Un duelo en el Senado entre una senadora y un juez

La senadora demócrata Kamala Harris pregunta al juez Brett Kavanaugh sobre si ha hablado con alguien de cierto bufete de abogados sobre el fiscal John Mueller y su investigación sobre la presunta implicación de la Administración de Trump en la intervención rusa en las últimas elecciones presidenciales.

Kavanaugh ha sido elegido por Trump para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo y su nombramiento debe ser ratificado por el Senado.

Ha sido uno de los momentos más intensos de la comparecencia de Kavanaugh (aquí el diálogo completo aunque con peor audio), especialmente porque no sabe qué responder. El bufete en cuestión fue fundado por el actual abogado personal de Trump. Kavanaugh no responde porque da a entender que no está seguro, ya que tendría que conocer los nombres de todos esos abogados. Y tampoco concreta demasiado cuando la senadora le da algunos de los nombres más importantes de ese bufete.

Kamala Harris fue fiscal general de California entre 2011 y 2017. Sabe cómo realizar un interrogatorio. Lo que nosotros no sabemos es que por qué insistió en ese punto. Es también una de las senadoras de las que se habla como futura candidata a la presidencia.

Al día siguiente, Kavanaugh recobró la memoria y dijo que no habló con nadie de ese bufete sobre el tema. Quién sabe si esa respuesta le pasará factura más adelante.

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Haqqani, el mejor socio de la CIA y el peor enemigo de EEUU en Afganistán

Durante la ocupación soviética de Afganistán, nunca hubo un muyahidín más reconocido y apoyado por la CIA y el ISI (el servicio de inteligencia paquistaní) que Jalaluddin Haqqani, nacido en 1947 en la provincia afgana de Paktia y que acaba de morir con 71 años. Si la Administración de Reagan consideraba «luchadores por la libertad» (freedom fighters) a las milicias afganas que luchaban contra la URSS, era a Haqqani a quien más admiraban. El apoyo de la CIA a la yihad contra los soviéticos se llevaba a cabo a través de la dictadura de Zia ul Haq en Pakistán, pero con Haqqani podían hacer una excepción, porque contactaban con él en territorio paquistaní, en concreto en la región de Waziristán del Norte.

Otros insurgentes afganos recibían el dinero y las armas y lo entregaban a sus fuerzas mientras continuaban refugiados en Pakistán. Haqqani era de los que entraban en Afganistán y luchaban contra los soviéticos y por ello fue herido varias veces.

Este socio indispensable de la CIA se convirtió décadas más tarde en el enemigo más implacable de las tropas norteamericanas que invadieron Afganistán tras el 11S. Era tan importante que intentaron que cambiara de bando, incluso ofreciéndole un puesto en el Gobierno de Karzai. Lo rechazó y se mantuvo fiel a los talibanes, a los que pertenecía inicialmente, y a su amigo, Osama bin Laden.

La mitología creada por Al Qaeda, además de unas cuantas teorías de la conspiración, extendió la idea de que Bin Laden fue uno de los grandes guerreros contra las tropas soviéticas. Nunca fue cierto, porque en esa época Bin Laden sólo era un joven saudí atraído por la épica de la yihad contra un enemigo ateo que recaudó fondos en su país para ayudar a los refugiados afganos en Pakistán y comprar armas para esos insurgentes. Haqqani era el auténtico combatiente y por eso se convirtió en el símbolo de la resistencia.

«A finales de los 80, la CIA y el ISI vieron a Haqqani como un jefe militar sorprendentemente eficaz en la lucha contra las fuerzas soviéticas», dijo de él Steve Coll, autor de un libro fundamental, ‘Ghost Wars. The Secret History of the CIA, Afghanistan and Bin Laden’. «Estaba dispuesto a combatir. No asistía a muchas reuniones. Se mantenía a distancia, pero los norteamericanos iban a Miram Shah (en Pakistán) y se veían con él en reuniones en las que el dinero y las armas terminaban en sus manos. Lo veían como los peregrinos del hajj (los que le conocían en sus peregrinaciones a La Meca): era un luchador afgano. Era alguien de mentalidad independiente, un hombre peligroso, pero alguien con que se podía hacer negocios. Haqqani recibió mucho apoyo de ellos».

El congresista republicano Charlie Wilson (cuya historia apareció en la película ‘La guerra de Charlie Wilson’, protagonizada por Tom Hanks) lo consideraba «la bondad personificada». Su admiración por él no conocía límites. Otros norteamericanos –los agentes de la CIA con los que tenía relación– no eran tan efusivos. «Siempre era el más extremista. Pero no estamos hablando de gente a la que les estuviéramos concediendo becas para estudiar en Harvard o el MIT. Eran el azote de los soviéticos», dijo al NYT un miembro de los servicios de inteligencia que lo conoció.

