Quince mil personas abarrotan el WiZink Center en el barrio de Salamanca en Madrid. Se mueven juntos, saltan y cantan las canciones favoritas de su ídolo con toda la fuerza de sus pulmones. «Acabo de llegar del concierto de Dani Martín directamente sin voz», dice un entusiasmado asistente en Twitter. Otro no oculta su alegría y agradecimiento al músico y anuncia que se ha «dejado la puta voz» cantando. La cuenta oficial del recinto destaca que el cantante es el primer artista que ha llenado cinco veces el pabellón «en un mismo año y en una misma gira». El primer concierto se celebró hace un mes y también vendió todas las entradas. Este último tuvo lugar el miércoles, el mismo día en que la incidencia de contagios en los últimos 14 días en la Comunidad de Madrid llegó a 2.224 (en la ciudad era de 1.747), una cifra nunca antes alcanzada. Ómicron no parece ser incompatible con la música pop para multitudes.
Cantar a grito pelado es una de las formas conocidas con la que es más fácil traspasar el virus en un recinto cerrado. También es una manera de comulgar en los conciertos masivos con la estrella en un oficio que no es del todo religioso. Y –esto no se puede negar– un subidón de adrenalina y placer, un medicamento para la salud mental que no necesita receta médica. «El concierto de hoy ha sido medicina para el alma», decía una chica en las redes sociales.
Si todo esto induce a la perplejidad y al contraste con la realidad de médicos y enfermeras derrotados mentalmente en una Atención Primaria desbordada o las colas ante farmacias de gente desesperada por comprar un test de antígenos en algunas comunidades, no hay que sorprenderse. Forma parte del espectáculo de las últimas semanas, donde impera el sálvese quien pueda. Los gobiernos intentan dar algunas pistas, pero no son de mucha ayuda.
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