Las bombas de racimo son especialmente peligrosas para los civiles por su amplio radio de acción incluso en un entorno urbano. Airwars.org lo explica en este vídeo en relación a un ataque ruso en la ciudad ucraniana de Járkov el 25 de febrero en el que un solo proyectil despliega bombas más reducidas hasta una distancia de 350 metros. Los impactos se produjeron en las cercanías del Hospital Infantil de la ciudad. Seis ellos cayeron en el patio del centro. Uno de ellos que no explotó permitió identificar el tipo de armamento. Cada cohete puede arrojar 72 subproyectiles.
Un centenar de país ha firmado el tratado de la ONU de prohibición de las bombas de racimo.
Todo ejército inicia una ofensiva con una cantidad determinada de munición, combustible y comida. La labor de la logística es conseguir que esas unidades puedan continuar su movimiento recibiendo de forma periódica los suministros necesarios. En muchas ocasiones, eso no es posible, bien por errores propios o por la respuesta del enemigo. A partir de ese momento, empieza la cuenta atrás. Cada día que pasa se acerca el instante en que ese ejército no pueda avanzar más o ni siquiera pueda mantener sus posiciones, y eso sin contar con que los soldados terminen cayendo exhaustos después de varias semanas de combates.
Esta realidad fue enunciada por Carl von Clausewitz. Antes Napoleón la había expresado en innumerables frases con su obsesión por que los soldados contaran con calzado apropiado y comida suficiente. Cuando no lo consiguió, pagó un precio muy alto. Lo mismo le ocurrió a Rommel. Sus problemas con el combustible fueron el mejor aliado de los británicos en el Norte de África.
Es lo que le ha terminado ocurriendo al Ejército ruso en su primer mes tras el comienzo de la invasión de Ucrania. Y por encima de ello, un hecho difícil de refutar. No ocupas un país tan grande como ese con 150.000-200.000 soldados. No son suficientes a menos que el enemigo se venga abajo. Los manuales militares indican que se necesitan al menos cinco soldados por cada defensor de una posición. Si se trata de combates urbanos en una ciudad, la ratio tiene que ser mayor.
En un intento de presentar como una decisión prevista de inicio lo que es un paso forzado por las circunstancias, el alto mando militar ruso anunció el pasado viernes que había cumplido sus planes iniciales y que pasaba a centrarse en «el objetivo principal» de la misión: obtener el control del Donbás, en la zona oriental de Ucrania.
El viceministro de Defensa fue más lejos este martes al hacer público «el descenso de la actividad militar en dirección a Kiev y Chernígov” (al norte de Kiev) con la intención de «aumentar la confianza mutua para las futuras negociaciones de un acuerdo de paz con Ucrania». Horas después, se pudo observar a convoys militares con destino a la frontera con Bielorrusia.
La hipótesis de que todo esto es una maniobra de distracción siempre es posible en una guerra. No es lo mismo reforzar las posiciones defensivas en los puntos más avanzados de una ofensiva que iniciar una retirada de las fuerzas o de parte de ellas, y es posible que ahora ambas cosas estén ocurriendo en puntos diferentes. Eso además es compatible con lanzar ataques aéreos o con misiles sobre las ciudades de Kiev y Lviv. Su función no será estrictamente militar, sino propagar el terror entre la población civil.
La operación aerotransportada sobre un aeropuerto a pocos kilómetros de Kiev en los primeras horas de guerra el 24 de febrero indicaba que los rusos habían elegido la capital como un objetivo primordial que se podía conseguir en menos de una semana. Asegurar el aeropuerto hubiera permitido el envío de un alto número de tropas con gran rapidez. Eso resultó imposible gracias a la resistencia planteada por el Ejército ucraniano y al hecho, aparente al principio, incuestionable después, de que Rusia no gozaba de una total superioridad aérea.
Lo mismo ocurrió con el famoso convoy de decenas de kilómetros que intentó acercarse a Kiev desde el norte. Probablemente, eran varios convoys que terminaron convirtiéndose en uno al quedar bloqueado su avance. Lo que inicialmente podía parecer una demostración de una invasión incontenible resultó ser un avance condenada al fracaso.
Los rusos cuentan con una impresionante ventaja en número de tanques sobre su enemigo. Es un arma que siempre ha provocado un terror ilimitado en la infantería. A veces, la superioridad de unos tanques sobre otros ha hecho que los soldados que ocupan los segundos sientan que van metidos en un ataúd rodante. Pero ha pasado mucho tiempo desde las grandes batallas de blindados de la Segunda Guerra Mundial. Es posible que los tanques sean mucho mejores que antes, pero las armas antitanque son muchísimo mejores y evidentemente continúan siendo más baratas que su objetivo.
Las imágenes difundidas por el Ejército ucraniano del ataque de un convoy de tanques rusos demostraron hasta qué punto los carros de combate pueden ser vulnerables. Una veintena de tanques y blindados fueron atacados a distancia dejándoles sin más posibilidades de reacción que la de escapar. Ocurrió en Brovary, un suburbio de Kiev a 35 kilómetros de la capital.
«Los tanques fueron un gran símbolo de fortaleza durante la Segunda Guerra Mundial», ha escrito hace unos días el historiador británico Antony Beevor. «El que Putin aún los vea de esa manera es inaudito. Estos vehículos han probado ser profundamente vulnerables a los drones y las armas antitanque en conflictos recientes en Libia y otros lugares. La capacidad de Azerbaiyán de destruir fácilmente los tanques armenios fue esencial en su victoria de 2020 en la región de Nagorno-Karabaj».
El mando militar ruso no ha conseguido proteger el secreto de sus comunicaciones, un aspecto básico cuando el enemigo conoce tu idioma. En muchos casos, los soldados han abandonado su sistema encriptado, lo que compromete la seguridad de las transmisiones y ha permitido a la inteligencia ucraniana interceptarlas con facilidad.
Las tácticas militares rusas no han impresionado a algunos de sus enemigos. «Tienen tácticas estúpidas de los tiempos del imperio ruso. No han cambiado. Su táctica más importante es lanzar cuerpos a la batalla. No les importan sus propios soldados», dijo al NYT Muslim Cheberloevsky, un combatiente checheno que viajó a Ucrania en 2014 para seguir luchando contra los rusos.
La referencia a Chechenia es relevante. Además de imponer en la segunda guerra chechena una política de tierra quemada con bombardeos indiscriminados sobre las ciudades, Moscú tuvo éxito porque consiguió que algunos de los insurgentes chechenos cambiaran de bando y se convirtieran en los guardianes de los intereses rusos en Chechenia. Putin creía que la población ucraniana rusohablante recibiría a las tropas rusas con los brazos abiertos. Es lo que los servicios de inteligencia le habían hecho creer, aunque es probable que él no hubiera aceptado nada que se alejara de sus ideas preconcebidas de Ucrania como un simple apéndice de la Madre Rusia.
Los objetivos de la guerra estaban condicionadas desde el principio por las ideas de Putin sobre el futuro de Ucrania como parte de Rusia o del espacio imperial ruso expresadas en un largo artículo publicado el verano pasado y en el discurso con el que anunció el reconocimiento de la independencia de las dos provincias orientales del país vecino. Si Ucrania no tenía derecho a considerarse un país totalmente independiente de Moscú, según decía Putin, la guerra sólo podía acabar con el sometimiento de Kiev a la voluntad rusa.
La premisa exigía sustituir al Gobierno ucraniano en Kiev u obligarle a un acuerdo de paz vergonzante por el que entregara la mayor parte de su soberanía. Putin también pensaba en un golpe de Estado que acabara con el Gobierno de Zelenski. “Tomar el poder en vuestras manos”, dijo el presidente ruso en un discurso, refiriéndose al Ejército ucraniano. Para dejar a Zelenski sin opciones, era imprescindible como mínimo rodear Kiev y otras grandes ciudades y dejar claro que cualquier resistencia sería fútil a partir de ese momento.
