Del cerdo se aprovecha todo. Y la política española en su versión más descarnada no está en condiciones de desperdiciar ni una pizca. No se conforma sólo con disfrutar de las porciones más jugosas del animal. Aquí se consume todo, incluidas las partes de peor aspecto. Con los huesos, se hace tanto caldo que al final los políticos no saben ni lo que están comiendo. No importa, todo son proteínas con las que alimentar el ansia desenfrenada por consumir materia prima que genere los excrementos necesarios con los que embadurnar al rival. Si se acerca una fecha electoral, hay que deglutir y evacuar con más intensidad.
Lo bueno de las declaraciones de Alberto Garzón sobre la ganadería es que ha permitido que se hable de un tema que sólo aparecía antes de forma esporádica en los medios y en general circunscrito a la sección de economía. Vamos camino de ser un país en el que haya tantos cerdos como personas. El censo oficial del ganado porcino en España alcanzó en 2020 las 32,6 millones de cabezas. Más del doble que en 1986. Ha crecido un 33% en los últimos quince años. En Aragón ya hay casi siete cerdos por habitante.
No ha sido por un cambio en las costumbres alimentarias. Se trata de una explosión industrial asociada al desarrollo de la ganadería intensiva, en su mayor parte controlada por grandes empresas. Su gran destino es China, a cuyo mercado aumentó la exportación un 111% en 2020.
España se ha convertido en el tercer país del mundo en número de cerdos sacrificados, por detrás de China y EEUU. En cuanto a las cifras de producción de carne, es la segunda de la UE con números casi idénticos a los de Alemania. Pronto la superará. La producción de carne ha descendido en la UE un 5% en los últimos cinco años. En España ha aumentado un 15%.
La película ‘Arrival’ es una de las pocas excepciones en una larga lista de películas que nos presentan la llegada de extraterrestres a la Tierra como un acontecimiento catastrófico o, aún peor, el anuncio de una extinción asegurada. Los alienígenas de la obra de Denis Villeneuve no sólo no quieren destruir nada, sino que entregan un don a los confundidos terrícolas, algunos de los cuales están más interesados en empezar a disparar cuanto antes.
La existencia de vida extraterrestre ha dado lugar a muy interesantes discusiones entre científicos, tanto sobre la probabilidad de su existencia como nuestras posibilidades de descubrirla algún día. Los hay como Stephen Hawking que piensan que sería una mala idea responder si recibiéramos una confirmación de vida extraterrestre inteligente: «Algún día podríamos recibir una señal de un planeta (se refiere a uno como Gliese 832c, un exoplaneta con condiciones relativamente similares a las de la Tierra). Pero deberíamos tener mucho cuidado en responder. Encontrarse con una civilización avanzada podría ser como lo que ocurrió a los nativos americanos al encontrarse a Colón. Eso no acabó bien».
Hawking planteó la hipótesis de que una civilización con la tecnología necesaria para viajar entre galaxias podría utilizarla para conquistar nuevos mundos y colonizarlos. Básicamente, lo que los grandes imperios de la raza humana han hecho a lo largo de muchos siglos sin demasiada preocupación por el bienestar de las poblaciones invadidas. Por no hablar de las especies animales con las que convivimos en el planeta.
En este vídeo, nos explican este dilema partiendo de una idea bien conocida. El universo –o al menos la Vía Láctea– parece estar vacío, ya que no hemos recibido pruebas de lo contrario a pesar de la gran posibilidad de que existan otras civilizaciones inteligentes. Es la paradoja de Fermi. La respuesta es lo que se ha dado en llamar «el bosque oscuro», que conocerán bien los lectores de la trilogía del novelista chino Liu Cixin.
Un político se pone en evidencia y deja claro quién es cuando le empiezan a temblar las rodillas. Partiendo de ese supuesto, las rótulas de José Luis Martínez-Almeida están haciendo ahora más ruido que una banda de heavy metal. En pleno ataque de pánico, el alcalde de Madrid decidió el lunes defender su pacto presupuestario con los tres concejales que abandonaron Más Madrid atacando la memoria de la escritora Almudena Grandes.
Para los amantes de la literatura de la escritora madrileña, no hay nada peor que eso. Sin embargo, en términos políticos hay algo que deja a Almeida en peor situación. Intentó presumir de que es un fino estratega, alguien capaz de engañar a algunos concejales de la oposición para que salga adelante su proyecto de presupuestos. La impostura es obvia: él siempre apostó por pactar las cuentas con la extrema derecha y fue la negativa radical de Vox a negociar con él la que le obligó a cambiar de plan. Hay pocas cosas más penosas en política que aparentar ser un gallito cuando has tenido que mendigar el apoyo de otros.
