Hay algo que no se le puede negar a Alexis Tsipras: el tipo es valiente. Después de aceptar lo que para mucha gente fuera de Grecia supuso una rendición ante la troika, no ha intentado resistir en su despacho con el argumento de que aún restan más de tres años de legislatura. En su discurso de la noche del jueves, dijo que siente que tiene «una obligación moral de presentar este acuerdo a la gente para que sean ellos los que decidan», y que den su veredicto sobre «lo que yo he conseguido y mis errores». Y de ahí la convocatoria de las segundas elecciones en este año.
No es eso lo que hicieron los gobiernos anteriores de Grecia cuando aceptaron los dos rescates anteriores impuestos por las instituciones europeas. Tampoco fue esa la decisión de Zapatero después de poner en marcha un plan de austeridad en mayo de 2010 que vulneraba sus promesas electorales. En teoría, después de una derrota política de tales dimensiones ningún gobernante tiene valor para enfrentarse a un destino incierto en las urnas.
Dicho esto, hay que recordar que Tsipras no tenía muchas más opciones a causa de la división interna en el partido. Los dirigentes del ala más izquierdista de Syriza prometieron después de la primera votación sobre el acuerdo con la troika que seguirían apoyando al Gobierno. No es eso lo que ha ocurrido. Desde entonces, y hasta cierto punto era inevitable, han continuado con su rebelión contra todas las nuevas medidas. Hace una semana, Panayiotis Lafazanis –exministro de Energía y líder de la corriente Plataforma de Izquierda– anunció la formación de un movimiento contra el rescate, es decir, en línea de colisión directa contra Tsipras. Poco después, dejó claro que no tenía la intención de votar a favor de una moción de confianza al Gobierno, que era una de las alternativas que estaba barajando el primer ministro.
Syriza ya no era un partido, sino como mínimo dos, y esa era una realidad que no podía ignorarse por más tiempo. Tsipras sabía que tenía en su contra a la mitad de los miembros del Comité Central de Syriza y que había no menos de 30 diputados que no le apoyaban. Con menos de 120 diputados bajo su disciplina en una Cámara de 300, no podía garantizar la estabilidad de su Gobierno, que dependía para las votaciones relacionadas con la política económica del apoyo de Nueva Democracia, Potami y el Pasok. La legislatura había tocado a su fin.
Esperar hasta octubre, cuando la UE hará la primera revisión del tercer rescate era un riesgo excesivo. Nadie sabe cómo reaccionarán Alemania, el BCE y la Comisión en ese momento. Cada tramo de la ayuda concedida –no lo olvidemos, para que Grecia pague sus deudas, no para salir de la crisis– está condicionado a que se ejecuten las medidas pactadas. En ese momento, un no de la troika caería sobre un Gobierno mucho más debilitado que ahora.
Con su decisión del jueves, Tsipras lanza el desafío definitivo contra Plataforma de Izquierda. Si quieren guerra, tendrán que formar un nuevo partido o intentar expulsar de Syriza al primer ministro. Las encuestas –que hay que tomar con sumo cuidado a causa del escenario tan cambiante de la política griega– indican que la Syriza de Tsipras mantiene un alto grado de apoyo por encima del 40%, que incluso podría concederle la mayoría absoluta. A la Syriza de Tsipras, no a la Syriza de Lafazanis. Si existe la Syriza de Varufakis, si el exministro de Finanzas se decide a convertirse en el líder de los rebeldes, quizá haya que variar el pronóstico. Pero no sería descabellado pensar que Varufakis es más popular en la izquierda europea que en la griega.
El factor que decidirá el resultado electoral reside en saber quién hará el relato definitivo de los acontecimientos de los seis últimos meses, el que convenza a la opinión pública griega. Tsipras cuenta con algunas cartas sólidas en su poder –lo que he contado en el primer párrafo– y otras mucho más endebles, como su idea de que el tercer rescate era el «mejor acuerdo que se podía obtener» o que era más favorable que lo que ofrecía la troika antes del referéndum.
Ahora tiene un aliado improbable en la directora del FMI. Lagarde ya no se esconde. Sin una reducción significativa del peso de la deuda, este último acuerdo fracasará, ha dicho. Este es un giro de la trama de la crisis griega que no esperábamos que se produjera tan pronto: Tsipras y Lagarde, en el mismo barco. A buen seguro que el líder de Syriza lo empleará como oferta al electorado de cara al futuro.
Hay un hecho que se ignora una y otra vez desde fuera de Grecia. Tsipras no puede crear su propia realidad y tiene que respetar los sentimientos de la opinión pública griega. Nunca tuvo un mandato, ni siquiera después del referéndum, para sacar al país de la eurozona, porque los griegos se oponen a ese salto hacia lo desconocido. Economistas muy inteligentes pueden decir que es muy posible que a Grecia le hubiera ido mejor, o como mínimo igual, si hubiera abandonado la eurozona en 2010 con el apoyo necesario de la UE.
Pero esos economistas no tienen que ganar las elecciones en Grecia. Ni ellos ni los dirigentes y votantes de los partidos españoles, ni ninguno de los que no hemos sufrido las consecuencias del hundimiento brutal de la economía de ese país en los últimos cinco años.