Con la misma fiereza con la que combatió a los soviéticos, lo hizo con los norteamericanos. Al no proceder de Kandahar, Haqqani no formaba parte del núcleo dirigente de los talibanes que se hizo con el poder a mediados de los 90. Pero les interesaba tenerlo de su lado, porque además ideológicamente no era muy distinto a ellos. Una vez que aceptó el liderazgo religioso del mulá Omar, se convirtió en uno de sus principales dirigentes. Contaba con miles de hombres bajo su mando y pronto desarrolló una excelente relación con Bin Laden.

Desde los tiempos de la yihad contra la URSS, Haqqani había desarrollado contactos con familias ricas del Golfo Pérsico, es decir de Arabia Saudí y los Emiratos. El flujo de dinero no se detuvo con la retirada de los soviéticos y continuó hasta que el régimen prosoviético de Nayibulá fue derrocado.

Su relación más fructífera fue con el ISI y el Ejército paquistaní. Washington intentó en muchas ocasiones que Pakistán acabara con lo que se llamó la red Haqqani, formada por miles de combatientes y un gran apoyo social en la región de Waziristán del Norte. El Ejército paquistaní sí acabó con los talibanes paquistaníes de Waziristán del Sur al precio de miles de muertos y decenas de miles de refugiados, pero dejaron en paz a la otra provincia donde grupos como el de Haqqani gozaban de la protección del ISI.

Haqqani llevaba una década incapacitado, probablemente con Parkinson, pero eso no afectó a su lucha contra el Gobierno de Kabul. Su hijo, Sirajuddin Haqqani, ahora de unos 40 años, ha dirigido sus fuerzas desde entonces, lo que ha incluido ataques contra Kabul y atentados suicidas indiscriminados. Por sí misma, la red Haqqani es la fuerza más poderosa que se enfrenta a EEUU en Afganistán. Las posibilidades de derrotarla son casi nulas. Eso es algo que no sorprenderá a los agentes de la CIA que conocieron a su líder en los 80.

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Guerra en el Pacífico: los aviones japoneses Zero

Un avión adelantado a su tiempo que terminó siendo un ataúd volante para los pilotos kamikazes.

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The New Yorker descubre los límites del marketing en el periodismo

Hay un límite en el intento de los grandes medios de comunicación de intentar seguir siendo relevantes en el debate de los grandes asuntos políticos. Parece que ya no es suficiente con poner un buen producto informativo en el mercado para que la gente lo compre con la intención de estar bien informado. Ahora también hay que crear grandes eventos con los que fortalecer la marca. Y la materia prima suele ser la entrevista o un debate con varios participantes en los que un periodista de la casa lleva la iniciativa.

The New Yorker, un clásico del periodismo norteamericano, ha organizado uno de esos eventos. Uno de los platos fuertes es una entrevista de su director, David Remnick, a Steve Bannon, exconsejero de Trump en la Casa Blanca y la figura más conocida de la nueva ultraderecha norteamericana (el director de The Economist ya le entrevistó en un foro similar en marzo, y les gustó porque le anuncian otra vez para septiembre).

Será el 5 de octubre y durará 90 minutos. El precio de la entrada es de 59 dólares. Es de suponer que Bannon cobrará una cantidad de varios miles de dólares por su asistencia, al igual que el resto de invitados.

La reacción entre muchos lectores y suscriptores de la revista ha sido fulgurante. Están indignados por que se haya concedido un escenario de tanta calidad al defensor más conocido de las ideas xenófobas y ultranacionalistas que se han difundido en EEUU gracias a la Administración de Donald Trump (sin contar al presidente, claro).

No es que Bannon sea ahora una figura política importante. Tuvo que dejar la Casa Blanca y también el medio digital Breitbart, y además perdió el apoyo económico de la familia multimillonaria Meyer cuando se supo que pretendía montar una campaña nacional contra todos los congresistas republicanas que no adoptaran sus ideas. Desde entonces, la capacidad de Bannon de marcar el camino de la política norteamericana ha quedado muy reducida.

Una entrevista no tiene por qué ser un espacio de publicidad gratuita para el entrevistado. Seguro que un periodista veterano como Remnick puede hacerle las preguntas adecuadas y cortarle si empieza a mentir. A la vieja pregunta ¿entrevistarías a Hitler, Bin Laden o Charles Manson? (o la persona más odiosa que te imagines), la respuesta sólo puede ser sí.