«Almudena Grandes no merece ser hija predilecta de Madrid, pero yo he sacado unos presupuestos que son buenos para los madrileños. Yo he ponderado: un buen presupuesto para Madrid de 5.600 millones y Almudena Grandes. Ya tengo los presupuestos», dijo en una entrevista con el medio sensacionalista OK Diario. Por el contenido del breve texto, se deduce que el único objetivo de la conversación era aplacar la ira de los votantes de Vox.
¿Cuánto tiempo puede durar Boris Johnson al frente del Gobierno británico cuando sus diputados tienen ya muy claro que el Boris Johnson de Downing Street es el mismo Boris Johnson que demostró durante décadas de carrera política su capacidad de provocar accidentes que eran otros los que tenían que solucionar? ¿Cómo puede ser que no se hayan enterado hasta ahora de algo que sabía todo el mundo?
Johnson siempre mantuvo un alto nivel de apoyo en el grupo parlamentario conservador durante los años de David Cameron en el poder por la idea muy extendida de que era un ganador. O porque parecía tener la suerte del ganador. Quizá fuera más lo segundo que lo primero. Todo lo que hubiera aniquilado la carrera de otro político –su polémico pasado como periodista, sus infidelidades matrimoniales, su falta de seriedad tal y como la entiende un político británico– acababa por ser olvidado en su caso. Las bases tories le perdonaban todo.
Cuando Johnson decidió unirse a las filas de los partidarios del Brexit después de muchas dudas, desde el primer momento se convirtió en su rostro más importante. Cameron sólo podía neutralizarlo si ponía sobre la mesa sus defectos personales y políticos, pero no quiso declarar una guerra civil dentro del partido y lo pagó con creces. Y con él todo el país.
Las primarias internas para elegir al sucesor de Cameron confirmaron las peores expectativas sobre él. Su campaña fue una sucesión de errores vergonzosos, algunos casi cómicos, que provocaron su renuncia a la carrera y dejaron clara su total incapacidad para organizar una estructura diseñada con el fin de conseguir un objetivo. Ni siquiera cuando él era el primer interesado en que funcionara. Como temían muchos en el partido, Boris no era capaz ni de regentar un puesto de helados. La impresión se confirmó cuando Theresa May se vio obligada a concederle un Ministerio de peso, el Foreign Office. Una vez más, el resultado fue decepcionante.
Sin embargo, continuaba siendo el político más popular entre los partidarios del Brexit. Cuando a May se le acabaron las oportunidades, prácticamente sólo quedaba Johnson en pie, junto a unas medianías que no podían hacerle sombra. May había tenido antes la reputación de una política seria, aunque no muy brillante ni comunicativa, así que los tories decidieron que había llegado el momento de apostar por la improvisación permanente y la supuesta genialidad del exalcalde de Londres. Habría diversión, iniciativas difíciles de entender y hasta algunos escándalos, pero Boris culminaría la salida de la UE y demostraría su valor en las urnas. Y así sucedió con su amplísima victoria en las elecciones de 2019.
Cuando llegó la pandemia, había que echarse a temblar. El Covid ha desnudado a casi todos los gobiernos y plasmado sus vulnerabilidades y peores tendencias. Todo eso se multiplicó en el caso de Johnson. Llegó tarde a la primera y arrolladora ola, reaccionando después que en Francia, España o Italia. A mediados de febrero con las imágenes de China en la mente de todos y el inicio de los problemas en Italia, Johnson y su novia pasaron dos semanas de vacaciones. A la hora de la verdad, nunca estaba cuando se le necesitaba.
Johnson terminó por aparecer en escena. Su primera respuesta sólo sirvió para aumentar el número de víctimas y retrasar las decisiones inevitables. Apostó por no tomar las medidas más restrictivas confiando en alcanzar la inmunidad de grupo al dejar que las infecciones aumentaran –es cierto que con el visto bueno de sus dos principales consejeros científicos– hasta que tuvo que rendirse a la evidencia.
Volvió a hacer lo mismo con la segunda ola. Sólo una semana antes, su Gobierno estaba presionando a las grandes empresas para que pusieran fin al teletrabajo y que sus empleados volvieran a las oficinas. En cuestión de días, tuvo que echarse atrás.
