La final de la Copa nos ha deparado otro espectáculo deplorable de la utilización de instituciones del Estado en favor de la posición política del partido del Gobierno. No se trataba de impedir que se vulnerara una sentencia del Tribunal Constitucional. Era algo menos dramático. La policía tenía órdenes de que nadie entrara en el estadio con una prenda de color amarillo. La seguridad del Estado estaba en peligro por razones de tipo estético.
Las personas que llevaban esa ropa pretendían llevar a cabo un gesto de disidencia política en un lugar público, en este caso en apoyo de la causa independentista catalana. Aparentemente, eso es algo que el ministro de Interior no podía tolerar. Vivimos en una democracia en la que el responsable de la Policía y la Guardia Civil decide qué ideas pueden defenderse en la calle.
Se ha alcanzado un nivel de ridículo que no se puede desdeñar como la forma en que los políticos mediocres se ponen en evidencia y abusan del poder en sus manos. Estamos en manos de idiotas no vale como reacción, aunque es tentadora.
Indignación entre los aficionados afectados: «Esto es la libertad de expresión» https://t.co/TK4DeuJfBS#FinalCopa pic.twitter.com/6Q8Z1mMBeR
— laSexta|Deportes (@DeporteslaSexta) 21 de abril de 2018
Los símbolos importan en democracia, nos dicen con frecuencia. Las formas. El respeto a las formas, sobre todo si se trata de instituciones. Puede ser así, pero los derechos son mucho más importantes. Los de todos. No sólo de los que respetan la ley, dan siempre los buenos días y piden todo por favor. No hay democracia, o la hay de una calidad muy baja, si la minoría no puede expresar sus ideas y sus símbolos, incluso si lo hace de forma ruidosa o provoca una convulsión política. La policía no puede arrogarse el derecho de elegir qué símbolos son permisibles y cuáles no.
Ante algo que le parece ofensivo, todo el mundo siente la tentación de preferir que estuviera prohibido. La tolerancia es un virtud complicada de ejercer con alguien cuya conducta nos parece reprobable, ante la que se nos escapa la palabraintolerable. Ese desliz lingüístico es comprensible, a menos que utilicemos ese concepto en su sentido más literal. Porque si sólo toleramos a los que piensan como nosotros, no hay democracia bajo la que cobijarnos.
Este artículo escrito en 2016 explicaba el dislate que suponía la prohibición de banderas esteladas en actos deportivos. Este párrafo es importante:
«Dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), y no se corta un pelo la lengua, que la libertad de expresión se predica «no solo de ideas o informaciones recibidas con agrado o consideradas inofensivas o con indiferencia, sino también a aquellas que ofenden, impactan o perturban. Esas son las necesidades de pluralismo, tolerancia y apertura sin los cuales no hay una ‘sociedad democrática'».
La lección que nos da ese argumento del tribunal vale para camisetas amarillas, banderas con gallina, raperos cabreados, tuiteros adictos a comentarios aberrantes, chistes de Carrero, tuits de la Fundación Franco, etc, etc, etc.
Cada uno está en condiciones de elegir su ejemplo favorito. Algunos de ellos, y otros muchos más, pueden ponernos a prueba a todos nosotros de una manera u otra. Confiamos en que los responsables políticos tengan más sangre fría que los demás ciudadanos y sepan que los derechos no se respetan en función de conveniencias políticas. Que sean conscientes de que los enunciados bastante generales de muchas leyes no se escribieron así para encontrar resquicios en los que colar medidas represivas.
En España, no tenemos esa suerte. Y con independencia de las ideas de quien haga el comentario, eso lo dice todo de la calidad, o falta de ella, de nuestra democracia.
Publicado en Zona Crítica.