Esos planes no se han cumplido, lo que no quiere decir que Rusia haya perdido la guerra. La destrucción de Mariúpol –donde han muerto 5.000 personas según las autoridades locales– y de varias zonas de Járkov confirma algo que se sabe desde el primer momento. La artillería es capaz de arrasar la mayoría de sus objetivos sin necesidad de exponer a las tropas. Es lo que ocurrió en Chechenia, aunque es difícil conjugar la idea de considerar a Ucrania una parte de la patria rusa y convertirla después en un paisaje postapocalíptico. Es la razón por la que las zonas habitadas de Kiev no han recibido un castigo tan brutal. Evidentemente, eso puede cambiar en cualquier momento.
Los analistas habituales de la televisión pública rusa no ocultan su decepción por la marcha de la guerra. Habían asegurado a la audiencia que no tenían nada de que preocuparse. En los últimos días, no son tan optimistas. “Tenemos que admitir que nuestra operación no ha causado un shock psicológico en el que el lado contrario pierda su voluntad de luchar”, dijo el periodista Vitali Tretiakov. “La resistencia del lado ucraniano no se ha interrumpido ni se ha debilitado”. La presentadora casi le acusó de derrotismo.
El general retirado Vladímir Shamánov, diputado del partido de Putin y presidente de la Comisión de Defensa de la Duma, intervino en ese programa para dar el punto de vista de los halcones. Ya no podía anunciar una victoria fácil. De hecho, hizo un pronóstico que debió de sonar tenebroso a los espectadores. Predijo que el millón de soldados de las Fuerzas Armadas no son suficientes para la tarea pendiente de someter a los ucranianos. “Hoy, podemos predecir claramente que tendremos que permanecer en Ucrania durante 30 o 40 años”. Por algo un general ruso que fue asesor de Putin sobre Chechenia llamó a Shamánov un “carnicero” por las atrocidades que cometió en esa guerra.
El Ministerio ruso de Defensa ha reconocido la muerte de 1.351 militares rusos en un mes de guerra, además de 3.825 heridos. Fuentes del Pentágono ofrecieron una horquilla de 7.000 a 15.000 muertos. En Afganistán en nueve años de guerra, murieron 15.000 rusos. En una década en Chechenia, 11.000. Incluso las cifras oficiales llaman la atención. Esa ratio de 1:3 entre muertos y heridos es inmensa en uno de los ejércitos más avanzados del mundo en el siglo XXI. Es similar a la que sufrió el Ejército norteamericano en la guerra de Vietnam.
En su última conversación telefónica este martes, Putin ha dicho a Macron que hay algunos «avances» en las negociaciones entre Moscú y Kiev. Es una declaración muy genérica que no le compromete a mucho. También le ha contado que exige la rendición de Mariúpol y la entrega de armas por las fuerzas que la defienden. Zelenski dijo hace unos días que ha ofrecido a los que resisten en esa ciudad que se rindan si su situación es insostenible, pero la respuesta que recibió es que seguían dispuestos a continuar combatiendo.
Los rusos no van a interrumpir sus ataques en el este y sur del país. Buscan consolidar la ocupación del arco que va desde Jersón en el sur hasta Lugansk en el noreste de Ucrania, provocando una partición de hecho del país que se puede prolongar durante años. En el Donbás, Ucrania cuenta con no menos del 25% de todas sus tropas en una parte de la contienda de la que hay menos información. Ser derrotado en la región oriental sería un duro golpe moral para el Gobierno de Kiev.
En el norte, Rusia puede reforzar sus posiciones defensivas a la espera de recibir la orden de avanzar si fracasan las negociaciones. Para entonces, se supone que el Ejército ruso habrá recibido tropas de refresco y los suministros adecuados. Putin podría llegar a la conclusión de que el fracaso de la Blitzkrieg pretendida se debió a los errores de los servicios de inteligencia y la incompetencia de algunos mandos militares. Si cree que ambos se pueden solventar –por definición, un dictador u hombre fuerte de un régimen piensa que todos son prescindibles, menos él–, quizá busque una segunda ofensiva masiva cuyo objetivo volverá a ser provocar el hundimiento repentino del Ejército ucraniano.
El momento en que Putin haga balance y opte por declarar cuanto antes la victoria después de arrancar a Ucrania algún compromiso, como el de no integrarse en la OTAN, aún no ha llegado.
Volodímir Zelenski ha visitado este mes los parlamentos de Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Canadá y antes la Eurocámara de Bruselas. Todo ello sin salir de Kiev y sin molestarse en ponerse un traje. No han sido ocasiones protocolarias para limitarse a pedir apoyo material y solidaridad. Ni tampoco ha pronunciado el mismo discurso. El presidente ucraniano y sus asesores han escogido temas específicos para cada audiencia, reservando las palabras más duras para los alemanes. Hábilmente, ha apelado a la fibra emocional de norteamericanos y británicos con un recuerdo a algunas de sus figuras históricas. Es un ejemplo de diplomacia pública hecho posible por la tecnología con pocos precedentes. La propaganda de la videoconferencia en el siglo XXI.
La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ha invitado por carta a Zelenski para que intervenga por videoconferencia ante el pleno con el apoyo de todos los grupos parlamentarios. “Estoy segura de que su intervención ante el pleno del Congreso constituirá una magnífica oportunidad para que la Cámara y todos los españoles, así como los miles de ciudadanos ucranianos residentes en nuestro país, puedan escuchar su mensaje y expresarle nuestro más firme respaldo”, ha escrito Batet.
Ante el Bundestag, Zelenski optó el martes por un mensaje duro y sin contemplaciones. Acusó a los políticos alemanes de haber propiciado con sus decisiones el expansionismo ruso al haber primado las relaciones económicas por encima de la necesidad de plantar cara a Vladímir Putin. “Cuando os dijimos que Nord Stream 2 era un arma de preparación para la guerra, dijisteis que eran sólo negocios, negocios, negocios”, dijo.
Fue una refutación completa de la política de Angela Merkel en la última década al frente del Gobierno de coalición de la CDU y el SPD. El gasoducto Nord Stream 2 ya es historia y ha quedado enterrado para los próximos años por la invasión de Ucrania. Pero continúa funcionando el Nord Stream 1 por el que circula el gas ruso que a día de hoy sigue necesitando Alemania para el suministro de energía.
Zelenski utilizó en varias ocasiones la palabra ‘muro’. Recordando el muro de Berlín, afirmó que “en Europa hay nuevamente un muro” levantado por Moscú y que Nord Stream 1 es “el cemento para el nuevo muro en Europa”. Se refería a un muro que separa “la libertad de la sumisión” y en el que Rusia quiere colocar a Ucrania en el lado equivocado. Terminó parafraseando las palabras de Ronald Reagan dirigidas a Gorbachov: “Estimado canciller Scholz. ¡Destruya este nuevo muro! ¡Ayude a detener esta guerra!”.
Las referencias a la Guerra Fría no fueron nada comparadas con lo que que vino después. Los diputados escucharon impávidos lo que Zelenski tenía que decir sobre el recuerdo anual del Holocausto: “Cada año, los políticos repiten ‘nunca más’. Ahora, vemos que esas palabras no significan nada. Un pueblo está siendo destruido en Europa”.
Con los norteamericanos el miércoles, Zelenski no fue tan agresivo. A fin de cuentas, necesita la ayuda militar norteamericana. Ese mismo día, Joe Biden aprobó una nueva partida de armamento con destino a Kiev. 800 misiles antiaéreos Stinger. 2.000 misiles antitanque Javelin. 6.000 lanzagranadas antitanque AT-4. Cien drones Switchblade. Las armas con las que los ucranianos han logrado detener la ofensiva rusa en varios frentes y que han causado la muerte de miles de soldados enemigos. La primera vez desde la invasión soviética de Afganistán en los años 80 en que EEUU realiza un traslado masivo de armas destinadas a frenar a un Ejército enviado por Moscú.