El comienzo fulgurante del proceso de vacunación en Reino Unido le dio el respiro que necesitaba. En las encuestas, los conservadores volvieron a recuperarse y adelantaron a los laboristas, a cuyo líder, Keir Starmer, no le duró mucho el periodo de gracia que tuvo al ser elegido. Johnson no tardó demasiado tiempo en meterse en problemas. A fin de cuentas, la pandemia se ha caracterizado por dejar patente que los momentos de júbilo son temporales. Todo aquel que se descuida y cree que lo peor ha pasado para no volver descubre muy pronto que eso no es del todo cierto.
Por el camino, Johnson había perdido a su principal consejero, Dominic Cummings, que fue el arquitecto de la campaña a favor del Brexit en el referéndum de 2016. El problema de Cummings era que es un tipo muy inteligente –algo que reconocían incluso los que lo detestaban– y que él lo sabía. Se consideraba por encima de las normas que obligan al resto de los mortales y en eso se parecía mucho a su jefe. Cuando se contagió de Covid, se saltó todas las prohibiciones existentes sobre limitaciones y en vez de aislarse se fue a la otra punta del país a la casa donde vivían sus suegros. Las explicaciones que dio fueron recibidas con una mezcla de indignación y risas incrédulas.
Cummings se vio obligado a abandonar el puesto en Downing Street. No se lo tomó bien. Ya con pocas opciones de volver a la política, decidió contar en textos de miles de palabras en su blog personal muchos ejemplos que reflejaban la incompetencia manifiesta de Johnson. Algunas de sus revelaciones son tan sorprendentes que parecen difíciles de creer hasta que uno recuerda de quién estamos hablando. Boris era perfectamente capaz de no ser consciente de lo que significaba abandonar la unión aduanera después del Brexit.
La escena ocurre cuando alguien explica a Johnson las consecuencias de la salida: «La cara del primer ministro no tenía precio. Se recostó en la silla, miró por toda la habitación con un aspecto de no creer lo que había escuchado, y negó con la cabeza. Los teléfonos de los horrorizados funcionarios en la mesa empezaron a sonar. Un importante alto cargo me envió un mensaje: ‘Ahora ya entiendo cómo lograste que se consiguiera el Brexit'».
A pesar de todo, Johnson parecía inmune a tropiezos e informaciones que hubieran finiquitado a otros políticos. Al final, tensó la cuerda hasta que se rompió. Y lo hizo porque su primera reacción ante un escándalo relativamente menor –la acusación a un diputado tory de beneficiarse de un caso de tráfico de influencias– hizo que todo descarrilara.
Las críticas al diputado Owen Paterson fueron recibidas por Downing Street con displicencia. Era un paso coherente con la trayectoria de Johnson, según la cual las reglas están hechas para los demás, pero no para él y su selecto grupo de amigos, escribe Simon Kuper. La misma actitud que tenía cuando era alumno del colegio de Eton. Su profesor y tutor envió al padre de Johnson una nota citada por Kuper en el artículo que reflejaba su actitud ante la vida: «Creo que él piensa sinceramente que resulta grosero que no le consideremos una excepción, alguien que debería estar libre de todas las obligaciones que condicionan a los demás».
Johnson no ha cambiado desde su época de estudiante. Por eso, se ocupó de impedir que se aplicaran a Paterson las normas éticas de la Cámara de los Comunes que le hubieran ocasionado una suspensión temporal durante unas semanas. El escándalo subsiguiente obligó al diputado a dimitir con lo que debían celebrarse unas nuevas elecciones en su circunscripción. Tampoco era un drama. El distrito de North Shropshire llevaba más de un siglo eligiendo a representantes conservadores. En las últimas elecciones, Paterson había obtenido una mayoría de 23.000 votos sobre su más directo rival.
Las noticias conocidas en las últimas semanas sobre fiestas en Downing Street en mayo y diciembre de 2020, además de otra en la sede del partido en Westminster, terminaron por hundir a los tories. En un momento en que los ciudadanos tenían prohibido ese tipo de contactos –sólo dos personas se podían reunir si vivían en hogares diferentes–, los asesores de Johnson tenían barra libre para juntarse con unas botellas de vino y algo de queso.
En relación a mayo, la comparación tenía un cariz trágico. Muchas personas se vieron obligadas a enterrar a sus seres queridos en condiciones penosas por las normas antiCovid. En el jardín de Downing Street, no había tales limitaciones en mayo.
Al final, la cita electoral de North Shropshire fue una humillación para los tories. Los liberal demócratas se hicieron con el escaño con una diferencia favorable de 6.000 votos. Ese distrito votó a favor del Brexit con un 57% de votos, lo que hace más inaudita la victoria de los LibDem, que son unos convencidos europeístas.
