Donald Trump es un hombre de verbo suelto a la hora de atacar y despreciar a sus rivales. Educado en el mercado periodístico de Nueva York, siempre se ha mostrado dispuesto a producir todo tipo de invectivas contra sus enemigos, reales o ficticios. Y nunca se ha cortado al dar nombres.
En su versión más reciente como candidato y presidente, ese talento se ha multiplicado. ¿Hillary Clinton? Corrupta hasta la médula. ¿Jeb Bush? Perezoso, pusilánime. ¿Marco Rubio? Little Marco. ¿John McCain? Prefiero los héroes que no son hechos prisioneros? ¿Los periodistas? Fake news, mentirosos, la gente más deshonesta que te puedas encontrar. ¿CNN? Lo anterior multiplicado por diez. ¿El NYT? Failed NYT, sin futuro, ahogado por las pérdidas. ¿El exdirector del FBI Comey? Mentiroso, responsable de graves filtraciones.
La lista es larguísima. Incluye también miembros de su propio Gabinete, como el fiscal general Sessions, cuyo pecado fue no haberle comunicado antes del nombramiento que iba a recusarse en todas las investigaciones relacionadas con Rusia (cómo podía saber que iba a hacer eso es un misterio). O el líder de los republicanos en el Senado, por no haber conseguido este verano que se aprobara la contrarreforma sanitaria. Da igual que seas republicano o demócrata. si te cruzas en el camino de Trump, tendrás noticias de él.
Tanta incontinencia verbal tiene una línea roja que Trump no suele cruzar desde que se metió en política. Nunca ha criticado o denunciado de forma directa a los grupos ultraderechistas, neonazis o racistas (en EEUU el término ‘supremacista blanco’ es sinónimo de racista).
Tras lo ocurrido en Charlottesville, tuvimos otro ejemplo de esta reserva. En su declaración inicial en Twitter y en unas breves palabras ante los medios de comunicación, condenó la violencia en términos genéricos adjudicando la responsabilidad a «los dos lados». En la tarde del domingo, la Casa Blanca envió por email un comunicado con el que explicaba que también se refería a «supremacistas blancos, el KKK, neonazis y todos los grupos extremistas». Pero el comunicado no estaba escrito en su nombre.
El mensaje nacionalista, aislacionista y xenófobo de Trump desde los inicios de su campaña encontró un apoyo rotundo en grupos de la extrema derecha habitualmente alejados del Partido Republicano (no tanto en algunas zonas del Sur). Resultó inmensamente efectivo para los intereses de Trump, una persona que no ha votado en varias ocasiones a lo largo de su vida, en especial entre los muy conservadores votantes de religión evangélica –un sector de votantes mucho más numeroso que los neonazis–, a los que no les preocupó la escasa moralidad personal del candidato en su vida matrimonial.
Pero los ultraderechistas resultaban mucho más útiles en las trincheras de la campaña, produciendo material favorable a Trump y adaptando su mensaje racista de siempre a las prioridades marcadas por el millonario. La idea de que los programas de discriminación positiva en favor de las minorías –que nunca gustaron a los republicanos– habían terminado perjudicando a los blancos, ahora supuestamente una minoría amenazada. El rechazo al feminismo y la victimización del hombre blanco. Los ataques a lo que llaman «políticamente correcto» como coartada para seguir abusando de las minorías que, por no ser blancos, no son auténticamente estadounidenses. El odio a la inmigración, sobre todo si viene de México.
Todos esos prejuicios o ideas extremistas fueron recogidas por Trump en su campaña, de la forma caótica que le caracteriza, pero también sin dejar lugar a dudas. Empleaba el lenguaje que los más fanáticos llevaban tiempo usando sin tener hasta entonces ningún candidato de los dos grandes partidos que lo simbolizara de forma satisfactoria para sus intereses.
Ese sentimiento de excitación ante los progresos de Trump en las primarias republicanas, y la euforia tras su victoria en noviembre, quedan bien resumidas en las palabras de Rocky Suhayda, presidente del Partido Nazi Americano (las mayúsculas en el original): «Tenemos una fantástica OPORTUNIDAD aquí, amigos, que quizá nunca se repita. Las declaraciones de la campaña de Donald Trump, nos MUESTRAN que ‘nuestras ideas’ NO son tan ‘impopulares’ como la gente de la Corrección Política ha contado a todos».
Trump estaba blanqueando las ideas de la extrema derecha y convirtiéndolas en respetables en la medida de que resumían el mensaje del que podía ser, y lo fue, el candidato de los republicanos.
A los elogios a Trump se sumó en las primarias David Duke, exlíder nacional del Ku Klux Klan que alcanzó cierta notoriedad en los 90 al conseguir ser el candidato republicano al cargo de gobernador de Luisiana. Duke afirmó en su programa de radio que «votar contra Trump es traicionar tu herencia cultural» y animó a sus oyentes a convertirse en voluntarios de su campaña.
Cuando preguntaron a Trump si aceptaba ese apoyo, el entonces candidato se hizo el loco y no le dio importancia. Dos días después le insistieron sobre lo mismo en CNN, y dijo no conocer a Duke: «No sé nada sobre David Duke. No sé nada sobre supremacistas blancos». Era falso. En el año 2000, en uno de sus tanteos sobre si se presentaba o no a las elecciones, sabía muy bien quién era Duke y que era un racista.
Reminder: In February 2016, Trump refused to condemn an endorsement from David Duke. https://t.co/RDh2PjWmQ0 pic.twitter.com/l1gGbOLYo0
— Kyle Griffin (@kylegriffin1) 13 de agosto de 2017
Trump sabía que su mensaje conectaba con ciertos sectores fanáticos muy activos en Internet. No era sólo el candidato que se enfrentaba a la odiada Hillary Clinton. Era además el que simbolizaba sus ideas y que mostraba una actitud ambivalente hacia la violencia en los mítines, como cuando añoraba la época en que cualquiera que intentaba reventar un acto político, como muchos lo hicieron en sus mítines, se llevaba una buena tunda antes de que lo echaran del local.
Además, Trump sí tenía un pasado racista. Como promotor inmobiliario, fue demandado por el Departamento de Justicia en 1973 por su política para impedir que hubiera inquilinos de raza negra en los edificios que gestionaba en Nueva York. Con ocasión de un crimen especialmente salvaje –la violación múltiple de una mujer blanca mientras corría en Central Park–, pidió la pena de muerte para los acusados, la mayoría negros, en un anuncio a toda página en el NYT. Cuando se demostró que eran inocentes, insistió en su culpabilidad. Su padre había sido detenido en 1927 en un enfrentamiento de centenares de simpatizantes del KKK con policías de Nueva York, aunque al final no se presentaron cargos contra él.
Si había alguna duda, Trump la despejó en el discurso de su toma de posesión el 20 de enero. Enarboló la bandera del «America First», la expresión que movilizó a los aislacionistas de extrema derecha para oponerse a la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial contra los estados fascistas. Música para los oídos de los ultras. Trump siempre ha sido SU candidato y el presidente ha devuelto el favor con creces.