Muchos años después del estreno de ‘Senderos de gloria’, Kirk Douglas contó en 1969 al crítico de cine Roger Ebert que estaba convencido de que la película seguiría siendo un clásico para siempre, además de su mejor actuación. «Esa es una película que siempre será buena, también dentro de muchos años. No tengo que esperar 50 años para saberlo. Lo sé ahora». Douglas era consciente de que la película se había hecho gracias a él en primer lugar. El proyecto de Stanley Kubrick no había recibido ningún apoyo en los grandes estudios de cine. El interés de Douglas por el guión y por interpretarla lo cambió todo y United Artists aceptó financiarla con 935.000 dólares.
La muerte de Kirk Douglas con 103 años el pasado 5 de febrero ha recordado ahora algunas de sus mejores actuaciones. ‘Senderos de gloria’ (1957) es una de ellas, a lo que se une el hecho de que está considerada una de las grandes películas de guerra y una con el mensaje antibelicista más claro y nítido de entre todas ellas. Desde el primer momento, su fuerza resultó evidente, aunque no fuera un éxito de taquilla. El Gobierno francés dejó claro que no permitiría su estreno en el país, con lo que la distribuidora prefirió no intentarlo. No llegó a Francia hasta 18 años más tarde, en marzo de 1975.
Kubrick, con sólo 29 años, demostró una habilidad casi impropia de su edad. Ya entonces tenía un temperamento autoritario en el rodaje al ser un hombre con las ideas muy claras sobre lo que debía hacer. Tuvo choques con Douglas, una gran estrella, lo que no impidió que dos años después el actor le ofreciera la dirección de ‘Espartaco’ después de que Anthony Mann sólo durara una semana.
Si saber engañar o cautivar a los actores es una tarea imprescindible en algún momento para un director, no cabe duda de que Kubrick demostró un gran talento al convencer a Adolphe Menjou de que interpretara el papel del general Broulard. Nacido en EEUU de padre francés, Menjou era un republicano radical que pensaba que Roosevelt era un socialista que sólo quería arrebatar a los ricos el dinero que habían ganado (incluido el suyo). Cooperó sin problemas con la caza de brujas, porque sostenía que Hollywood estaba lleno de comunistas. Había participado en la IGM como capitán en una unidad de ambulancias. Era improbable que quisiera participar en una película de mensaje antibélico.
Kubrick lo consiguió jugando la carta del ego. Le dijo que su papel era básico en la película –lo que era cierto, pero no el sentido en que pensaba Menjou– y que Broulard era un buen general que intentaba asumir la responsabilidad del mando en circunstancias difíciles. Para completar la jugada, el director sólo le entregó las páginas del guión en las que aparecía su personaje.
En el rodaje, Menjou tuvo que soportar una de las características por las que es conocido Kubrick. La repetición de las escenas hasta que quedaran exactamente como él quería. En una de esas ocasiones, el actor montó en cólera, dijo a gritos que no podía hacerlo mejor y se quejó de la inexperiencia del director en la dirección de actores. Kubrick no perdió la calma. Dejó que Menjou explotara y le dijo sin levantar la voz: «No ha quedado bien y vamos a seguir haciéndola hasta que quede bien. Y lo conseguiremos, porque vosotros sois muy buenos». La dosis justa de elogios tranquilizó al actor, que aceptó hacer una toma más.
Años después, Kubrick explicó a Gene Philips la razón de su perfeccionismo en los rodajes: «El cineasta debe recordar que tendrá que vivir con esa película el resto de su vida, una vez que la haya terminado». Si el director hace demasiadas concesiones en el rodaje con los actores o cualquier otra persona para evitar conflictos, esos errores quedarán fijos para siempre.
Al igual que en otras de sus películas como ‘La chaqueta metálica’ o ‘Barry Lyndon’, Kubrick plantea al espectador el elemento deshumanizador que caracteriza a cualquier guerra, donde los soldados sólo son carne de cañón con la que satisfacer los deseos de los gobiernos o los generales. Ambientada en la Primera Guerra Mundial, el escenario del segundo acto es un ataque imposible contra las defensas alemanas para el que el general Mireau (George Macready) no tiene en cuenta ni la fortaleza de las posiciones enemigas ni el estado de sus tropas. El coronel Dax (Kubrick) se convierte en una pieza fundamental de la maquinaria de guerra, pero al mismo tiempo es consciente del destino que espera a sus hombres. Sólo puede cumplir órdenes, aunque intuye que todo acabará en una matanza.
Será en el tercer acto –los generales ordenan la celebración de un consejo de guerra a tres soldados elegidos de forma arbitraria para castigar el fracaso del ataque– cuando Dax da un paso al frente. Defiende en el juicio a los acusados y después reprocha al general Broulard (Adolphe Menjou) su falta de humanidad. Broulard ha sabido que Mireau llegó a ordenar un ataque de artillería contra sus propias tropas para que no se retiraran. De forma astuta, le comunica que habrá una investigación, a la que resta toda importancia, y le releva del mando. De inmediato, ofrece el puesto a Dax, que no puede creer lo que oye. Convencido de que todos son como él, el general se burla de su perplejidad: «No exagere la sorpresa», le dice sonriendo. «Ha buscado ese puesto desde el principio. Todos lo sabemos, chico». Obviamente, Broulard piensa que todos son como él. Dax ya no puede disimular: «Señor, ¿puedo sugerirle lo que puede hacer con ese ascenso?». Broulard le exige que se disculpe y Dax estalla: «Pido disculpas por no haberle dicho antes que es un viejo degenerado y sádico».