Aún le quedaba otro percance a Boris. 99 diputados votaron en contra de los planes del Gobierno sobre el pasaporte Covid. Sólo los votos de la oposición permitieron que la medida saliera adelante. Una hora antes, el primer ministro se había dirigido a su grupo parlamentario para ganarse su apoyo. Sumados a las abstenciones y los que no aparecieron en la votación sin tener permiso de los responsables del grupo, los rebeldes sumaban casi una tercera parte de la bancada tory.
Un diputado dijo al FT que a Johnson «se le están acabando las vidas». Un viceministro contó de forma anónima que «el primer ministro no debería sentirse seguro en absoluto».
El ala derecha del partido ya no tolera más medidas restrictivas contra el Covid, a pesar del aumento exponencial de contagios por la variante ómicron, y no esconde su malestar por el aumento de impuestos anunciado para 2022. El limbo aduanero en el que se encuentra Irlanda del Norte, según el acuerdo de Londres con Bruselas, es otro motivo de enfado. El impacto de la pandemia altera todos los cálculos económicos, pero de momento se puede decir que las expectativas de un fuerte crecimiento y liberalización que iba a propiciar la liberación de la tiranía de la UE se han quedado en nada.
Varios sondeos ya sitúan a los laboristas por delante de los conservadores, y eso sin que Keir Starmer haga nada especial. Las cifras son incluso peores cuando se pregunta a los encuestados por su valoración sobre Johnson. La puntuación es negativa y nunca había sido tan baja: -48. Un 71% tiene una opinión negativa de la actuación del primer ministro, según YouGov.
Con los diputados en el receso parlamentario de Navidad, el rumor de las conspiraciones se ha atenuado en los últimos días. Es seguro que volverá a sonar fuerte en enero. Los conservadores tienen una bien ganada reputación de decapitar a sus líderes cuando sospechan que puede arrastrarles a una derrota electoral. La última encuesta de Opinium del 27 de diciembre concede siete puntos de ventaja a los laboristas.
Lo más incómodo para Johnson es que a los tories les iría mucho mejor con el ministro de Hacienda, Rishi Sunak, como cartel electoral. Y eso que Sunak ha anunciado que en abril habrá un aumento de impuestos que no gustará mucho a las bases conservadoras. Otro sondeo publicado por The Sunday Times anticipa una mayoría absoluta de 26 escaños para los laboristas.
Como es habitual en la política británica, unos cuantos tories creen que todo se arreglaría con mejores asesores en Downing Street. Es una forma de obviar la realidad de que el mayor problema de Boris siempre será Boris por ser un político que parece disfrutar moviéndose en el caos, más que nada porque nunca ha sido capaz de trazar y ejecutar una estrategia definida.
Si no ha cambiado de costumbres después de acontecimientos tan dramáticos como el Brexit y una pandemia, está claro que nunca lo hará.
Quince mil personas abarrotan el WiZink Center en el barrio de Salamanca en Madrid. Se mueven juntos, saltan y cantan las canciones favoritas de su ídolo con toda la fuerza de sus pulmones. «Acabo de llegar del concierto de Dani Martín directamente sin voz», dice un entusiasmado asistente en Twitter. Otro no oculta su alegría y agradecimiento al músico y anuncia que se ha «dejado la puta voz» cantando. La cuenta oficial del recinto destaca que el cantante es el primer artista que ha llenado cinco veces el pabellón «en un mismo año y en una misma gira». El primer concierto se celebró hace un mes y también vendió todas las entradas. Este último tuvo lugar el miércoles, el mismo día en que la incidencia de contagios en los últimos 14 días en la Comunidad de Madrid llegó a 2.224 (en la ciudad era de 1.747), una cifra nunca antes alcanzada. Ómicron no parece ser incompatible con la música pop para multitudes.
Cantar a grito pelado es una de las formas conocidas con la que es más fácil traspasar el virus en un recinto cerrado. También es una manera de comulgar en los conciertos masivos con la estrella en un oficio que no es del todo religioso. Y –esto no se puede negar– un subidón de adrenalina y placer, un medicamento para la salud mental que no necesita receta médica. «El concierto de hoy ha sido medicina para el alma», decía una chica en las redes sociales.