Sí, bajo ciertas condiciones. No es lo mismo si es para prensa o para televisión. No es lo mismo si la escribes en estilo directo o indirecto. No es lo mismo si el entrevistado puede tomar directamente decisiones que afecten a la vida de la gente o ya sólo puede dar opiniones. Hay toda una serie de factores que pueden influir en la decisión, sabiendo además que recibirás fuertes críticas y quizá no tengas respuestas convincentes para todas.

«Tengo toda la intención de hacerle preguntas difíciles y entablar una conversación seria e incluso combativa», ha explicado Remnick.

Nadie lo duda, como tampoco que un festival de entrevistas y debates es también una oportunidad comercial para la revista para continuar siendo relevante en el competitivo mercado de la comunicación. Es decir, forma parte del negocio.

El tema de la entrevista, según The New Yorker, es la «ideología del trumpismo». Bannon no es el único que puede hablar del tema, sí probablemente el que estaba disponible. En la presentación que incluye un breve perfil suyo, se dice que actualmente dirige una fundación que promueve «el populismo y el nacionalismo económico», una forma muy benevolente de describir sus ideas.

Como dice Xeni Jardin, Bannon ha viajado a Europa para montar una cabeza de puente para sus ideas racistas. En Francia, en un acto con Marine Le Pen, dijo: «Dejadles que os llamen racistas, xenófobos, nativistas, homófobos, misóginos, llevad eso como una insignia honorable».

Cuando alguien dice algo así en tono de orgullo, ¿qué más preguntas necesitas hacerle en un acto público a 59 dólares la entrada?

El acto de The New York dura tres días y cuenta con otras muchas personalidades conocidas: Haruki Murakami, Zadie Smith, Jim Carrey, Emily Blunt, Jimmy Fallon y otros. Algunos se lo van a pensar ahora dos veces. De hecho, Carrey ya se lo ha pensado.


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Unas pocas horas de tormenta en Twitter y el anuncio de algunas cancelaciones por los invitados han hecho que Remnick se lo piense mejor y ha retirado la invitación a Bannon.

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Cuando EEUU interfirió en las elecciones de Rusia

La Biblioteca Presidencial Bill Clinton ha hecho públicas las transcripciones ya desclasificadas de las conversaciones que Clinton mantuvo con el presidente ruso Boris Yeltsin desde 1993 a 1999. Las relaciones entre ambos eran muy buenas con lo que no debe extrañar el apoyo entusiasta que Clinton mostraba a Yeltsin en todo momento y el intento mutuo de que los asuntos en los que sus países tenían intereses contrapuestos (ampliación de la OTAN y Kosovo) no enturbiaran la relación.

Es sabido también que en las últimas elecciones que afrontó Yeltsin, y que podía perder porque su nivel de popularidad era ínfimo, Clinton estuvo dispuesto a ayudar en lo que fuera necesario. Cómo lo hizo y qué impacto tuvo esa colaboración era un asunto que admitía muchas interpretaciones. Las comunicaciones dejan claro que Clinton no sólo deseaba la victoria de su inmenso amigo ruso, sino que tomó decisiones que desequilibraban la contienda electoral en favor de Yeltsin.

Todo presidente en el poder cuenta con múltiples recursos para obtener la reelección, pero para eso necesita dinero. En el estado de práctica bancarrota en que se encontraba Rusia a causa de la política de Yeltsin eso suponía un auténtico problema.

La guerra de Chechenia, la primera, había supuesto duras críticas a Moscú procedentes de Washington, en especial desde el Congreso de EEUU. En una conversación, Yeltsin promete un salida negociada, algo que agrada a Clinton, y al final pone el precio. De forma directa y sin rodeos:

Yeltsin: «Pretendo asumir riesgos y viajar a Chechenia. Intentaré reunir a las tres partes en las negociaciones. Cuando digo las tres partes, la troika, me refiero al Gobierno checheno, sus mandos militares, ya que no está Dudayev y no hay sucesor, y el Gobierno federal, es decir, la comisión estatal de Chernomirdin. Espero que sigan negociando cuando yo me vaya. Hassan (el rey de Marruecos) podría ser de gran ayuda».

Clinton: «Es una decisión muy valiente. Todos te verán como a alguien que intenta traer la paz y limitar la acción militar. Eso está bien. Y si hay algo más que pueda hacer, dímelo. Estoy listo».

Yeltsin: «Bien, gracias por tu ayuda con Hassan II, y si hay algo más que puedes hacer te lo haré saber. Y hay otra pregunta, Bill. Quiero que quede claro. Bill, para mi campaña electoral necesito urgentemente un préstamo a Rusia de 2.500 millones de dólares».