Eligió la veta emotiva de referirse a Martin Luther King, al monumento de Rushmore, a Pearl Harbor y al 11S. Siempre con la intención de que los estadounidenses sean conscientes de que los ucranianos están sufriendo una agresión como la que ellos soportaron en el pasado.
Consiguió el permiso para proyectar a los congresistas un vídeo repleto de imágenes terribles de la guerra. Cadáveres lanzados a las fosas en Mariúpol. Refugiados huyendo de las bombas. Mujeres llorando. Explosiones por los bombardeos. Y constantes planos con niños. Niños llorando, niños heridos, niños muertos. El horror de la guerra trasladado directamente a los políticos.
El presentador de un canal de noticias que retransmitió el discurso tuvo que pedir disculpas a los espectadores por la dureza de las imágenes del vídeo, de las que no había avisado antes.
Es un montaje con un fondo de triste música clásica con evidentes intenciones propagandísticas para presionar a los parlamentarios a hacer más en favor de la defensa de Ucrania. En definitiva, para avergonzarlos por no haber hecho lo suficiente. El vídeo termina con un mensaje: “Cerrad el cielo sobre Ucrania”.
Esa es la parte del mensaje que la Casa Blanca preferiría no haber escuchado. Zelenski ha insistido en todos sus discursos en la necesidad de imponer una zona de exclusión aérea sobre los cielos de Ucrania o, en su defecto, entregar aviones a Kiev con el fin de impedir los bombardeos. “Necesito proteger los cielos”, dijo.
La medida sería equivalente a una declaración directa de guerra contra Rusia, porque obligaría a los aviones de la OTAN a derribar a los rusos. Colocaría al mundo ante la posibilidad de un conflicto bélico entre Rusia y EEUU que podría terminar en una guerra nuclear. Quizá Zelenski lo plantee como una forma de conseguir la segunda opción, los aviones.
Lo cierto es que la mayoría de los ataques sufridos por las ciudades ucranianas han partido de la artillería o de aviones situados en territorio ruso. Los misiles antiaéreos entregados por Europa y EEUU se han ocupado de abatir los helicópteros. Rusia no cuenta hoy con un dominio absoluto del espacio aéreo de Ucrania.
Zelenski reclamó a los congresistas norteamericanos que “asuman el control”. Les pedía que superaran las objeciones que pueda poner la Casa Blanca. El Congreso ha presionado para que se adopte un embargo del petróleo ruso y que se ilegalicen las relaciones comerciales con Rusia. Ahora Kiev confía en que haga lo mismo y que puedan llegar a Ucrania aviones MiG que los ucranianos puedan pilotar. Un grupo de 59 congresistas demócratas y republicanos ya lo ha pedido.
El Pentágono teme que Rusia ataque las bases en Polonia desde las que despeguen los MiG-29 polacos que Varsovia estaba dispuesta a entregar hace una semana. A partir de ahí, la escalada bélica sería incontrolable.
Vestido de caqui con la imagen de presidente de guerra, Zelenski ha dado la vuelta a la situación habitual del líder de un país que se ve obligado a implorar ayuda a estados más poderosos. En una época anterior, sus mensajes hubieran quedado circunscritos a las comunicaciones entre gobiernos y los artículos de prensa. Hubiera suplicado para no conseguir nada o recibir sólo una parte de lo que pide a cambio de duras condiciones. Hoy habla directamente a los parlamentarios occidentales y sabe que también lo está haciendo a sus pueblos. Es una forma de convertir la debilidad en fortaleza.
España ha cambiado una posición diplomática mantenida durante décadas por todos los gobiernos. Los españoles se han enterado un viernes por la tarde a través de una noticia difunda por una fuente marroquí sin ningún debate parlamentario previo ni comunicación a los medios de comunicación del país. Pedro Sánchez ha dado un giro completo a los principios de España en el Sahara con la aceptación de la idea marroquí de limitar su autogobierno a una autonomía dentro de Marruecos, algo que el Frente Polisario ha rechazado siempre desde que Rabat planteó esa salida en 2007.
No cabe duda de que es un gran éxito para Mohamed VI. Está casi a la altura de la decisión de Estados Unidos de reconocer la soberanía marroquí del Sahara en la época de Donald Trump. Ese paso fue un regalo a cambio del reconocimiento de Israel por Marruecos. La Administración de Joe Biden, que probablemente no habría tomado esa decisión, no la ha revertido.
La redacción de la carta de Sánchez no carece de habilidad. Dice que la autonomía es la propuesta “más seria, realista y creíble” para la resolución del conflicto. Sabemos que no ocurrirá mañana. Pasa la pelota a Marruecos para que busque una solución que sea “mutuamente aceptable”, lo que a día de hoy es imposible. Será diferente cuando Rabat vuelva a reiterar su propuesta de autonomía y sea rechazada por el Polisario y Argelia.
Con la decisión de Sánchez, España abandona la defensa de la causa saharaui, una medida que tiene un altísimo valor simbólico en la izquierda. En el plano de los principios, había sido compartida por gobiernos del PSOE y del PP y apoyada por la inmensa mayoría de las fuerzas parlamentarias. Se abandona a cambio de la única prioridad que valora el actual Gobierno, que consiste en apostarlo todo a las relaciones con Marruecos, fundamentalmente por su importancia en la política migratoria. Se da por hecho que la medida tendrá la oposición de Argelia, pero que su Gobierno no tomará represalias en la exportación de gas porque necesita esos fondos en su economía.
Es cierto que los gobiernos españoles llevan décadas sin hacer nada relevante en relación al tema del Sahara. No estaban obligados, ya que la situación sobre el terreno no admitía ningún cambio y podían limitarse a enarbolar las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y a apoyar las medidas que pudiera tomar el secretario general de la ONU.
El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad en 1991 la resolución 690 por la que apoyaba la celebración de «un referéndum de autodeterminación para el pueblo de Sahara Occidental», cuya organización quedaba en manos del secretario general. Se ponía en marcha una misión de la ONU en el Sahara, llamada Minurso, cuyo mandato se ha prorrogado desde entonces.
Las discrepancias entre el Gobierno marroquí y el Frente Polisario sobre el censo de la consulta en la antigua colonia española hicieron que no se llegara a celebrar. Estados Unidos y Francia nunca presionaron a Rabat para que hiciera posible el acuerdo y la ONU fracasó en el intento de organizar el referéndum. Marruecos era demasiado importante para Washington y París. España carecía de peso internacional para alterar ese escenario.
La última resolución de la ONU defiende una “solución política” del conflicto, en la línea de todas las anteriores, pero no menciona la palabra referéndum. Lo que ocurre es que no es viable defender “el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui” con una idea de autonomía impuesta por Rabat contra la voluntad de los saharauis.
Ni el socio del PSOE en el Gobierno ni el Partido Popular habían sido informados previamente. Unidas Podemos y la vicepresidenta Yolanda Díaz han reiterado su compromiso con la defensa del pueblo saharaui. En el caso de Díaz, «por el diálogo y el respeto a la voluntad democrática del pueblo saharaui».
Podemos ya ha tenido que aceptar el envío de armas al Gobierno ucraniano tras la invasión rusa, que no será el último. Hay un número máximo de temas en que el PSOE y Unidas Podemos pueden estar en trincheras diferentes en política exterior. Díaz ha conseguido que la guerra de Ucrania no se traslade con toda su crudeza al Gobierno de coalición. El conflicto del Sahara es otro choque más que se produce muy pocos días después del anterior. A este ritmo, llegará un momento en que la mediación de la vicepresidenta ya no será suficiente.
