«Hemos creado un monstruo», dicen varios periodistas franceses en reportajes publicados sobre el ascenso del ultraderechista Éric Zemmour en los sondeos de cara a las elecciones presidenciales de abril de 2022. Sin ningún partido detrás, sin haberse presentado aún como candidato, armado con un libro de gran éxito y una incesante presencia en los medios de comunicación, este periodista de 63 años disputa a Marine Le Pen el segundo puesto en las urnas que le daría el paso a la segunda vuelta frente al actual presidente, Emmanuel Macron. La visión alternativa se resume en afirmar que ese «monstruo» está en la calle y que los periodistas no pueden ignorarlo.
El debate supera los límites de la política francesa. Ocurrió lo mismo cuando Donald Trump venció en las primarias republicanas y luego en las elecciones de EEUU. Demostró que la cobertura negativa no tiene por qué perjudicar a algunos políticos o partidos. Es más, les hace más conocidos y refuerza su atractivo entre sus bases. Lo mismo en el caso de Vox en España y otros partidos de extrema derecha en Europa. El cóctel parece imbatible: máxima hostilidad contra los periodistas y máxima rentabilidad por la cobertura que reciben. Vox los llama activistas o incluso terroristas, a pesar de que se ha beneficiado del espacio privilegiado que le dieron algunos medios antes de convertirse en la tercera fuerza política del país.
Al final, las encuestas terminan cerrando la discusión. La táctica de la avestruz nunca ha sido algo que un periodista pueda defender. El precio es que ideas que hace unos años se consideraban aborrecibles por su contenido xenófobo y racista terminan ocupando la primera línea del debate político. Y a partir de ahí, ya no hay vuelta atrás.
En una visita el 20 de octubre a la feria de armamento y seguridad Milipol, Zemmour se hizo fotos cogiendo sin mucha maña un fusil de francotirador. No se le ocurrió otra cosa que levantarlo para apuntar a un reportero. Entre risas, dijo: «Ya no se ríe, ¿eh? Retroceda». Sabe que no cuenta con muchos partidarios entre los periodistas y lo utiliza en su favor. Le encanta escandalizarlos, porque es consciente de que recogerán y amplificarán cada una de sus frases. Sabe que sus seguidores celebran esos gestos, porque consideran a los medios de comunicación parte de esa ‘Francia oficial’ que ha arrastrado al país a la decadencia.
No hay castigo para tal actitud. Zemmour ha absorbido casi todo el oxígeno existente en el espacio mediático en los últimos meses. El observatorio de medios Acrimed contabilizó en septiembre 4.167 apariciones suyas en titulares, es decir, 139 al día, a lo que había que sumar su continua aparición en las portadas. En los programas matutinos de France Inter de ese mes, no se le entrevistó pero dio igual. A los invitados, se les preguntó sobre Zemmour en doce de las 35 entrevistas, tanto sobre sus posibilidades de ser elegido como sobre sus opiniones. Él no estaba presente en el plató, pero sí sus ideas.
Las encuestas han sido el instrumento con el que los medios justifican la dieta Zemmour. En las últimas, recibe entre el 15% y el 17%, un porcentaje similar al de Marine Le Pen, que hasta el final del verano creía tener asegurado como mínimo el segundo puesto por detrás de Macron. Pero hay momentos en que la excusa pierde valor. «Su subida del 10% al 11% fue objeto de numerosos debates y comentarios en los canales de noticias de 24 horas. Teniendo en cuenta que no es un candidato y que los márgenes de error en este tipo de ejercicios son grandes, resulta desconcertante el sentido de informar de tal ‘avance'», ha escrito Lucie Delaporte en Mediapart.
Zemmour trabajó durante décadas en el diario conservador Le Figaro. En términos televisivos, se empezó a labrar un nombre hace quince años cuando aparecía cada semana en un programa de France 2. Su salto a la fama se produjo con sus intervenciones regulares en programas de CNews, una cadena de televisión de noticias que malvivía con otro nombre hasta que hace dos años decidió adoptar el estilo de la norteamericana Fox News y centrarse en los programas de opinión. El cambio le permitió doblar sus resultados de audiencia y hacerse especialmente influyente en la derecha francesa.
La resurrección de CNews fue obra de Vincent Bolloré, el empresario que controla el gigante audiovisual Vivendi. Bolloré siempre ha creído que los medios franceses están demasiado escorados a la izquierda y tiene fama de intervenir en los contenidos de las publicaciones de las que es propietario. Se ha hecho con el control del grupo Lagardère y aplicado los primeros cambios. La influyente revista Paris Match es uno de esos medios. Su director fue destituido recientemente y en la redacción muchos lo achacan a un artículo que calificaba a Zemmour de «profeta del desastre» y a la decisión en septiembre de poner en portada una foto del periodista, que está casado, abrazado en una playa a su directora de campaña, Sarah Knafo.