No se puede decir que Yeltsin se cortara mucho en la petición de fondos. Había otras fuentes de dinero que podían ser útiles, y también en ellas Clinton debía echar una mano. Una vez más, cantidades de dinero que serían decisivas en el resultado electoral, como se vio en otra conversación:

Yeltsin: «Una cosa que quiero preguntarte tiene que ver con el préstamo del FMI por 9.000 millones de dólares. Me reuniré aquí con Camdessus (entonces director del FMI) y me gustaría pedirte que usaras tu influencia para quizá añadir un poco más, de 9.000 a 13.000 millones de dólares, para ocuparnos de los problemas sociales en esta situación preelectoral que es muy importante y ayudar a la gente».

Clinton: «Apoyaré que haya un nuevo acuerdo. Veré qué se puede hacer. Nos pondremos a trabajar en ello».

Por esa época, el Gobierno ruso tenía auténticos problemas para pagar salarios de funcionarios y pensiones. Tanto es así que había un retraso de meses en los pagos. Eso no suele motivar mucho a los votantes para que voten a favor del Gobierno. Los fondos de esos créditos servirían para abonar esos pagos pendientes en los meses anteriores a las elecciones. Sin ese dinero procedente del exterior, la oposición a Yeltsin lo habría tenido más fácil en las urnas.

También había otras formas de ayudar que no pasaban directamente por Moscú:

Clinton: «¿Cuál es la actitud más extendida entre los líderes regionales? ¿Podemos hacer algo con el paquete de ayudas para apoyar a las regiones?».

Yeltsin: «Eso estaría bien. Esos líderes regionales que estaban apoyando a la oposición están ahora cambiando y nos apoyan a nosotros. Pero aun así, ese tipo de apoyo regional nos sería muy útil».

Clinton: «Haré que mi gente se ponga en contacto con la tuya sobre ese asunto».

La principal fuerza de oposición a Yeltsin era el Partido Comunista. No es que tuviera muchos seguidores en EEUU, pero a Yeltsin le preocupaba que en los medios norteamericanos apareciera reflejado no como un partido que quisiera volver a los tiempos de la URSS, sino como una formación cuya prioridad era mejorar el nivel de vida de la gente:

Yeltsin: «Hablemos de la campaña electoral. Hay una campaña en la prensa de EEUU sugiriendo que la gente no debería tener miedo a los comunistas, que son gente buena, honorable y amable. La gente no debe creerse eso. Más de la mitad de ellos son fanáticos. Quieren destruirlo todo. Habría una guerra civil. Abolirían las fronteras entre las repúblicas de la antigua Unión Soviética. Quieren recuperar Crimea. Presentan reivindicaciones sobre Alaska. Hay dos caminos en el desarrollo de Rusia. No necesito el poder, pero cuando presentí la amenaza del comunismo decidí que tenía que presentarme. Lo impediremos».

Yeltsin con Putin en el día en que presentó su dimisión el 31 de diciembre de 1999. Foto: Kremlin.ru

Entre las conversaciones, hay una que ahora cobra un valor especial. Antes de anunciarlo en público, Yeltsin comunicó al presidente de EEUU quién le sucedería al frente del país. Se refería a su primer ministro, alguien llamado Vladímir Putin y muy poco conocido en Occidente:

Yeltsin: «En los próximos días, tendrás una reunión con Putin. Brevemente, me gustaría hablarte sobre él para que veas qué tipo de persona es. Me llevó mucho tiempo saber quién podría ser el próximo presidente de Rusia en el año 2000. Desgraciadamente, no pude encontrar antes una persona que tuviera ya un cargo. Finalmente lo conocí, a Putin, y analicé su biografía, sus intereses, sus relaciones (con otras personas) y otras cosas. Descubrí que es una persona sólida que controla los asuntos de su competencia. Al mismo tiempo, es alguien directo y fuerte, muy sociable. Y puede tener buenas relaciones con la gente con la que debe tratar. Estoy seguro de que descubrirás que es un socio altamente cualificado».

Evidentemente, Yeltsin no contó a Clinton que Putin se había ocupado de garantizar a Yeltsin y su entorno familiar que no tenían nada que temer sobre las posibles repercusiones judiciales del bombardeo del Parlamento ruso unos años atrás, por no hablar de los negocios de la familia.

El apoyo norteamericano a Yeltsin en las elecciones no es un tema desconocido. Antes de los comicios presidenciales de 1996, el apoyo a Yeltsin estaba por debajo del que marcaban la encuestas para Stalin. No es extraño. El hundimiento de la economía rusa, a causa del legado que había dejado la URSS y su influencia en el sistema sanitario, y la terapia del shock administrada por Yegor Gaidar, habían hecho que la esperanza de vida de los hombres rusos hubiera caído seis años (tres en el caso de las mujeres), una cifra insólita excepto en tiempo de guerra.

