condicionada por el gasto público, una forma hábil de congraciarse con los votantes. Quiere reducir las ayudas sociales a los residentes extranjeros para poder bajar el gasto social en Francia y con ello reducir los impuestos. Para Le Pen, todo empieza y acaba con la economía. Ha sido un ingrediente esencial de su empeño por blanquear la imagen de su partido.
La estrategia le ha sido fructífera. Ha obtenido el mejor resultado de siempre de la ultraderecha con un 23,7% de los votos, que le permitirá disputar la presidencia a Emmanuel Macron el 24 de abril. Si se le suma el 7% del polemista xenófobo Éric Zemmour, parte de una posición sólida para la campaña de dos semanas.
El inicio de la campaña de la segunda vuelta en Francia ha coincidido con la investidura de Mañueco en Castilla y León, que ha salido adelante con los votos del PP y Vox. El calendario le ha jugado una mala pasada al Partido Popular. Inaugura en esa región la etapa de gobiernos de coalición con la extrema derecha precisamente cuando Le Pen asusta a Europa ante la posibilidad, mayor que en 2017, de que Francia tenga una presidenta de ultraderecha en uno de los dos países más importantes de la Unión Europea.
Las comparaciones entre España y Francia cuentan con un problema de partida. El sistema electoral a doble vuelta en presidenciales y legislativas en Francia obliga a los partidos a posicionarse después de la primera vuelta y al mismo tiempo ha sido un obstáculo para las aspiraciones de Agrupación Nacional, antes llamada Frente Nacional. En un sistema como el español, el reparto proporcional de los escaños –corregido por la Ley D’Hondt a favor del partido ganador– empuja a los partidos a negociar para formar un Gobierno. El coste político de pactar con un partido y no con otros siempre existe.
La forma en que Le Pen intentó hacer su mensaje más digerible para la opinión pública tras su clara derrota en la segunda vuelta de 2017 no consistió en cambiar sus ideas sobre inmigración, sino en hablar menos del tema y no dejar que monopolizara su imagen. Su prioridad pasó a ser la economía. Moderó su euroescepticismo y renunció a las ideas más radicales, como abandonar la eurozona. Sí mantuvo sus ataques constantes a la política económica que favorecen conservadores y liberales en la UE con la intención de denunciar que Francia ha dejado de ser la tierra de prosperidad del pasado. La desindustrialización de amplias zonas del país, un proceso iniciado años atrás, jugó en su favor.
En la campaña de 2017, había utilizado el perfil de Macron –un exbanquero de ideas liberales y propias del establishment parisino– para denunciar a las élites urbanas que desdeñan a la Francia rural del interior y de las pequeñas ciudades. Con el impacto de la pandemia y de la guerra de Ucrania, dobló la apuesta. Cuando Zemmour irrumpió de forma sorpresiva en las encuestas con un lenguaje aun más racista, Le Pen no se inmutó y siguió hablando de economía a pesar de que sus números bajaron en los sondeos.
“Seré la presidenta de la vida real y, por encima de todo, de vuestro poder adquisitivo”, dijo en un mitin. La inflación y el aumento de los precios de la energía aparecieron en su ayuda y aumentaron la vulnerabilidad de Macron. El presidente había apostado por rebajas fiscales en el precio del gas y de los combustibles, pero muchos votantes no olvidaban su carácter arrogante y le achacaban un escaso interés por los problemas de los franceses que no son ricos como él.
En España, Vox ha intentado presentarse como defensor de los derechos de la clase trabajadora. Algunos medios de comunicación llevan desde 2019 anunciando que ese deseo puede cumplirse o ya se ha cumplido, lo que está bastante lejos de la realidad. Lo que sí consiguió Vox fue quedarse con buena parte del votante de clase trabajadora que había votado hasta entonces al PP en algunas regiones.
Las elecciones autonómicas de Madrid confirmaron que Vox no aumentaba sus apoyos en los barrios de la capital de renta baja o solo lo hacía de forma testimonial. Solo hay que escuchar hablar a políticos de Vox como la pareja Espinosa de los Monteros-Monasterio para entender que resulta difícil creer que puedan llegar a votantes de clase trabajadora. Los comicios de Andalucía permitirán examinar esa tendencia en otra comunidad.
Un estudio de dos investigadores de la Universidad de Lisboa revela que los votantes de Vox y del partido portugués Chega no son por su nivel de renta perdedores de la globalización económica. Si acaso, de la globalización cultural, entendida como una serie de ideas sobre los derechos de la mujer y del colectivo LGTBI, o el cambio climático que son apoyadas por una mayoría de la sociedad en los países europeos, y que provocan una gran aversión entre los votantes de ultraderecha.
La candidata del partido conservador Los Republicanos anunció que votará en dos semanas a Macron. La decisión de Valérie Pécresse ha sido presentada como un ejemplo de cordón sanitario ante la extrema derecha. Está por ver que una política que no llegó al 5% de los votos vaya a ser escuchada por sus votantes. En su intento por destacar, Pécresse llegó a dar credibilidad a la idea racista del Gran Reemplazo, una teoría de la conspiración sostenida por la extrema derecha.
Adoptar el vocabulario de la extrema derecha contra los extranjeros ha sido una tendencia muy extendida entre algunos conservadores europeos, en general sin mucho éxito. Solo les ha servido para dar más credibilidad social a los mensajes en que se mueven más cómodos los partidos de ultraderecha.
La propia Administración de Macron se ha dedicado estos años a intentar atraer a los votantes de Le Pen. El momento cumbre fue un debate en febrero de 2021 entre Le Pen y el ministro de Interior, Gérald Darmanin, ansioso por presentarse como alguien tan duro como su contrincante. “Está empezando a mostrar debilidad. Necesita tomar vitaminas otra vez. No está dispuesta a legislar sobre religión y dice que el islam ni siquiera es un problema”, dijo Darmanin.
El resultado de la primera vuelta de Francia demuestra que aparentar ser tan duro como la extrema derecha no es garantía de ganarse a sus votantes. Las encuestas colocan a Macron con una ventaja de entre dos y tres puntos sobre Le Pen para la segunda vuelta (hace cinco años, le sacó 32 puntos). El presidente tendrá que decidir ahora qué candidato quiere ser para alcanzar la reelección. Le tocará mudar de traje para atraer al 21,9% del electorado que apoyó al izquierdista Jean-Luc Mélenchon.
Mientras tanto, en España Mañueco anunció que trabajará “como una piña” junto a Vox. Juan García-Gallardo, su futuro vicepresidente y líder de Vox en Castilla y León, dijo en el pleno que su gran objetivo es acabar con las competencias autonómicas en Sanidad, Educación y Justicia, y “derogar el título octavo de la Constitución”. A diferencia de Le Pen, Vox no ha tenido que cambiar su estrategia para llegar al poder en un Gobierno. Ahora puede intentar acabar con el sistema político desde dentro.