La diplomacia no es un asunto para aficionados. En países en guerra o en mitad de un gravísimo conflicto político y social, aún menos. Coger un avión, hacerse unas fotos, pronunciar unas declaraciones a favor de uno de los dos bandos enfrentados y volverse a casa un par de días después no servirá para mucho en una crisis profunda. Es muy probable que sea contraproducente en la medida en que sólo consiga enconar los ánimos. Si existe la posibilidad por pequeña que sea de iniciar un proceso de diálogo, es también posible que la aparición de un político extranjero tenga como efecto anular esa opción. Nadie puede estar completamente seguro. En cualquier caso, el precio es muy alto para estos experimentos.
Como cuenta hoy este medio, el ministro García Margallo y el expresidente Zapatero intentaron convencer a Albert Rivera de que no viajara a Venezuela. No le prohibieron solidarizarse con la oposición al Gobierno de Maduro, pero le advirtieron de que su viaje podría suponer una situación incontrolable para el Gobierno español y atizar la crispación allí. En palabras de Zapatero, «no ayudas a la reconciliación de las partes enfrentadas».
Habrá gente que piense que esa reconciliación es imposible, pero se han vivido en años anteriores en ese país situaciones similares que se han logrado reconducir. Lo que está claro es que arrojar gasolina al fuego no es la mejor forma de evitar una explosión de violencia.
EEUU, que no es precisamente un aliado de Venezuela, ha apoyado en privado la iniciativa de Zapatero y de varios líderes latinoamericanos. Ni el Gobierno ni la oposición de ese país han vetado esa vía de diálogo por más que sus posibilidades de éxito no sean muy altas. Sencillamente, no hay una alternativa mejor.
La oposición de Venezuela no carece de apoyos internacionales, incluidos varios gobiernos latinoamericanos. No puede decir que ha sido abandonada a su suerte. El secretario general de la OEA ha promovido un proceso de sanciones contra el Gobierno de Maduro, que ha perdido en el exterior el apoyo con el que contaba en Brasil y Argentina. Eso resta margen para una mediación exterior que debería contar con interlocutores aceptados por ambos bandos.
Rivera rechazó los consejos de Margallo y Zapatero y prosiguió con su viaje a sólo unas pocas semanas del inicio de la campaña electoral española. Un político que había mostrado hasta ahora un interés muy escaso por la política internacional decidió ponerse el disfraz de libertador para iniciar una competición con el Partido Popular en beneficio propio. Fue su forma de contrarrestar de forma preventiva los ataques del PP por haber pactado con el PSOE tras las elecciones de diciembre. Se colocó durante unos días en primera línea de la carrera para utilizar la crisis venezolana como ariete contra Podemos. La reacción cabreada de varios dirigentes del PP confirmó esa impresión, bastante obvia cuando Ciudadanos se permitió luego dar lecciones al Gobierno. Al menos, esta vez Rivera no llamó chavista a Rajoy. Quizá haya que esperar al comienzo de la campaña electoral para eso.
No hay que engañarse. En Venezuela no habrá solución pacífica si no hay un diálogo que haga posible la coexistencia de Gobierno y oposición. Ambos movimientos políticos cuentan con la legitimidad de representar a una parte del país y sólo pueden resolver ese enfrentamiento en las urnas. Rivera prefirió dar prioridad a sus intereses electorales inmediatos, a su ofensiva contra Podemos y a su disputa con el PP por el voto conservador y liberal.
Al líder de Ciudadanos le gusta proponer pactos y diálogo como receta milagrosa para solucionar todos los problemas de España. En el caso de Venezuela, ha preferido representar el papel de pirómano despreciando el papel de los que buscan promover una salida negociada a la crisis.