Años después, se supo con seguridad que un grupo de consultores expertos en campañas se trasladaron a Moscú para trabajar en secreto en favor de la reelección de Yeltsin. «El secreto era fundamental», explicó a la revista Time uno de los asesores de Yeltsin encargado de buscar ayuda en el exterior. «Todos sabían que si los comunistas se enteraban antes de las elecciones, atacarían a Yeltsin por ser una marioneta de los americanos. Necesitábamos como fuera a ese equipo, pero contar con ellos suponía un gran riesgo».

Su primer contacto en EEUU fue un abogado de San Francisco con contactos con el Partido Republicano en California. Luego se unió al equipo un consultor que había trabajado para Clinton en sus campañas de Arkansas. Todo se hizo con las bendiciones de Washington, pero de forma que no dejaran rastros embarazosos. Dick Morris, asesor entonces de Clinton en la Casa Blanca, se ocupó de hacer de intermediario con la Administración para lo que fuera necesario.

En una cumbre de abril con Clinton, Yeltsin envió varios mensajes agresivos en la defensa de los intereses de Rusia y el presidente de EEUU decidió no entrar al trapo. Formaba parte de la estrategia electoral para que los rusos volvieran a ver a su presidente como un decidido defensor de sus intereses. La Casa Blanca comprendió que debía seguir el manual si quería que Yeltsin continuara en el poder.

Antes de eso, Yeltsin tenía un apoyo del 6% en los sondeos con varios candidatos por delante de él.

El viceprimer ministro Oleg Soskovets comunicó a los asesores estadounidenses que tenían una misión específica, además de asesorarles sobre técnicas electorales: «Una de sus funciones es decirnos un mes antes de las elecciones si debemos cancelarlas en el caso de que estén seguros de que vamos a perder».

Los consultores norteamericanos pronto se dedicaron a trabajar bajo el control directo de la hija de Yeltsin, la auténtica jefa de su campaña. Impusieron la idea del voto del miedo a los comunistas como principal eje de la campaña, lo que fue efectivo, aunque los asesores rusos del presidente no estaban al principio convencidos del todo.

En la primera vuelta de las elecciones, Yeltsin superó al candidato comunista Gennady Ziuganov por una escasa diferencia, 35% a 32%. El primer obstáculo había sido superado. Se intensificó el mensaje que advertía del caos y la violencia si ganaban los comunistas, Ziuganov no moderó su mensaje para atraer a los votantes de otros candidatos ya eliminados y los medios de comunicación no hablaron de la ya maltrecha salud de Yeltsin.

Yeltsin ganó la presidencia por 13 puntos de ventaja sobre Ziuganov. Clinton respiró aliviado.

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La política exterior, según Netanyahu

Netanyahu ha ofrecido un breve resumen de su mentalidad y principios de política exterior en el acto en el que se ha puesto el nombre de Shimon Peres a la central nuclear de Dimona (nombre oficial: centro de investigación nuclear). Dimona es el lugar donde Israel desarrolló y culminó su programa de armas nucleares.

«Shimon (Peres) aspiraba a la paz, pero sabía que la auténtica paz sólo se consigue si nuestras manos empuñan con decisión armamento defensivo. En Oriente Medio y en muchas partes del mundo, hay una verdad simple: no hay lugar para los débiles. Los débiles quedan hechos pedazos y son masacrados y borrados de la historia, mientras los fuertes, para bien o para mal, sobreviven. Los fuertes son respetados. Las alianzas se hacen con los fuertes, y al final la paz se hace con los fuertes».

El elogio del fuerte en las relaciones internacionales tiene por un lado un significado bastante obvio. Nadie quiere ser un ratón en un mundo de leones. La apelación a los fuertes es también un recurso retórico habitual en dictaduras y regímenes autoritarios. Los fuertes son los que imponen su voluntad a los débiles, los que les obligan a aceptar condiciones humillantes para que haya paz, los que se niegan a aceptar acuerdos anteriores si piensan que les perjudican, los que proceden a rearmarse y no toleran que otros también lo hagan.

Es una forma adecuada de definir la política exterior de Israel.

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Los dibujos de la tortura en Siria

Najah Albukai fue detenido y torturado por la policía siria. Luego dibujó todo por lo que había pasado.

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Los caballeros de la Orden de QAnon

Hay que ver a estos adeptos a la teoría de la conspiración de QAnon, de la que escribí hace unas semanas. Más que adeptos, estos tres hombres y una mujer son auténticos promotores desde sus webs personales, y uno tiene hasta 140.000 seguidores en YouTube, que es el medio más influyente para estos asuntos.