Si todo esto induce a la perplejidad y al contraste con la realidad de médicos y enfermeras derrotados mentalmente en una Atención Primaria desbordada o las colas ante farmacias de gente desesperada por comprar un test de antígenos en algunas comunidades, no hay que sorprenderse. Forma parte del espectáculo de las últimas semanas, donde impera el sálvese quien pueda. Los gobiernos intentan dar algunas pistas, pero no son de mucha ayuda.
La historia de los viejos reinos de Castilla está llena de traiciones, porque en esa época no había mociones de censura o elecciones anticipadas para solventar las rencillas en la cúpula del poder. Y no hay traición más famosa que la de Bellido Dolfos, personaje con más leyenda que historia real del que se cuenta que asesinó por la espalda al rey Sancho II de Castilla en el sitio de Zamora en el año 1072. El monarca intentaba tomar por la fuerza la ciudad que le había correspondido a su hermana, la infanta Urraca, en el reparto dictado por su padre, Fernando I, y que Sancho quería anular para reunificar todos los reinos del patriarca fallecido. Salió mal.
La actual Castilla y León ya tiene a su Bellido Dolfos contemporáneo en la persona de su presidente, Alfonso Fernández Mañueco, que ha optado por engañar a su socio para asegurarse cuatro años más de poder del Partido Popular en la comunidad. Unos meses después de superar la mitad de su mandato y cumpliendo los deseos de la dirección de su partido, se ha olvidado de las promesas que ha hecho a Ciudadanos y ha clavado una espada –metafórica– entre los omoplatos de Inés Arrimadas.
Por la cara que tenía ella en su rueda de prensa del lunes, ha debido de doler. De hecho, es muy probable que Ciudadanos no se recupere ya de esta cuchillada a traición. Ha sido como ajusticiar a una presa agonizante.
En la película ‘Los siete magníficos’, Steve McQueen cuenta un chiste (bastante malo) sobre un tipo que cae desde el décimo piso de un edificio y que dice a los que le ven pasar en cada planta: «Hasta ahora, todo bien». Esa ha sido la postura por defecto de muchos gobiernos después de la primera ola en 2020 y en especial tras el éxito de la vacunación. Hasta ahora, todo va bien, estamos mejorando, este año es mejor que el anterior, el próximo será incluso mejor, no hay que alarmarse. Los gobiernos son optimistas por naturaleza. Vender pesimismo, a menos que sea inevitable, sería un reconocimiento de los errores propios.
Desgraciadamente para ellos, un virus no da nunca por perdida la batalla por su supervivencia. Como nos advirtieron los científicos, evoluciona, se adapta y mejora su capacidad de contagiar. Es lo que le mantiene vivo. Ómicron es su última respuesta a esa tensión permanente. Es también la confirmación de que las vacunas funcionan, pero que no son el final de esta historia interminable.
Pedro Sánchez dio este domingo un breve discurso sin preguntas de periodistas para anunciar que la situación no es tan alarmante como indican la explosión en el número de contagios y la constatación de que España vuelve a estar en una situación de riesgo muy alto por primera vez desde agosto. Ha decidido convocar una reunión con los presidentes autonómicos, pero no se celebrará este lunes, sino el miércoles. No le parece que la situación requiera de medidas urgentes si Moncloa espera tres días más para juntar a todos los gobiernos.
El Reino Unido registró este jueves 88.376 nuevos contagios por Covid. En un solo día. La cifra supone un récord con 10.000 casos más que el día anterior, que a su vez había sido otro récord, y un salto del 67% sobre la anterior cifra máxima que se remonta a hace dos semanas. Los consejeros científicos que asesoran al Gobierno advierten de que el aumento de casos por la variante ómicron va a ser espectacular y que existe el riesgo real de que coloque a la red hospitalaria en una «situación de serio peligro».
En Dinamarca, el récord de contagios se ha batido por cuarto día consecutivo. Los 9.999 casos registrados el jueves son también una cifra nunca alcanzada y un incremento del 128% con respecto a hace tres semanas. En casi toda Europa la sensación de alarma se extiende. En el plano individual, siempre que la gente esté vacunada, no parece que el riesgo para la salud sea tan grande como en 2020, pero colectivamente el miedo está justificado. Vuelve el temor a que hospitales y sistemas de salud se vean desbordados.
En toda Europa, pero no en toda Europa. Como sabemos, hay una aldea no gala –en realidad, tampoco es una aldea– que se resiste a seguir los criterios extendidos en la mayoría de los países, por los que un aumento repentino de los contagios obliga a adoptar medidas que limiten los contactos sociales. Evidentemente, es la Comunidad de Madrid, donde su presidenta nunca renunciará a su idea de que la economía es tan importante como la pandemia y de que un exceso de restricciones coarta la libertad de los ciudadanos. De los que no se mueren, claro. Las 16.000 personas que han fallecido en Madrid, según los datos oficiales confirmados, no están en condiciones de ejercer esos derechos.