La televisión pública rusa ha emitido un fragmento de un discurso de Vladímir Putin en una reunión con altos cargos del Gobierno. En el día en que las declaraciones de los negociadores rusos y ucranianos apuntaban a un cierto optimismo sobre los avances conseguidos, el durísimo discurso del presidente revela mucho acerca de su personalidad y de sus intenciones. En especial, de lo que piensa sobre los que se oponen a la invasión de Ucrania o a su Gobierno. Los tacha de traidores con el lenguaje más despectivo posible, gente dispuesta a aliarse con los enemigos del país para destruirlo.
Los califica de quintacolumnistas al servicio del plan de Occidente que busca destruir Rusia de los que los rusos sabrán como ocuparse. Y se refiere a la necesaria «autopurificación de la sociedad», un lenguaje de reminiscencias claramente totalitarias al describir a los enemigos internos de Rusia como insectos que deben ser eliminados.
Putin los describe como una minoría decadente que no puede prescindir de los lujos (foie gras, ostras) o de sus ideas extranjerizantes («las llamadas libertades de género», es decir los derechos de la mujer y del colectivo LGTBi, que son intolerables para la Rusia ortodoxa y tradicional).
Es un anuncio sin ambigüedades de una represión masiva contra todo disidente. Ni siquiera se refiere a las fuerzas de seguridad, quizá porque lo que quiere decir es que son los propios ciudadanos rusos los que se tienen que ocupar de acabar con esos traidores.
«Desde luego que ellos (Occidente) apostarán por la llamada quinta columna. Por los traidores nacionales. Por aquellos que ganan dinero aquí, con nosotros, pero viven allí. Y viven (fuera) no en el sentido geográfico, sino según su pensamiento, según su conciencia de esclavos. Yo no juzgo a aquellos que tienen una villa en Miami o en la Riviera francesa. Los que no pueden vivir sin el foie gras, las ostras o las llamadas libertades de género.
El problema aquí no es ese, sino el hecho de que muchas de estas personas por su propia naturaleza están situados mentalmente allí, no aquí, no con nuestro pueblo, no con Rusia. En su opinión, eso es una señal de que pertenecen a una casta superior, a una raza superior. Esas personas están dispuestas a vender a su propia madre, aunque sólo sea para que les permitan sentarse en el vestíbulo de la casta más elevada. Quieren ser como ella e imitarla en todos los sentidos.
Sin embargo, olvidan o no comprenden que si esa llamada casta elevada les necesita, sólo es porque son material prescindible con el objetivo de utilizarlos para infligir el máximo daño a nuestro pueblo.
Occidente está intentando dividir a nuestra sociedad, está especulando con nuestras bajas (en la guerra) y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y está provocando una confrontación civil en Rusia y utilizando a esa quinta columna para conseguir ese objetivo. Y hay un solo objetivo, del que ya he hablado, la destrucción de Rusia.
Pero cualquiera, y en especial el pueblo ruso, podrá distinguir a los auténticos patriotas de la chusma y los traidores, y simplemente los escupirá como si fueran una mosca que ha entrado en la boca.
Estoy convencido de que esa necesaria y natural autopurificación de la sociedad fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, nuestra cohesión y nuestra capacidad para responder a cualquier desafío».
En los últimos días, han aparecido pintadas en puertas de domicilios de personas que se han posicionado contra la guerra. Este es un ejemplo. En primer lugar, la Z, que se ha convertido en símbolo de los partidarios de la invasión. Luego, la frase: «No traiciones a tu patria, Dima».
Una vez que George Bush y Dick Cheney decidieron en 2002 invadir Irak, el camino más recto para justificar la guerra fue denunciar el arsenal prohibido en poder del régimen de Sadam Hussein. Incluía la fabricación de armas químicas y biológicas y un programa de armas nucleares que podía estar cerca de alcanzar su objetivo. Las tres afirmaciones eran falsas. También se sostuvo que la inteligencia iraquí tenía contactos desde años atrás con Al Qaeda. Esa premisa también era falsa.
Las autoridades rusas están aplicando un manual similar. Vladímir Putin ordenó la invasión de Ucrania para impedir por la fuerza que su Gobierno se aleje de forma irreversible de la influencia de Moscú. En términos de propaganda, eso no era suficiente. De ahí que las autoridades y los medios gubernamentales rusos describan al Gobierno de Kiev como un grupo de nazis –que resulta que están dirigidos por un judío rusohablante como Volodímir Zelenski– que reprimen a los considerados como rusos étnicos. Pero aún necesitaban más. Ahí es donde aparecen los laboratorios biológicos, un recurso que ya se empleó con Georgia hace unos años y que ahora ha tenido una segunda vida.
En la propaganda, nunca se tira nada a la basura. Algún día volverán a necesitarla. Y eso es lo que ha sucedido ahora con la guerra de Ucrania.
La acusación de que EEUU contaba con centros de investigación de armas biológicas no se inició con la invasión. El diario Izvestia ya publicó en mayo de 2021 que EEUU contaba con “ocho laboratorios biológicos” en Ucrania como parte de un programa que se llevó a cabo entre 2005 y 2014 y que se reanudó en 2016. Eso no tiene mucho sentido, porque entre 2010 y 2014 el presidente ucraniano era Viktor Yanukóvich, un político prorruso que nunca hubiera permitido esa presunta amenaza sobre Moscú.
En realidad, acusaciones similares se hicieron en 2015 cuando el primer canal de la televisión rusa afirmó que decenas de miles de cerdos habían muerto en Ucrania y Georgia por una misteriosa enfermedad. Un año antes, un organismo público dijo que Georgia había introducido la peste porcina africana en Rusia. En ambos casos, se apuntaba como responsables a centros de investigación científica financiados por EEUU, aunque ese brote de peste porcina se había producido muchos años atrás, en 2007.
En agosto de 2021, Nikolai Patrushev, uno de los políticos más cercanos a Putin desde el inicio de su presidencia y actual secretario del Consejo de Seguridad, denunció en una entrevista la existencia de una misteriosa red de laboratorios cerca de las fronteras de Rusia y China con otros países. Le preguntaron si creía que los norteamericanos los estaban utilizando para desarrollar armas biológicas. Patrushev respondió: “Tenemos buenas razones para creer que se trata de eso”.
El programa de cooperación entre Ucrania y EEUU iniciado en 2005 es real. Al igual que con otros países del mundo, Washington financia centros de investigación científica de enfermedades zoonóticas que afectan a seres humanos o al ganado. Existen también en países cuyos gobiernos son buenos aliados de Moscú, como Kazajistán y Azerbaiyán. Forman parte del Programa de Cooperación para la Reducción de Amenazas, un organismo del Pentágono que empezó a funcionar en 1991 para ocuparse del desmantelamiento de los programas de armas de destrucción masiva en las antiguas repúblicas de la URSS.
En enero de este año, el departamento difundió un vídeo de cinco minutos con el fin de responder a las acusaciones rusas. Posteriormente, el Gobierno ucraniano informó de que esos centros que cuentan con la ayuda norteamericana dependen de su Ministerio de Sanidad y de los organismos que se responsabilizan de la seguridad alimentaria y las enfermedades infecciosas.
La embajada de EEUU en Kiev tiene información en su página web sobre el alcance de esa colaboración en la lucha contra los patógenos, que durante la pandemia se ha centrado en prestar ayuda sobre el Covid. Si alguno de esos activos se hubiera empleado en ese país para la investigación de armas biológicas sería no ya arriesgado, sino casi suicida. Ucrania no cuenta con ningún laboratorio que tenga un nivel de seguridad BSL-4 y sólo uno con el de BSL-3. Si EEUU estuviera violando los tratados internacionales que ha firmado por esas armas, los centros de investigación dedicados a ello estarían localizados en su territorio bajo fuertes medidas de seguridad, no desperdigados por Europa y Asia Central.