La parte más divertida es cuando discrepan entre ellos, porque en ese mundo hay grados en la locura. Por ejemplo, cuando uno dice que Q es en realidad John Kennedy Jr., que resulta que está muerto desde 1999. Hay otro que no lo ve claro y la respuesta es gloriosa: «Pero tienes que entender la numerología para saberlo».

No se puede ir por la vida sin saber de numerología.

El vídeo es del programa de Jim Jefferies, de ahí las risas de fondo del público que está viendo en directo las imágenes.

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El reality de Trump tropieza con un teléfono

Todo tiene que ser un espectáculo en la Casa Blanca de Trump, en especial si se trata de celebrar un éxito. Para presumir del acuerdo con México sobre la revisión del NAFTA (acuerdo de libre comercio) ante los periodistas, el presidente de EEUU quiso hablar el lunes por teléfono ante las cámaras con el mexicano Peña Nieto.

Estas cosas no se suelen hacer porque cualquier problema técnico puede dar lugar a una situación embarazosa. Aún más si pones la llamada en el altavoz y no sabes seguro quién aparecerá al otro lado y en qué momento se producirá la conexión. Pero en este caso, como se ve tras la aparición de un ayudante que solventa el problema, más parece que lo que ocurría es que Trump estaba dando al botón equivocado.

Por lo demás, este tipo de situaciones son lo habitual en los realities.

Qué menos que aprovechar la escena para hacer más chistes sobre Trump.

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Nunca hubo una guerra que desagradara a John McCain

John McCain era un halcón. El senador de Arizona, fallecido a los 81 años, apoyó de forma agresiva todas las desastrosas guerras promovidas por EEUU desde 2001. Incluso se mostró dispuesto a promover una intervención militar en Irán, una alternativa aún más demencial en términos del coste que tendría en vidas. Fue un claro exponente del excepcionalismo americano, y siempre desde la vertiente más belicista.

Los principales medios de comunicación norteamericanos le homenajearon a las pocas horas de su muerte utilizando palabras como honor, dignidad y patriotismo. Sin duda, fue una figura muy por encima de lo habitual en la política de su país. Pero no muchos medios de comunicación pensaron en las víctimas de la idea de McCain sobre el papel de EEUU en el mundo o les dedicaron un espacio muy reducido.

Aun siendo el senador republicano con más experiencia en política exterior, también hizo la promesa de que la invasión de Irak iba a ser «una victoria arrolladora en un muy corto espacio de tiempo». Es cierto que muy pronto, en 2004, fue consciente de que esa previsión había sido una pura fantasía y de que las cosas no habían salido como se esperaba. De todo eso, dedicaba las mayores acusaciones a la incompetencia de Donald Rumsfeld al frente del Pentágono.

Su respuesta fue siempre reclamar un aumento del número de tropas de combate en una especie de reflejo de la política que había fracasado en Vietnam. En la campaña de 2008, se opuso a una retirada o reducción del número de efectivos –lo consideraba una rendición–, cuando el Gobierno iraquí ya exigía un calendario para iniciar ese proceso.

En abril de 2007, se había presentado en Bagdad para anunciar que la situación estaba mejorando. Si la opinión pública no era consciente de eso es porque los periodistas no estaban haciendo bien su trabajo (otra excusa que recuerda a Vietnam). Dio un paseo de una hora por un mercado de la ciudad junto a otros senadores, protegidos por una escolta compuesta por un centenar de soldados y cinco helicópteros, tres Black Hawk y dos Apache. McCain llevaba puesto un chaleco antibalas. Una muestra de normalidad y pacificación.

McCain era un raro ejemplo de político que terminaba reconociendo sus errores, a veces demasiado tarde. Sobre la invasión de Irak, dijo después que «no podía juzgarse más que como un error, uno muy grave, y tengo que aceptar mi parte de culpa en eso».

Un detalle que hay que reconocer. Un detalle que resulta insignificante comparado con centenares de miles de vidas perdidas a causa de una aventura imperial que se justificó con mentiras y la complicidad activa de políticos como McCain.

Su compromiso contra la tortura

John McCain era también un hombre valiente. Los obituarios de los medios norteamericanos destacan lógicamente los sufrimientos que padeció en la guerra de Vietnam, pero quizá sean más relevantes algunas de las decisiones que tomó en su carrera política. En la guerra, muchos realizan actos valientes sin ser muy conscientes de las consecuencias o simplemente porque ejecutan las órdenes recibidas. La guerra es un lugar en el que pensar demasiado puede llevarte más rápido a la tumba.

Los políticos son muy conscientes de las decisiones que pueden hacer que les abandonen sus votantes. Piensan mucho en ellas y el resultado es que pocas veces se atreven a recorrer ese camino.