Todo el mundo que cruza espadas con Isabel Díaz Ayuso acaba un tanto confuso con la utilidad que tiene en política no hacer promesas que sabes que no vas a cumplir o negar legitimidad democrática a tus adversarios. Estas cosas suelen pasar factura, sobre todo si te pillan más de diez veces, pero a la presidenta de Madrid todo le resbala, como si se hubiera hecho con el control absoluto de la derecha y buena parte de la extrema derecha en su comunidad y eso le garantizara el puesto de forma vitalicia. Pablo Casado lo ha probado en sus maltratadas carnes en las últimas semanas, aunque nunca pensó que Ayuso terminara propinándole el mismo tratamiento abrasivo que dedica a los que cuestionan desde la oposición sus decisiones sobre la pandemia, o la falta de ellas. Ahora Génova también se ha unido al numeroso grupo de enemigos de la libertad en el que están todos menos Díaz Ayuso y los que la idolatran.
La última escaramuza entre ambos ha venido por el veto de Génova a las cenas de Navidad del PP de Madrid. Ayuso pretendía asistir al mayor número posible de ellas para recibir el apoyo de las bases entregadas. Tampoco Evita Perón hacía ascos a escuchar el amor del pueblo que tanto merecía. El partido ha prohibido las fiestas por el aumento de los contagios y la presidenta ha tenido que ceder, aunque dejando claro que Casado se ha puesto del lado de los negacionistas de su éxito milagroso: «Quiero que quede claro que esto va en la dirección contraria a la política sanitaria que hemos defendido en la Comunidad, que es todo un éxito».
Así que Casado llegó el miércoles a la sesión del control en el Congreso rabioso por la constatación de que Díaz Ayuso siempre tendrá la última palabra y que la dedicará a minar la confianza de los militantes del PP en el liderazgo de su presidente. Tenía ganas de probar la sangre de Pedro Sánchez y de acusarle de todo lo impresentable que hay en nuestras vidas, excepto el último sorteo de la Liga de Campeones. Empezó a acumular agravios de distinto origen, calificó el lenguaje inclusivo de «chorradas» y acabó con un exabrupto con el que nos lo podíamos imaginar con un copa virtual de Soberano en la mano: «¿Qué coño tiene que pasar para que usted asuma alguna responsabilidad?».
Casado se refería a otro «qué coño» que le largó Sánchez hace tiempo a Mariano Rajoy en el pleno cuando este era presidente. Por tanto, lo llevaba preparado. Sonó ahora tan desesperado como sucedió en ese primer caso. Algo tenía que hacer para levantar el ánimo de la tropa de los escaños, que se debate entre el rechazo a Ayuso por sus constantes desafíos a la dirección del partido y la admiración por su uso de armas de destrucción masiva contra la izquierda.
Los diputados no le dejaron solo. Se levantaron como un solo hombre (y mujer) para aplaudir enfervorizados. Coño, ha dicho coño. Con dos cojones. Otra pieza de oratoria clásica para mear y no echar gota.
Convencido de que la política pasa por meter a su gran rival en prisión, hizo responsable a Sánchez de la polémica en Catalunya por la imposición de un 25% de horas lectivas en castellano en un colegio de Canet de Mar por una sentencia del TSJC. No en el plano político, sino penalmente. Casado amenazó con querellarse contra él si el Gobierno no obliga a la Generalitat a cumplir la sentencia. «Si no lo hace (a través de la aplicación del artículo 155), le denunciaremos por desobediencia».
Sánchez prefirió no referirse en ese momento al conflicto de la localidad catalana, en el que ni siquiera los dos partidos del Govern cuentan con la misma posición. A Inés Arrimadas sí le ofreció una respuesta en el terreno de los principios: «Este es un Gobierno que manifiesta la solidaridad con el hijo y los padres de la escuela de Canet. Y es un Gobierno que está comprometido con la legalidad democrática y que va a manifestar siempre que se cumplan las sentencias en firme del poder judicial». Suena bien, pero en este duelo político-cultural se necesita algo más que bellos principios.