El Ministerio ruso de Defensa afirmó hace unos días que los laboratorios situados en Kiev, Járkov y Odesa tenían como misión “estudiar la posibilidad de propagación de infecciones especialmente peligrosas a través de las aves migratorias, entre ellas la gripe H5N1, altamente patógena”. Según esa versión, que no explicaba cómo habían tenido acceso a los datos, se investigó con dos especies de aves migratorias, “cuyas rutas pasan principalmente por Rusia, y también se recogió información sobre las rutas migratorias a través de los países de Europa del Este”.
En caso de inocular un patógeno a un grupo de aves, no habría ninguna garantía de que esa enfermedad no pusiera en peligro a la propia Ucrania y a muchos países europeos, como se ha puesto en evidencia con la alta propagación del Covid.
Para utilizar a una especie de la que se ha hablado mucho durante la pandemia, el Ministerio ruso también se refirió a supuestos experimentos con murciélagos “como portadores de potenciales agentes de armas biológicas”.
En 2018, Rusia también hizo acusaciones parecidas sobre la existencia de centros de este tipo en Georgia, donde se dijo que habían muerto treinta personas a las que se había utilizado “como cobayas”, según declaraciones públicas de altos mandos del Ejército. Un equipo de BBC visitó las instalaciones y no encontró nada de lo que había denunciado Moscú. Lo que se había dirigido desde allí fue un programa para luchar contra la hepatitis C en el que se trataron con éxito a unas 36.000 personas con fármacos autorizados en EEUU desde 2013 y 2014. En una treintena de los casos más graves de la enfermedad, los medicamentos no fueron suficientes y los pacientes fallecieron.
El republicano Marco Rubio preguntó el 8 de marzo en el Senado a una alto cargo del Departamento de Estado si Ucrania tiene armas químicas o biológicas. “Ucrania cuenta con instalaciones de investigación biológica, por lo que de hecho estamos bastante preocupados ante el riesgo de que tropas rusas intenten hacerse con su control”, respondió Victoria Nuland, subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos. La definición genérica que hizo Nuland se ajustaba a las características de esos centros. Como no desaprovechó la oportunidad de utilizarla para atacar a Rusia y alertar de sus intenciones, sus palabras fueron utilizadas después para probar lo contrario.
Nuland ya demostró que es una feroz enemiga de Rusia en la crisis ucraniana de 2014, cuando ocupaba un cargo similar en el Gobierno de Obama. Podría haberse limitado a explicar las características de esos centros, pero quiso introducir un elemento de alarma con el objetivo de dañar la imagen de Moscú. También es cierto que si se hubiera limitado a desmentir las acusaciones, los rusos no se habrían echado atrás. Llevan ya unos cuantos años invirtiendo en esa línea de propaganda.
Para la portavoz del Ministerio ruso de Exteriores, Maria Zakharova, sus palabras fueron suficientes para confirmar la existencia de “actividades criminales” de EEUU en Ucrania. Lo mismo dijo hace una semana Tucker Carlson, uno de los presentadores más influyentes de Fox News y un habitual de las teorías de la conspiración de la derecha norteamericana contra los demócratas. Y también el hijo mayor de Donald Trump, para el que la trama ha pasado “de teoría de la conspiración a hechos”.
Eso animó aun más a las cuentas en redes sociales relacionadas con la extrema derecha o las conspiraciones antivacunas que sostienen sin pruebas que los rusos han atacado todos esos centros de investigación desde el inicio de la guerra, lo que para ellos probaría que existen y que son peligrosos. Llegan a afirmar que los mapas de los ataques rusos en Ucrania marcan precisamente los lugares en que están los laboratorios.
Evidentemente, Rusia no es el único país que puede presentar alegaciones sin evidencias sólidas. La portavoz de la Casa Blanca advirtió el 10 de marzo de que Moscú puede lanzar ataques con armas químicas o biológicas en Ucrania. No ofreció pruebas que respaldaran esa sospecha. Sí afirmó que Rusia “mantiene un programa de armas biológicas que viola el Derecho internacional” y citó la intervención rusa en la guerra de Siria en la que el Gobierno de Asad utilizó armas químicas contra zonas controladas por sus enemigos.
En el mundo de las conspiraciones, raramente es necesario presentar todas las pruebas. Es suficiente con lanzar una hipótesis plausible, incluso aunque no sea muy creíble, y obligar al contrincante a que presente las pruebas que demuestren su inocencia. En una guerra y para justificar una invasión –como hicieron los norteamericanos en Irak–, lo importante es definir al enemigo como responsable de los crímenes más despreciables y asegurar que cualquier respuesta, incluida la invasión de un país, está justificada para impedir que se cometan. Es lo que está haciendo ahora Rusia y es la forma habitual en que los agresores se presentan como víctimas.
No hay margen para la disidencia o las dudas en las televisiones de Rusia. Los canales de los medios públicos y privados se atienen a las órdenes del Kremlin sobre la invasión de Ucrania, la guerra que no se puede llamar guerra, sino «operación militar especial». Cuando se utilizan imágenes o se dan noticias que evocan necesariamente lo que es una guerra, se explica que la función del Ejército es defender a los habitantes de las repúblicas del Donbás en el este del país o acabar con «los nazis» que controlan Ucrania, en la línea de los discursos de Vladímir Putin.
Pero la máquina propagandística más perfecta puede quebrarse en momentos puntuales. Eso es lo que ha ocurrido en los últimos días en dos programas de cadenas públicas que ofrecieron opiniones que no son permitidas por el discurso oficial.
En el primer programa, emitido el 9 de marzo en Zvedva TV, un canal oficial del Ministerio de Defensa, un militar en la reserva de la Armada se salió del guion e hizo una referencia indirecta a las bajas que está sufriendo el Ejército en Ucrania. No lo hizo en un sentido crítico, pero la simple mención provocó una respuesta rápida e indignada del presentador.
«El hecho de que haya muchas personas aquí que han estado desde las campañas de Afganistán y Chechenia, y en el Donbás», dice Vladímir Eranosianv, que aparece vestido de uniforme. «Nuestros chicos están allí, y la gente de Donetsk y Lugansk y nuestros chicos de la operación especial están muriendo ahora y nuestro país…».
El presentador le corta. Sale de detrás de la mesa y con gesto enérgico y le dice que se calle. «No, no, no, no, no quiero escuchar eso. ¡Pare! ¿Quiere parar? ¡Ya basta!». Eranosianv sigue hablando e insiste en que «están muriendo»: «Quiero levantarme y conmemorar con un minuto de silencio a esos chicos que están luchando por Rusia en el Donbás».
Pretende homenajear su sacrificio, que es algo que el presentador no va a tolerar desde el momento en que le ha escuchado que hay soldados muriendo. Esa información no se consiente en televisión. «¿Puede parar ya? Yo le diré lo que están haciendo nuestros chicos. Nuestros chicos están destruyendo la basura fascista. Déjeme terminar. Es un triunfo de las armas rusas y del Ejército ruso. Es el renacimiento de Rusia».
El Ministerio ruso de Defensa reconoció el 2 de marzo que 498 militares rusos habían muerto hasta el séptimo día de guerra, a los que había que sumar 1.597 heridos. Desde entonces no se han dado a conocer más cifras. El hecho de que el Ejército reconociera un número significativo de bajas en solo una semana en la que los planes de invasión estaban lejos de haber cumplido sus objetivos no era suficiente como para que se pudiera hablar del tema en un programa televisivo en directo, ni siquiera para ofrecerles ese reconocimiento.
