Dos avispados emprendedores (por llamarlos de alguna manera) lanzan un calendario con fotos de chicas israelíes que están realizando el servicio militar con la intención de obtener dinero para lanzar una línea de ropa. No es una mala decisión empresarial. Responde a la imagen que la sociedad israelí ha ido desarrollando a lo largo de años en relación a su Ejército, las misiones que le encomiendan y el orgullo nacional porque ese poder le permite ignorar la realidad actual y el futuro.
Las armas y los cuerpos se confunden. Ambos son máquinas de matar.
La guerra es sexy en Israel. Levanta el ánimo a la gente en los buenos momentos y en los malos. Ayuda a olvidar que hay decisiones políticas complejas y difíciles que esa sociedad debe afrontar. En última instancia, queda el recurso de empezar a disparar. Quizá haya que pagar un alto precio en bajas propias, pero los otros lo pasarán mucho peor. Si en el otro bando son numerosos los civiles muertos, la culpa es de ellos por haber provocado a la bestia.
Lo que ha ocurrido en los últimos años, los ataques sobre el sur de Líbano y Gaza, han dejado un sabor amargo, porque la victoria no ha sido total. Raramente las guerras asimétricas dan lugar a resultados claros. El enemigo sólo tiene que resistir, encajar el golpe y estar en condiciones de seguir luchando un día más. Pero eso no se entiende en Israel, donde aspiran a que el Ejército solucione los problemas que la política se niega a asumir. Eso obligaría a negociar, a ceder en algunos aspectos, a pagar un precio político.
Los resultados inconclusos de esas guerras dejan confundidos a políticos y medios de comunicación. Por eso, es habitual encontrar artículos en los que el autor se pregunta cuándo empezará la siguiente. Sin victoria total, sin una ofensiva que destruya para siempre a Hizbolá o a Hamás, el orgasmo es incompleto. Es un mal polvo.
La única manera de superar la frustración es echar un vistazo al calendario. A falta de sexo satisfactorio, siempre está la opción de la masturbación.