Como Casado estaba muy acelerado, el tema de Canet de Mar no era el único con el que martillear. También recurrió a las «niñas prostituidas en Baleares», a la condena al exmarido de Mónica Oltra o al indulto a Juana Rivas. Puestos a aprovecharse de la tribuna parlamentaria para pasarse el Código Penal por ahí abajo, acusó a Rivas de cometer un delito y algo parecido con Oltra o alguien más en la Generalitat valenciana.
No había asunto que quedara fuera para denunciar una especie de cruzada contra los niños. En la política actual, utilizar a los niños puede sonar un poco fuerte, pero en absoluto inapropiado. Ante un juez, Casado diría que lo hace en defensa propia, porque de alguna manera tiene que defenderse de las acometidas de Ayuso.
En la derecha y extrema derecha, hay una intensa competición para hacerse con la primera posición en esa distopía en la que el castellano ha desaparecido en Catalunya o está a punto de hacerlo. El debate posterior de una moción de Vox hizo posible esa carrera en la que el cielo es el límite. No hay símil histórico que no se pueda utilizar. En las últimas horas, se ha comparado la situación de los castellanohablantes en esa comunidad con el apartheid de Sudáfrica o la segregación racial en EEUU. El diputado del PP Óscar Clavell picó muy alto el miércoles cuando dijo que el nacionalismo catalán es el «fascismo-comunismo del siglo XXI», lo que recuerda a los pilotos nazi-comunistas en ‘Los Simpson’ que se convirtieron en un célebre meme.
Eso son cosas de extranjeros. Por encima de todo, no hay nada como el producto nacional. Desde Catalunya, Ciudadanos temió verse sobrepasado y se ocupó de comparar a Canet con Ermua y la lucha contra la ETA. Y si es difícil encontrar 850 asesinados en Catalunya por las guerras lingüísticas es porque no se ha buscado lo suficiente. Al final, en el debate Julio Utrilla, diputado de Vox, les ganó a todos. Se adelantó a las críticas que pudiera recibir el partido de extrema derecha por atacar la convivencia y sostuvo que «eso mismo decían en los guetos judíos los colaboracionistas con los nazis».
El Memorial de Auschwitz ya ha tenido que recordar a los antivacunas que se comparan con los judíos europeos de los años 30 que su actitud es vergonzosa y «un triste síntoma de decadencia moral». Anda que si supieran que en ciertos círculos políticos en España se considera un síntoma de fortaleza democrática.
Ruedas de prensa para presentar su último libro. Aparición en el programa de humor ‘El Hormiguero’. Comparecencia en la comisión de investigación de la operación Kitchen. Mariano Rajoy está teniendo una actividad muy intensa en los escenarios en lo que parece ser su despedida ya definitiva del mundo de la política. Además del interés lógico de vender su libro, el expresidente se ha mostrado como el jubilado que ya no tiene interés en recordar las cosas malas de su pasado, porque a estas alturas qué más da. Y si le aprietan un poco, siempre puede recurrir al humor que consiste en decir a todos que la vida es dura y que no conviene ponerse nervioso. Es un punto de vista cínico, pero le vale para fingir que nunca existió el caso Gürtel ni su juicio, o que el caso Bárcenas tenía que ver sólo con Bárcenas, y no con el Partido Popular. Y para todo lo demás, un chistecillo con el que pasar el rato.
Si no le importaba mucho la realidad cuando era presidente del Gobierno, cómo le va a interesar ahora que se dedica a ganar dinero como registrador de la propiedad y a disfrutar de la familia y los amigos.
En su declaración ante la comisión Kitchen, demostró dos facetas de su pasado como parlamentario: pasar por los temas por encima y sólo endurecer el discurso si le aprietan un poco. Lo tenía fácil en las preguntas sobre las supuestas llamadas o contactos que tuvo con el comisario Villarejo cuando un grupo de policías estaba buscando las pruebas que Luis Bárcenas tenía contra el PP, no para presentarlas precisamente en un juzgado. El policía que ha regado la política española con el contenido de las grabaciones que hizo en secreto nunca ha mostrado una prueba de que esas llamadas existieran.
Otros mandos policiales han declarado en el juzgado detalles sobre la operación Kitchen que confirman su existencia. Son testimonios relevantes al proceder de personas que tuvieron un papel significativo. Ante eso, Rajoy se acoge al derecho a no saber nada sobre asuntos que se están investigando en estos momentos a menos que haya una sentencia firme y corroborada por el Tribunal Supremo, que todavía no existe. Pero sobre hechos delictivos que ya están juzgados ofrece el mismo nivel de negación de la realidad, que sólo es una continuación de lo que llevan tiempo haciendo los dirigentes de su partido.