Opiniones aún más pesimistas se han escuchado en un programa más relevante que se emite en ‘prime time’ en el primer canal de la televisión pública Rusia-1 y que presenta Vladímir Soloviev. Con entrevistas a políticos y analistas, está dedicado a la situación de Ucrania desde febrero y ha aumentado sus días de emisión. Soloviev se autodefine como un patriota convencido de que Putin ha recuperado el orgullo ruso. No tiene problemas en cambiar sus puntos de vista para acomodarlos a lo que mande el Gobierno. Es propietario de una villa en el Lago Como, en Italia, que ha sido incautada por la policía italiana en aplicación de las sanciones contra los empresarios cercanos a Putin.
Los invitados al programa no suelen desviarse de las orientaciones del Kremlin. Hasta ahora. En uno de los últimos, se encontraba el cineasta Karen Shakhnazarov, habitual en las tertulias políticas, que siempre se ha posicionado en favor del Gobierno de Putin. En 2014, firmó un manifiesto del mundo de la cultura que apoyaba las decisiones del presidente sobre Ucrania y Crimea. Es miembro de la Cámara Cívica de Rusia, un organismo consultivo de 168 miembros creado por Putin en 2005 que debate y elabora informes sobre los proyectos de ley que se aprobarán en el Parlamento.
Shakhnazarov se mostró sorprendentemente derrotista sobre los planes de Putin en Ucrania, viniendo su opinión de un destacado integrante de la élite cultural. «No veo muchas posibilidades de desnazificación en un país tan enorme. Necesitaríamos enviar un millón y medio de soldados para controlarlo. Al mismo tiempo, no veo que haya allí un poder político que pueda situar a la sociedad ucraniana en una dirección prorrusa. Los que hablan de su sentimiento de apoyo masivo a Rusia no ven las cosas de la forma en que son en realidad».
Sus opiniones cuestionan uno de los elementos esenciales de la versión oficial, según la cual los ucranianos desean seguir ligados a Rusia por razones políticas, históricas y culturales. Además, crea alarma entre los espectadores que han creído que se trata de una operación limitada que culminará pronto con éxito. Ligarla a un despliegue masivo y poco realista –las Fuerzas Armadas cuentan con cerca de un millón de integrantes en su personal activo– es una invitación a que la gente dude de su éxito.
«Lo más importante ahora ante este escenario es poner fin a nuestra acción militar», dijo Shakhnazarov. «Algunos han dicho que las sanciones (contra Rusia) van a continuar en el tiempo. Sí, continuarán, pero en mi opinión interrumpir la fase activa de la operación militar es muy importante».
Otros invitados del programa fueron también muy pesimistas sobre las consecuencias de la guerra en la sociedad rusa. Andréi Sidorov, vicedecano de la facultad de Ciencia Política de la Universidad Estatal de Moscú, advirtió del impacto del aislamiento económico de Rusia. «Para nuestro país, este periodo no será fácil. Será muy difícil. Podría ser incluso más difícil que lo que fue para la Unión Soviética desde 1945 hasta los años sesenta», comentó, recordando una etapa de penurias económicas posterior a la guerra. Sidorov lo justificó por el hecho de que Rusia está ahora más integrada en la economía global que la URSS y que depende más de las importaciones.
Los invitados sí se unieron al mensaje del Gobierno al acusar a Estados Unidos de ser el principal responsable de la guerra. Pero por otro lado admitieron que las sanciones tendrán consecuencias duraderas en forma de aumento del desempleo y de los precios. Al afirmar que esa operación norteamericana estaba «perfectamente planificada», no ocultaban que quizá el Gobierno ruso debería habérselo pensado dos veces antes de morder ese supuesto anzuelo. Y esto último no está en la versión oficial del Kremlin, por la que Putin controla los acontecimientos y tiene todas las cartas en su mano para salir triunfador.
En la misma línea, Semyon Bagdasarov, diputado de la Duma y experto en Oriente Medio, precisó que Rusia aún no ha sufrido el impacto real de las sanciones y que los ciudadanos deben estar preparados para «un aislamiento total», porque nunca se han aplicado en el mundo sanciones tan duras, una perspectiva escasamente prometedora. También dijo que Ucrania es una especie de trampa en la que no hay que permanecer mucho tiempo. «¿Necesitamos meternos en otro Afganistán o algo incluso peor? Hay más gente (en Ucrania) y ellos están más avanzados en el uso de armas. No necesitamos eso».
Cualquier comparación de la guerra de Ucrania con Afganistán tiene repercusiones sombrías en la opinión pública rusa. Recordar una década, la de los ochenta, de constantes combates contra los muyahidines que no pudieron ser derrotados a pesar de la superioridad militar rusa sirve para avisar de la posibilidad muy real de que el Ejército se vea abocado en Ucrania a años de lucha contra un movimiento insurgente que no se rendirá.
Estas opiniones no son las más frecuentes en el programa de Soloviev ni en otras cadenas. Al menos, ofrecen un apunte del inicio de las discrepancias entre políticos y expertos sobre el futuro de la guerra y crean una fisura en lo que es un frente propagandístico destinado a defender las medidas del Gobierno. El mensaje permanente en televisión es que Ucrania es un país gobernado por fascistas –y «drogadictos», según dijo Putin– que oprime a la minoría prorrusa y que podría llegar a contar con armas nucleares.
La inmensa mayoría de los medios audiovisuales independientes se ha visto obligada a cerrar sus emisiones después de que el Parlamento apruebe una ley que castiga hasta con quince años de prisión la difusión de «noticias falsas». Es el Gobierno el que decide cuáles son falsas.
Una encuesta independiente realizada en la primera semana de marzo reveló que el 58% de los rusos apoya las decisiones de Putin en Ucrania y que un 23% la rechaza. Las empresas de sondeos relacionadas con el Gobierno elevan el porcentaje de apoyo al 70%. Ambas cifras están muy lejos del 90% que se mostró a favor de la anexión de Crimea en 2014.
Soloviev, que aparece en el estudio con un portátil que lleva una gran Z pegada a su cubierta, cumple habitualmente con su cometido, por ejemplo cuando esta semana ha afirmado en su programa que el bombardeo de un hospital en Mariúpol no existió y que fue escenificado por los ucranianos. Es seguro que la próxima vez elegirá mejor a sus expertos para que no le den más sustos.
El presidente ucraniano reclama a los países de la OTAN una ayuda militar específica con la que hacer frente a los ataques aéreos rusos. El problema es que supondría una intervención que pondría al mundo al borde de una guerra que podría ser nuclear. En una rueda de prensa, Volodímir Zelenski insistió el jueves en pedir que la OTAN imponga una zona de exclusión aérea sobre Ucrania. «¿Cuánto tiempo necesitan? ¿Cuántas brazos, piernas y cabezas deberían ser cortadas para que lo entiendan? Si no tienen la fuerza necesaria para facilitar una zona de exclusión aérea, entréguenos aviones. ¿No sería justo?».
Esa es una escalada militar al máximo nivel que Europa y EEUU no están en condiciones de suscribir por los riesgos que comporta. El secretario general de la OTAN respondió a esa petición el viernes. «No vamos a entrar en Ucrania, sea por tierra o por su espacio aéreo», dijo Jens Stoltenberg. «Comprendemos la desesperación, pero también creemos que acabaríamos con algo que podría ser una guerra total en Europa que implicaría a varios países».
Stoltenberg admitió que el asunto se había discutido en la última reunión de la OTAN, pero que «los aliados estuvieron de acuerdo en que no debería haber aviones de la OTAN en el espacio aéreo ucraniano».
Una zona de exclusión aérea no consiste en una simple prohibición de que sobrevuelen aviones o helicópteros en una zona. Supone una intervención militar directa que obliga a patrullar sus cielos y derribar a cualquier aparato que desobedezca las órdenes de abandonar de inmediato ese espacio. Casi de forma inevitable, acarrearía el riesgo de enfrentamiento entre aviones rusos y norteamericanos.