Pocos ejemplos más claros de lo contrario hay que en la oposición de McCain a la tortura. George Bush incluyó en 2002 el waterboarding y otras formas de tortura entre las técnicas de interrogatorio permitidas a la CIA. El origen de esa orden estuvo en el estudio de un programa de los años cincuenta llamado SERE (Survival, Evasion, Resistance and Escape), un curso de entrenamiento para pilotos que pudieran caer en manos del enemigo y que debían ser preparados ante la posibilidad de sufrir un duro interrogatorio. Lo más probable es que los carceleros fueran soviéticos o de algún país aliado de la URSS, por lo que se hacía pasar a los pilotos por las técnicas que se suponía que utilizaba el adversario: privación del sueño durante días, obligar al preso a mantener posiciones físicamente insoportables, exposición a calor o frío extremos de forma sucesiva, y la técnica del waterboarding.

El waterboarding había sido ya utilizado por la Inquisición española con el nombre de tormento de toca.

McCain se opuso sin ambages a esas prácticas inhumanas, ilegales según las Convenciones de Ginebra, pero adoptadas por EEUU con el argumento de que los sospechosos de pertenecer a Al Qaeda no eran combatientes de un Estado reconocido y porque además no se trataba de tortura en sentido estricto. El senador de Arizona fue el único político republicano relevante que no cayó en esa trampa y mantuvo una posición de principios con la que políticamente sólo podía salir perdiendo entre sus partidarios.

«Están amenazando con debilitar las Convenciones de Ginebra. No puedo dejarles que hagan eso. Lucharé contra ellos hasta el final, incluso aunque me cueste todo», dijo en una ocasión.

Cuando se presentó a las primarias republicanas para las elecciones de 2008, mantuvo su oposición a pesar de que la mayoría de los votantes de su partido apoyaban esas técnicas salvajes de interrogatorio. Y no eran sólo los republicanos. The New York Times no empezó a llamar tortura a esas técnicas hasta 2014.

No era una cuestión terminológica. Denominar tortura al waterboarding implicaba llamar torturadores a los norteamericanos que la llevaron a cabo, un paso inevitable que los políticos republicanos y muchos medios no estaban dispuestos a dar. Todos ellos, menos McCain.

«Deberían saber lo que es. No es un procedimiento complicado. Es tortura», dijo en esa campaña. «Todo lo que puedo decir es que se utilizó en la Inquisición española. Se utilizó en el régimen genocida de Pol Pot en Camboya y, según algunas informaciones, hoy se utiliza contra monjes budistas».

También fue valiente cuando, junto al senador demócrata John Kerry, contribuyó a poner fin con una comisión del Senado a la polémica sobre los prisioneros de guerra norteamericanos supuestamente abandonados por su Gobierno en Vietnam. Era poco más que una teoría de la conspiración a la que se ataron desesperados los familiares de los militares desaparecidos. Otros políticos republicanos prefirieron alimentar durante años una posibilidad no sostenida con pruebas sólidas para no contrariar a los familiares y ser criticados por ello.

McCain en Vietnam

En octubre de 1967, McCain pilotaba uno de los aviones que participaron en el bombardeo de una central eléctrica situada en el centro de Hanoi. Su avión fue dañado de forma irreparable por un misil antiaéreo. Le dio tiempo a eyectarse pero en la explosión que catapultó su asiento se rompió los dos brazos y una rodilla. Cayó sobre un lago y salió a la superficie a duras penas.

Fue trasladado a tierra donde soldados y civiles le maltrataron con saña. Un soldado le rompió el hombro con la culata del fusil. Otro le clavó la bayoneta en el vientre. Por cruel que fuera, no era una reacción sorprendente. ¿Qué podía sentir esa gente ante un hombre enviado para matarles desde otro país a miles de kilómetros de distancia?

McCain, atendido en un hospital de Hanoi en 1967.

Durante varios años, los aviones norteamericanos arrasaron la infraestructura militar y civil de varias ciudades de Vietnam del Norte, en especial su capital, en lo que se llamó la operación Rolling Thunder.

En diciembre de 1967, el Pentágono informó de que había utilizado hasta entonces 864.000 toneladas de bombas en esos bombardeos. A efectos comparativos, hay que recordar que se usaron 653.000 toneladas de bombas en toda la guerra de Corea y 503.000 toneladas en el frente del Pacífico en la Segunda Guerra Mundial.

Las víctimas se contaron por decenas de miles. Una estimación de la CIA de finales de 1967 calculaba 27.900 bajas entre los militares y 48.000 entre los civiles (muertos y heridos). Para toda la operación Rolling Thunder, cálculos oficiales indicaron que 30.000 civiles vietnamitas murieron en esos ataques.