Zemmour está tan obsesionado por la inmigración como Marine Le Pen, Donald Trump o Santiago Abascal. Está firmemente convencido de que Francia ha perdido su espíritu por culpa de una «invasión» musulmana y una élite política que sólo se preocupa por su bienestar material. Le indigna que tantos franceses pongan a sus hijos el nombre de Mohamed y pretende recuperar una ley del siglo XIX que obligaba a elegir nombres de pila franceses. Su penúltimo libro se titulaba ‘El suicidio francés’. El último, que le sirve de plataforma para su candidatura presidencial y que por ello debía tener una intención menos agorera, se llama ‘Francia no ha dicho su última palabra’. Ha vendido cerca de 150.000 ejemplares en unos meses y ocupa el segundo puesto en la lista de este año en el Amazon francés.
— PLANTU Officiel (@plantu) September 19, 2021
Al igual que Vox, suscribe en su libro la teoría de la conspiración del «gran reemplazo» –también extendida en la ultraderecha de EEUU– por la que los europeos blancos están siendo sustituidos por individuos de otras razas con la intención de poner fin a la civilización cristiana. Afirma que el departamento de Sena-Saint Denis, vecino del de París, que fue «el corazón histórico de Francia y donde se encuentran las tumbas de sus reyes» ha pasado a ser «un enclave sometido a las normas de Alá».
Es un mensaje similar al de Santiago Abascal, que ha hablado en mítines de la «agenda de sustitución poblacional», un concepto similar al de Zemmour. «Quieren que entren anualmente en España entre 190.000 y 250.000 inmigrantes hasta 2050. Hasta ocho millones de personas», dijo el líder de Vox en mayo en un mitin en Sevilla. Ambos acusan a las «élites globalistas» de ser responsables de esta traición.
«No he olvidado a Napoleón», ha dicho Zemmour, siempre dispuesto a recuperar el pasado imperial de Francia. Si Vox inicia una campaña electoral en Covadonga para recordar a Pelayo, el francés viaja a Rouen, la ciudad donde Juana de Arco fue quemada en la hoguera, para glosar a la heroína de la guerra contra Inglaterra, aunque en realidad pretende echar la culpa a otros franceses seis siglos después: «Las élites estaban a favor de los ingleses porque pensaban que era la mejor forma de conseguir el poder en Europa».
Se trata de una versión francesa de la ‘Dolchstosslegende’, la leyenda de la puñalada por la espalda con la que la derecha alemana y luego los nazis achacaron la derrota en la Primera Guerra Mundial a una supuesta traición interna protagonizada por socialistas y judíos. Zemmour, que es judío de una familia procedente de Argelia, es capaz de negar la realidad histórica y afirmar que la Francia de Vichy ayudó a salvar a judíos de los nazis, cuando el régimen colaboracionista de Petain deportó a 75.000 refugiados judíos y ciudadanos franceses a los campos de exterminio de Alemania. Menos de 2.000 sobrevivieron. Eso supone alcanzar un nivel de revisionismo que la mayoría de partidos y medios han rechazado por considerarlo detestable. Sin embargo, su discurso entra en todos los medios, bien para informar de ello o para refutarlo, y algunos políticos no tienen inconveniente en participar en esa ceremonia mediática.
Jean-Luc Mélenchon, de la izquierdista Francia Insumisa, aceptó participar en un debate televisivo retransmitido por la cadena BFMTV en septiembre, una cita a la que se han negado otros dirigentes. No es que el encuentro le fuera de mucha utilidad –sigue anclado en los sondeos entre el 8% y el 11% que no le da ninguna posibilidad de pasar a la segunda vuelta–, pero a la cadena le fue muy bien. Consiguió la segunda mayor audiencia de su historia desde su fundación en 2005.
Ya lo dijo en abril de 2016 Leslie Moonves, presidente de CBS, en relación al ascenso de Trump y su efecto en las audiencias y los ingresos en anuncios para su cadena: «Puede que no sea bueno para Estados Unidos, pero es muy bueno para CBS».
Pocos políticos quieren ahora compartir escenario con Zemmour. Ese debate fue una excepción. «Ni su misoginia, ni su homofobia, ni su islamofobia, ni su revisionismo impiden que un canal de noticias como BFMTV lo invite y a Mélenchon debatir con él. El candidato racista Zemmour, legitimado», denunció el periodista Jalal Kahlioui.
En una campaña que parecía condenada a la repetición del duelo Macron-Le Pen, la irrupción de Zemmour ha cambiado los planes de los actores políticos. De entrada, sus declaraciones explosivas, como las de Trump en EEUU en 2016, están en todos los sitios. La pasión por buscar el clickbait en los medios digitales, siempre correspondido por la audiencia, y el miedo a ocultar las nuevas tendencias políticas han convertido a los periodistas en inevitables cómplices de su estrellato. Marine Le Pen debe de estar pensando que, a pesar de su intención de moderar los mensajes, nunca tuvo las puertas tan abiertas en los medios de comunicación. Zemmour lo ha conseguido y lo ha hecho llevando el mensaje reaccionario hasta las posiciones más extremistas.