Los aviones de la OTAN deberían estar situados en los países limítrofes con Ucrania, por ejemplo Polonia, para poder despegar desde allí y cumplir con su misión. Esos aeropuertos serían por tanto un objetivo claro para los ataques rusos de respuesta. Resulta ingenuo o irreal suponer que la Fuerza Aérea rusa no respondería a la decisión con medidas ofensivas.
Los países occidentales han impuesto zonas de exclusión aérea en varias guerras, siempre con la intención de impedir la victoria de uno de los bandos enfrentados. Fue el caso de Bosnia entre 1993 y 1995, Irak después de la guerra de 1991, y Libia en 2011. En el primer y tercer caso, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU daba cobertura a la decisión. En ninguno de ellos, el adversario contaba con una fuerza suficiente como para contestar esa decisión ni evidentemente tenían armas nucleares en su arsenal.
«Es equivalente a (declarar) una guerra», ha dicho el general norteamericano Philip Breedlove, comandante del Mando Supremo de la OTAN entre 2013 y 2016. «Si vamos a declarar una zona de exclusión aérea, tendremos que eliminar la capacidad de fuego del enemigo que pueda afectar a nuestra zona de exclusión aérea».
El debate frustrado desde el inicio por sus escalofriantes consecuencias ayuda a entender mejor la decisión de Vladímir Putin de poner en estado de alerta a sus fuerzas nucleares hace unos días, aunque de forma deliberadamente ambigua. No significa que el uso de esas armas esté siendo realmente considerado por Moscú, sino que se trataba de dejar claro algo de lo que en Europa y EEUU son muy conscientes. Cualquier enfrentamiento entre fuerzas militares de Rusia y la OTAN tiene el potencial de convertirse en una guerra nuclear.
En las veinticuatro horas posteriores al anuncio de que Vladímir Putin reconocía la independencia de dos provincias ucranianas, EEUU, Reino Unido y los países de la UE compraron 3,5 millones de barriles de petróleo y productos refinados a Rusia por valor de 350 millones de dólares, según Javier Blas, de Bloomberg. El periodista añadió el cálculo de otros 250 millones por el gas ruso exportado ese día, además de decenas de millones en otras materias primas, como aluminio, carbón, níquel o titanio. Por tanto, después de que Putin tomara una medida que violaba el Derecho internacional y las fronteras de Europa, además de ser un aviso sobre la guerra inminente, la factura de las relaciones comerciales de Rusia con Occidente superaba con mucho los 700 millones de dólares diarios. Es una relación económica casi imposible de romper.
Resulta difícil imponer sanciones económicas a un país que es uno de los principales suministradores de materias primas a Europa, en especial gas y petróleo. Los fondos obtenidos por su exportación han permitido a Rusia aumentar las reservas del país hasta superar los 600.000 millones de dólares, además de modernizar las Fuerzas Armadas, las mismas que ahora avanzan sobre territorio ucraniano. Putin está empleando esos fondos facilitados por EEUU y Europa para crear la mayor crisis internacional en territorio europeo desde 1945. Son las reglas del mercado.
En la última década, se ha repetido en varias ciudades europeas que uno de los factores que podía contener al Gobierno de Putin es que la economía rusa estaba totalmente conectada con las del resto del mundo. No puedes atacar a los países que son tus mejores clientes. En 2014, Putin demostró con la anexión de Crimea que esa dependencia mutua no le impediría tomar las medidas que creyera oportunas para defender la posición de Rusia. En 2022 ha vuelto a ocurrir.
«Son sanciones duras», dijo Joe Biden el jueves al anunciar nuevas medidas contra Moscú. «Tengamos esta conversación dentro de un mes para ver si están funcionando». Para entonces, puede que ya no quede mucho del Ejército ucraniano.
Lo más llamativo de la rueda de prensa del presidente de EEUU fue que admitió que las sanciones no afectaban directamente a la principal fuente de ingresos de la economía rusa. «En nuestro paquete de sanciones, hemos decidido específicamente permitir los pagos de exportaciones de energía. Estamos vigilando de cerca los suministros de energía para comprobar si se producen alteraciones».
Traducción: queremos sancionar a Rusia, pero también necesitamos que los precios de los combustibles y del gas de uso doméstico e industrial no alcancen cotas prohibitivas. Son dos objetivos que no son fáciles de compatibilizar.
«El objetivo es ir a por los grandes bancos (rusos) sin castigar por completo a los mercados globales de energía», ha dicho un alto cargo del Departamento de Estado norteamericano, que afirma que mantener bajo el precio del petróleo, una de las mayores exportaciones rusas, servirá para que Putin no se beneficie del aumento de precios. Putin «podría vender la mitad de su producto, pero al doble de precio», dijo Amos Hochstein. «No sufriría las consecuencias, mientras que EEUU y nuestros aliados sí. Eso no es una victoria. Es un fracaso».
Se trata de una forma de ocultar que por encima de todo la prioridad es defender el interés propio. Evidentemente, impedir una escalada del precio del petróleo y gas beneficia a los gobiernos de EEUU y Europa por su previsible impacto en una inflación que ya alcanza dígitos no vistos en las últimas décadas. El riesgo no es menor: una segunda recesión en los últimos tres años.
El jueves, día del inicio de la invasión, el precio del barril de crudo Brent llegó a superar los 100 dólares, pero luego descendió y el viernes cerró en 94 dólares, una cifra similar a los días anteriores al conflicto. Los presupuestos del Estado en España para 2022 parten de la premisa de un precio medio del barril de 60 dólares.
EEUU y la UE han centrado las sanciones más fuertes en los dos mayores bancos rusos, Sberbank y VTB Bank. El Departamento del Tesoro de EEUU afirmó que el 80% de las transacciones financieras globales en divisas de las entidades financieras rusas se hacen en dólares, con lo que las restricciones les supondrán serias consecuencias. Como las sanciones están concebidas para que no dañen el suministro energético a Europa, se autoriza a que los pagos por las importaciones de gas ruso se hagan a través de instituciones financieras que no sean norteamericanas y que no estén afectadas por las sanciones, por ejemplo, bancos europeos. Putin seguirá cobrando por su gas y petróleo, aunque no a través de sus bancos.
En el plano simbólico, los gobiernos europeos están muy cerca de imponer sanciones personales contra Putin y su ministro de Exteriores Lavrov con las que congelar sus activos en el exterior. Ambos cuentan con bienes suficientes en Rusia para que esa decisión no les afecte demasiado. La fortuna personal del presidente ruso es imposible de cuantificar. Si cuenta con propiedades en el extranjero, están registradas a nombre de familiares, amigos o sociedades pantalla.
Una medida más radical sería expulsar a Rusia del registro internacional de pagos Swift. Eso impediría cualquier pago de importaciones de productos rusos. El ministro francés de Economía dijo el viernes que esa sería la última medida de castigo que se tomaría. Alemania e Italia no la han aceptado hasta ahora. El ministro de Exteriores, José Manuel Albares, afirmó que es una decisión que aún no se ha discutido a fondo y que España estaría a favor de adoptarla.
Ucrania exige el veto a Rusia en Swift. «Todos los que duden ahora sobre si Rusia debería ser expulsada de Swift tienen que comprender que la sangre inocente de hombres, mujeres y niños en Ucrania manchará también sus manos», ha escrito el ministro ucraniano de Exteriores.
La expulsión de Swift tuvo graves consecuencias para la capacidad de Irán de exportar petróleo y recibir el pago correspondiente. No está claro su impacto en una economía de las dimensiones de la rusa, que además podría contar con la colaboración de China para organizar sus transacciones financieras. Pero en la práctica haría imposible que los países europeos pudieran pagar las importaciones de gas ruso. Su exportación tendría que interrumpirse y eso tendría efectos dramáticos en el suministro de gas a los hogares europeos. Europa recibe de Rusia el 40% de su consumo total de gas. Qatar, uno de los grandes productores, ya ha avisado que no está en condiciones de ocupar el hueco que dejaría el fin de esas importaciones.
