Hace unos días, preguntaron a la vicepresidenta del Gobierno en la rueda de prensa del viernes sobre la crisis de los refugiados en Europa. Sáenz de Santamaría, número dos de un Gobierno que redujo al mínimo la cuota de refugiados que quería asignarle la UE, procedió a propinar un largo parlamento a los periodistas sobre la experiencia de España, es decir, de sus gobiernos, en ocuparse de la inmigración que llega de fuera. Sí, de la inmigración.
Insistió en varias ocasiones en defender las virtudes de la «solución en origen». Eso consiste en «invertir en países de origen o tránsito». Para que se entienda mejor: sobornar a gobiernos extranjeros para que impidan la llegada de inmigrantes. Todo lo demás, dijo, son «soluciones conyunturales».
Es revelador que una licenciada en Derecho y abogada del Estado afirme que cumplir la ley –el derecho internacional, en este caso– es una solución «coyuntural».
La confusión entre refugiados e inmigrantes es algo más que un desliz de políticos o periodistas. Como en tantas otras ocasiones, el lenguaje no es inocente. Se presenta a todos juntos con la intención de que la opinión pública no exija a los Gobiernos una política más solidaria, o sencillamente que cumplan las obligaciones aceptadas por España.
Hace unos días, ACNUR se vio en la necesidad de publicar un texto que establece las diferencias:
«Los refugiados son personas que huyen de un conflicto armado o persecución. A finales de 2014, había 19,5 millones de ellos por todo el mundo. Su situación es a menudo tan peligrosa e intolerable que tienen que cruzar fronteras para buscar la seguridad en los países vecinos, y en ese caso se convierten en «refugiados» reconocidos internacionalmente, con acceso a ayuda de estados, ACNUR y otras organizaciones. Se les reconoce así precisamente porque para ellos es demasiado peligroso volver a casa, y necesitan un santuario en el exterior. Son gente a la que la negativa a conceder asilo supone consecuencias potencialmente mortales.»
Los refugiados están protegidos por el derecho internacional, continúa el texto de ACNUR, especialmente por la Convención sobre el Estatuto de Refugiados de 1951 y su protocolo de 1967. Definen quién es un refugiado y cuáles son sus derechos: «Uno de los principios más básicos en el derecho internacional es el que dice que los refugiados no deben ser expulsados o devueltos a situaciones donde su vida y libertad estén en peligro».
Por tanto, la existencia de refugiados presupone obligaciones para los gobiernos en los que se producen peticiones de asilo, al menos para los gobiernos que firmaron la convención de 1951. Si Rajoy dice que en España han aumentado las peticiones de asilo, no puede presentarlo como un gesto que otros países deberían valorar, sino como el cumplimiento de una obligación legal.
Rajoy y Santamaría no hacen más que recordar en todo tipo de asuntos que la obligación principal de un Gobierno es hacer cumplir la ley. A ellos hay que recordarles que también están obligados a cumplir los acuerdos internacionales firmados por España.
El texto de ACNUR prosigue con la definición de inmigrantes:
«Los inmigrantes deciden trasladarse no a causa de una amenaza directa de persecución o muerte, sino sobre todo para mejorar sus vidas y encontrar trabajo, o en algunos casos educación, la reunificación familiar u otras razones. A diferencia de los refugiados que no pueden regresar con seguridad a casa, los inmigrantes no afrontan tales problemas. Si deciden volver, continuarán recibiendo la protección de sus gobiernos».
ACNUR no dice que los inmigrantes deban ser expulsados, pero sí que su situación legal es diferente. Ahí son las leyes nacionales (o las normas comunitarias en el caso de la UE) las que rigen. Su tratamiento depende mucho de cuestiones nacionales, las necesidades económicas de los países receptores o lo que piense la opinión pública.
Los inmigrantes que llegan a un país extranjero por razones económicas no son siempre gente que busca un mejor destino económico sin más. Muchas veces se ven forzados por las circunstancias. No se trata de tener una vida mejor, sino de una más digna, como bien saben los españoles que emigraron durante décadas, al extranjero o dentro de las fronteras nacionales.
Al final, son también personas, una definición que no siempre se encuentra en las palabras de los políticos a los que les gusta llamarlos «ilegales», como si fueran delincuentes. O una plaga o un enjambre, como si fueran insectos. Los españoles que fueron desde los 50 a vivir a los países del norte y centro de Europa tampoco los eran.
Italia y Grecia son los países de la UE que están recibiendo la inmensa mayoría de los refugiados que proceden de países en guerra, como Siria, Afganistán, Eritrea o Sudán del Sur. Otros gobiernos podrían lavarse las manos y negarse a ayudar a italianos y griegos. Estos sólo tienen que responder abriendo sus fronteras para que, gracias a Schengen, esas personas se dirijan a países con más posibilidades de empleo. Es obvio que la UE necesita una política común, pero ese acuerdo no puede basarse en cuotas misérrimas de refugiados. Ni los 2.379 que ha aceptado España tras regatear a la baja, ni el doble, ni el triple suponen una aportación relevante ni solidaria con otros gobiernos europeos.
Lo que le ocurre a Europa es que se le ha pasado el tiempo de ver los espantosos efectos de la guerra de Siria desde la barrera. Durante cuatro años, los países limítrofes –en especial, Turquía y Líbano– han asumido el impacto de la llegada de refugiados. Por distintas circunstancias, ambos estados no son una garantía permanente para los que huyen de la guerra ni lugares donde se pueda empezar una nueva vida. Los sirios confían en que los gobiernos europeos se sientan más obligados a respetar sus obligaciones internacionales que los de Oriente Medio. Tras escuchar a Rajoy y Santamaría, quizá haya que pensar que son demasiado optimistas.
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Hi @FrontexEU, the majority of arrivals to Greece are #refugees from #Syria. Please stop calling them migrants, it is factually incorrect.
— MSF Sea (@MSF_Sea) September 1, 2015