Todo ello para nada. El objetivo de esa campaña era forzar a los norvietnamitas a aceptar que no podían ganar la guerra y resignarse a presentarse derrotados en unas negociaciones. Nunca se rindieron.

McCain fue encerrado en la prisión que los presos norteamericanos llamaban de forma irónica Hanoi Hilton. No recibió tratamiento médico al llegar. Sus fracturas soldaron solas dejándole incapacitado en los brazos (desde entonces, nunca pudo subirlos por encima de la cabeza). Probablemente, habría muerto si no hubiera sido por la ayuda de dos compañeros de celda. Se salvó, pero al precio de una agonía terrible.

Después fue torturado en los interrogatorios y mantenido en confinamiento solitario durante dos años. Los guardas se cebaron con él cuando supieron que su padre era el almirante que mandaba la flota del Pacífico (y porque McCain no cedía y les dedicaba toda clase de insultos). Luego le enviaron a un hospital porque podía servir como recurso político.

McCain se negó a grabar un mensaje de corte propagandista con el que reconocer el daño causado. Aguantó todo lo que pudo hasta que tuvo que ceder. Nadie podría reprochárselo estando en esas condiciones. Él sí lo hizo. Pasó cinco años y medio como prisionero de guerra en Vietnam. Le ofrecieron la libertad antes, pero se negó a aceptarla si no salían antes presos que llevaban más tiempo que él allí.

Adorado por los periodistas

McCain gozaba de una imagen excelente entre los periodistas, ya antes de que se convirtiera en el político republicano que con más credibilidad despreciaba a Donald Trump (no le votó en 2016). Su sentido del humor abrasivo y su genio irascible eran dos de las razones por las que caía tan bien. Y porque en una época en la que los políticos huyen de los medios, él estaba dispuesto a hablar con los reporteros con frecuencia, no tanto desde que Trump fue elegido.

En la campaña de 2008, cuando más se jugaba, no cambió de costumbre ni se mordió la lengua. El exsenador Phil Gramm, que era uno de sus consejeros económicos, comentó en público que la recesión era más un estado de ánimo que una realidad económica, con lo que los estadounidenses venían a ser unos quejicas.

Le preguntaron a McCain si Gramm tendría un puesto en una Administración presidida por él tras esa polémica. Cualquier otro político se hubiera limitado a marcar distancias con su asesor o restar importancia a las declaraciones. Lo que sea antes de dar más carnaza a los medios.

«Creo que el senador Gramm sería un probable candidato al puesto de embajador en Bielorrusia, aunque no estoy seguro de que los ciudadanos de Minsk le darían la bienvenida», respondió.

McCain en la Casa Blanca de Obama. Foto: Flickr White House.

Los periodistas le devolvieron esos favores contribuyendo a dar brillo a su fama de político de carácter independiente y no sometido a las miserias de la disciplina de partido («maverick», le llamaban una y otra vez). Es cierto que muchas veces hizo lo posible por llegar a acuerdos de consenso con senadores demócratas, pero a la hora de la verdad no era tan «maverick» como aparentaba. Siempre votaba con los suyos, lo que no era sorprendente en un conservador duro. Votó cerca del 90% de las iniciativas que la Administración de su odiado Trump llevó al Congreso.

Ya enfermo de cáncer, se permitió acaparar todos los titulares cuando dio el voto decisivo para tumbar el proyecto de ley de Trump con el que eliminar el Obamacare (la reforma sanitaria). Quizá fue una venganza personal más que una opción política. A fin de cuentas, él había votado contra el Obamacare cuando fue aprobado en el mandato del anterior presidente.

Derrotado en la cita decisiva

En el momento más importante de su carrera política como candidato republicano en las elecciones presidenciales de 2008, McCain sufrió la derrota más clara y humillante (el escritor David Foster Wallace escribió un largo reportaje sobre su campaña, en general muy favorecedor).

Es posible que ningún otro republicano hubiera podido derrotar a Barack Obama justo cuando se desencadenó la crisis financiera propiciada por el absentismo de la Administración de Bush en la regulación financiera. Aun así, su campaña fue un desastre cuyo ejemplo más citado fue la elección de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia, una política que parecía sacada de un reality televisivo y que demostró con creces su falta de aptitudes y conocimientos.

Más propio de esa campaña errática fue su decisión de suspenderla por unos días para viajar de improviso a Washington y ocuparse de resolver la crisis financiera. A la hora de la verdad, en una reunión de Bush con varios senadores, McCain no tuvo nada que decir.

Fue una de las pocas veces en su carrera en la que McCain se quedó mudo.

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