La medida confirmaría además que Swift, que es ejecutado desde Bélgica, se puede convertir con facilidad en un arma de la política exterior de EEUU, como ya se comprobó con las sanciones a Irán. Eso aceleraría la consolidación de otros sistemas de pagos que no se harían en dólares, algo que no conviene a Washington.
Mientras en la superficie las tropas rusas intentan acabar con la resistencia ucraniana, por debajo los oleoductos siguen haciendo su trabajo. Por dura que sea la retórica europea contra Putin, el negocio no se detiene. Después del fuerte incremento del precio del gas en el primer día de la guerra, el viernes tuvo un claro descenso, superior al 30%, hasta caer a 90 euros el megavatio hora. La previsión para el sábado es que se alcance el más alto nivel de suministro ruso a Europa de los últimos dos meses.
Como dice Javier Blas, «capitalismo en tiempos de guerra». Europa dice que plantará cara a Putin, y lo dice en los términos más rotundos, pero al final necesita su gas.
No es habitual que el presidente de un país publique un artículo de 7.000 palabras para explicar su visión sobre un conflicto internacional y que dedique una buena parte de él a sus orígenes históricos varios siglos atrás. Es lo que hizo Vladímir Putin en julio de 2021 con el título «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos». El texto se envió a todos los miembros de las Fuerzas Armadas rusas en un claro aviso de que algún día tendrían que asumir la misión de defender esa interpretación de la historia. Putin reiteró sus ideas el pasado lunes en el discurso televisado con el que anunció el reconocimiento de la independencia de dos provincias del Este ucraniano.
Para sustentar su firme convicción de que el Gobierno ucraniano no tiene derecho a tomar decisiones políticas que contradigan las ideas en las que se apoyó el imperio ruso a lo largo de siglos, Putin afirma que «rusos y ucranianos forman un solo pueblo». La soberanía ucraniana y sus fronteras reconocidas internacionalmente desde la desaparición de la Unión Soviética son elementos secundarios. «En primer lugar, quiero destacar que el muro que se ha levantado entre Rusia y Ucrania en los últimos años, entre las partes de lo que es esencialmente el mismo espacio histórico y espiritual, son en mi opinión una gran desgracia y tragedia», escribe Putin.
El presidente ruso ha acusado a los países occidentales en numerosas ocasiones de debilitar y aislar a Rusia a través de la ampliación de la OTAN a Europa del Este desde los años noventa. Pero el mayor responsable en tiempos contemporáneos de lo que él llama una tragedia es la revolución bolchevique de 1917, junto a las decisiones tomadas en la formación de la URSS. El lunes, lo reiteró en los términos más claros: «Comenzaré con el hecho de que la Ucrania moderna fue totalmente creada por Rusia o, por ser más precisos, por la Rusia bolchevique y comunista». Lenin es descrito como el responsable de la creación de una federación de repúblicas a las que se reconocía el derecho teórico a la secesión.
El comunismo creó una estructura estatal falsa «que aseguraba la existencia de tres pueblos eslavos separados, rusos, ucranianos y bielorrusos, en vez de una gran nación rusa», escribe en el artículo de 2021. Califica ese hecho como de «robo a Rusia».
Putin no acepta que la voluntad democrática de los ciudadanos de esos tres países pueda vulnerar esa realidad preexistente. Por eso, no menciona el referéndum celebrado en Ucrania en 1991. Con una participación del 84% de los votantes, más del 90% votó a favor de la independencia del país.
La visión imperial de Putin se remonta a los tiempos en que aún no existía Moscú. Viaja mil años atrás para recordar la Rus de Kiev, la federación de tribus eslavas iniciada a finales del siglo IX, cuya mayor extensión alcanzó desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, y que fue finalmente aniquilada por la invasión mongol en el siglo XIII. La religión cristiana ortodoxa cobra un papel esencial en esa comunión cultural y «aún determina hoy en gran parte nuestra afinidad» entre rusos, ucranianos y bielorrusos.
Putin se refiere a hechos históricos probados a los que suma una interpretación mítica de los orígenes de Rusia, un mecanismo de interpretación y manipulación de la historia que ha existido en la mayoría de las naciones europeas. La diferencia es que Putin cree firmemente en ello y fundamenta su política en esa visión del pasado. Por encima de los votos de los ciudadanos en el presente, está la historia y la religión. Ni siquiera las fronteras actuales tienen más valor que el mito sobre el que se ha construido la nación.
La identidad ucraniana no es ya un factor secundario para él, sino que ni siquiera existe o sólo existe para socavar los intereses de Rusia, entendida no como un Estado moderno, sino como una herencia cultural irrenunciable. Putin se muestra despectivo con la idea de Ucrania y llega a decir que el nombre del país procede de la vieja palabra rusa ‘okraina’, que significa periferia, que dice que «aparecía en textos del siglo XII para referirse a territorios fronterizos».
Para justificar la agresión militar iniciada este jueves, Moscú alega que los ciudadanos rusohablantes de Ucrania son atacados en su país y merecen ser defendidos. «No sería una exageración decir que el camino de la asimilación forzada, la formación de un Estado ucraniano étnicamente puro y agresivo hacia Rusia, es comparable a las consecuencias del uso de armas de destrucción masiva contra nosotros», escribe en julio.
Como ha ocurrido en otros conflictos en los países surgidos de la antigua URSS, como Georgia y Moldavia, Putin se arroga el papel de defensor de esas minorías e impone la soberanía limitada de sus gobiernos a la hora de tomar decisiones sobre política exterior y de defensa.
«Putin no puede imaginar que Ucrania no sea parte de la esfera rusa de intereses. Cree que algún día habrá un cambio en la élite política de Ucrania y que Ucrania volverá a Rusia», ha dicho Vigaudas Usackas, un exministro lituano de Exteriores que se reunió con Putin en varias ocasiones cuando era representante de la Unión Europea en Moscú. Por eso, resulta esencial impedir que Occidente aumente su influencia en Kiev a través del ingreso del país en la UE o en la OTAN. Eso supondría alcanzar un punto de no retorno que alejaría a Ucrania para siempre de la órbita rusa.
La gran paradoja es que el ataque militar a Ucrania reforzará aun más los sentimientos nacionalistas ucranianos, como ya ocurrió en 2014, además de convencer a la inmensa mayoría de sus ciudadanos de que Rusia es la mayor amenaza a la supervivencia política y cultural de su país. Al igual que ha ocurrido con otros imperios, el intento de emplear la fuerza militar para sofocar los desafíos a los intereses de la metrópoli sólo servirá para impulsar a sus adversarios.
Sin embargo, en el plano interno Putin mantendrá su posición como gran salvador de Rusia, el único capaz de hacer frente a la humillación sufrida por el país cuando dejó de ser una superpotencia imperial y pasó en los años noventa a convertirse en un mendigo del que Occidente se aprovechó sin recato. Todo desafío a su autoridad será considerado como un desafío a la nación, un elemento esencial en cualquier sistema político autoritario.
Toda la carrera política de Putin ha tenido como gran objetivo revertir las consecuencias de la ruptura de la URSS y la creación de nuevos países independientes liberados del control de Moscú. Con países como Kazajistán, al que envió tropas rusas hace unas semanas para asegurar la supervivencia del Gobierno, le vale con mantener intensas relaciones políticas y económicas. Con Ucrania y Bielorrusia, es diferente. Forman parte del imaginario histórico del imperio ruso. No puede tolerar que abandonen la tutela de Moscú.