Es el caso de la existencia de la caja B del PP, alimentada por donaciones de empresarios, que servía para abonar todo tipo de gastos, incluida la costosa rehabilitación de la sede de Génova. «No hay ningún tribunal que haya afirmado que hubiera una caja B del PP», dijo el lunes. El desmentido no puede ser más tajante ni más falso. Hay tres sentencias sobre dos casos (Gürtel y reforma de la sede) que la mencionan como un hecho demostrado. Edmundo Bal, de Ciudadanos, le leyó un fragmento de la página 1.077 de la sentencia del Tribunal Supremo sobre Gürtel que define la existencia de la caja B como «prueba de cargo válida y suficiente». Dio completamente igual.
Su postura se diferencia algo de la habitual en la dirección del PP ante estos casos de corrupción. En primer lugar, se dice que no existió. Cuando se demuestra, se dice que eso pertenece al pasado. Rajoy no puede asumir la segunda posición, porque él es el pasado. Ahí ya sólo queda refugiarse en la mentira o en disquisiciones jurídicas con las que él pega un manguerazo para que el terreno de juego sea impracticable.
A lo largo de la investigación de la corrupción de Kitchen, varios medios de comunicación han citado a fuentes de la actual dirección del PP que afirmaban con otras palabras que no se iban a comer el marrón que habían dejado Rajoy y Jorge Fernández Díaz. Pero este lunes tocaba guardar las formas y arropar a su antiguo líder. Por eso, quien intervino en nombre del partido no fue su portavoz habitual, sino la portavoz del grupo parlamentario, Cuca Gamarra. Hizo lo que el primero ha hecho siempre: despreciar la existencia de la comisión como un intento de manchar la inmaculada reputación del PP.
Que la comisión haya coincidido con la instrucción del caso ya dejaba claro que no iba a servir de mucho. Aun así, tiene que ver con presuntos delitos cometidos por los responsables políticos del Ministerio de Interior y parte de la cúpula policial. A Gamarra no le pareció que eso sea motivo suficiente –»aquí no se busca la verdad»– y eso que ella ha reclamado en esta legislatura que se pongan en marcha comisiones de investigación sobre la hospitalización del líder del Frente Polisario en España y la subvención a la compañía aérea Plus Ultra.
Lo que ocurrió con Kitchen en el intento de acabar con las pruebas que pudiera tener Bárcenas contra el PP es muy grave, pero, con Rajoy en cancha con ganas de no contar nada, era inevitable que intentara reconducir el interrogatorio con rajoyismos o sarcasmos. Le mencionaron que algunos comisarios le llamaban El Barbas o El Asturiano. «A mí, como si me llaman El Chino» (toque de batería después del chiste). Frases retorcidas que intentan ser claras a través de la confusión: «Yo vengo aquí a responder a las preguntas que ustedes me hacen y tengo que decir la verdad. Es muy fácil decir ‘usted dice esto, pero no es verdad’. ¿Y entonces cómo demuestro yo que es verdad lo que digo?» (doble toque de batería).
Sólo se calentó con algunas preguntas de Gabriel Rufián. El portavoz de ERC fue al cuello desde el principio: «¿Por qué miente?». Rajoy pensó que podía responder con las mismas. «Aquí el que miente es usted». El método de interrogatorio duro tampoco fue muy útil. En seguida Rajoy volvió al terreno de la comedia: «No se dé por aludido, que se vive más feliz».
Hubo un momento antes en que el chiste y la política se dieron un abrazo como si fueran solo uno. La portavoz de Unidas Podemos, Sofía Castañón, se refirió a la serie ‘Venga Juan’ en la que Javier Cámara interpreta a un político español tan inepto y mediocre que resulta divertido. Patéticamente divertido. Castañón citó una escena en que alguien destruye un ordenador con una llave inglesa, lo que recuerda a los ordenadores de Bárcenas que fueron formateados a lo bestia en Génova. La serie utiliza lo peor de la política para reírse de ella en un ejemplo típico de humor negro. No estaba muy clara la intención de Castañón al sacar este ejemplo, porque inmediatamente después le preguntó por Villarejo.
Todo lo que estamos viendo, lo que cuenta este artículo, lo que informan los medios, sólo es el borrador de futuras entregas de series televisivas. Hay tiempo para mejorar el guion, pero ya será sin Mariano. Perdemos las risas y entramos en otro mundo. Casado también niega la corrupción que apareció en el PP y lo más gracioso que ha hecho en política es dejarse barba.