La película está basada en la novela del mismo nombre de Humphrey Cobb publicada en 1935 que a su vez estaba inspirada en un hecho real ocurrido en la IGM. El 17 de marzo de 1915, el general francés Delétoile ordenó fusilar a seis soldados elegidos al azar para castigar a una unidad por cobardía en el frente. La práctica de ejecutar a un número de soldados en representación de un grupo numeroso procede de las legiones romanas. La ‘decimatio’ consistía en dividir a una cohorte señalada por un motín o cobardía en grupos de diez soldados y ordenar que uno de ellos fuera asesinado por el resto.
Las condenas a muerte por deserción fueron frecuentes en la IGM, aunque la mayoría eran conmutadas por una pena de prisión. En el caso del Ejército británico, hubo por este motivo cuatro ejecuciones en 1914, 55 en 1915 y 95 en 1916, según cuenta Adam Hochschild en su libro ‘Para acabar con todas las guerras. Una historia de lealtad y rebelión (1914-1918). Hochschild precisa que la cifra real puede ser mayor, porque desaparecieron los registros de las ejecuciones realizadas en los destacamentos de los 100.000 soldados indios que combatieron en Europa.
Los mandos militares de esa guerra, como de muchas posteriores, nunca entendieron que pudiera existir algo como la neurosis de guerra. El síndrome de estrés postraumático no se empezó a considerar como una dolencia hasta los años 70. La experiencia de soportar durante largos periodos de tiempo el bombardeo de la artillería o morteros terminaba destrozando los nervios de muchos soldados y provocaba crisis nerviosas, pánico a morir o a quedar enterrado en la trinchera, o deseos irrefrenables de huir. «Aparte de la cantidad de personas que volaban en pedazos, las explosiones eran tan aterradoras que cualquiera que se encontrara en un radio de cien metros podía perder la razón después de varias horas, y el séptimo batallón tuvo que enviar lejos del frente a varios hombres en un estado de balbuceante indefensión», escribió un teniente británico después de pasar por esa experiencia en Ypres (citado por Hochschild en su libro).
Una escena de ‘Senderos de gloria’ muestra esa realidad. El general Mireau está inspeccionando las trincheras y entablando breves conversaciones con los soldados. Uno de ellos tiene la mirada pérdida y no termina de responder a las preguntas. «Tiene neurosis» (shell-shocked), dice un sargento. «Perdone, sargento. No existe tal cosa», dice Mirabeu. El soldado termina viniéndose abajo. «Compórtese. Está actuando como un cobarde», grita el general. «Yo soy un cobarde, señor», responde el soldado y Mireau le da una bofetada.
En la película, el consejo de guerra a los tres soldados se celebra en el cuartel general de las tropas francesas para el que Kubrick eligió un palacio alemán situado cerca de Múnich. El contraste entre el lujo del edificio con sus muros altos y relieves en las paredes no puede ser más llamativo con las trincheras abarrotadas de soldados que hemos visto antes. El juicio es una farsa. Está claro desde el principio que serán condenados, a pesar de todos los esfuerzos de Dax. Los soldados pagarán con su vida, porque los generales no aceptarán que el fracaso de la operación se debía a sus planes irreales.
Kubrick filma la ejecución con toda su crudeza sin hurtar al espectador el plano en el que figuran tanto el pelotón disparando como los soldados muriendo bajo las balas. No hay una elipsis ni se resume el fusilamiento en los rostros de las personas que lo presencian. Una de las víctimas está atada a una camilla al estar inconsciente a causa de un golpe en la cabeza producido por una caída en la celda la noche anterior. En una película no demasiado larga, 87 minutos, Kubrick se toma su tiempo para no obviar ningún detalle de la ejecución.
Lions led by donkeys (leones dirigidos por burros). En los años posteriores a la IGM, la devastadora carnicería extendió la idea de que los bravos soldados británicos o franceses habían sido comandados en el campo de batalla por generales imbéciles que los habían enviado a la muerte con una estrategia que no podía tener éxito. Con el paso del tiempo, ese punto de vista ha sido discutido o matizado por los historiadores. El empate estratégico producido a finales de 1914 provocó una guerra de trincheras y sucesivas ofensivas de las que ningún bando obtuvo una ventaja significativa durante mucho tiempo. El segundo acto de ‘Senderos de gloria’ refleja con verosimilitud ese escenario sin entrar en un análisis histórico preciso de las condiciones en que produjo la guerra.
Pocos acontecimientos reflejan tan bien ese drama como la batalla del Somme en 1916. El primer día de esa batalla (1 de julio) tuvo un balance estremecedor para los británicos: 57.470 bajas, incluidos 19.240 muertos. El peor día en la historia de su Ejército. Al final de los combates en noviembre, los aliados habían avanzado diez kilómetros. El precio en vidas humanas fue increíble en ambos bandos. 146.000 muertos y desaparecidos entre los aliados, 164.000 entre los alemanes. Batallas como esa fueron lo que hizo que el general Douglas Haig, jefe máximo de las fuerzas británicas, fuera denominado ‘el carnicero del Somme’. Al igual que otros militares de la época, también entre los alemanes, Haig pensaba en 1914 que la guerra duraría meses, no años.
El historiador británico Max Hastings me contó en una entrevista que esos generales se subieron superados por unas circunstancias que no podían controlar: «En los años treinta se pensaba que, si los generales (de la IGM) hubieran sido más inteligentes, habrían podido ganar la guerra sin que muriera tanta gente. Pero los académicos actuales creen que la tecnología de la defensa era mucho más fuerte que la tecnología del ataque».
Es evidente que cuando la aviación jugó en la IIGM un papel mucho más importante la posibilidad de establecer una defensa infranqueable en campo abierto era mucho más reducida (un caso distinto es el de los combates en ciudades, como Stalingrado). Entre 1914 y 1918, cuenta Hastings, los generales pensaban que esas ofensivas masivas contra posiciones bien defendidas por un alto número de soldados eran la única forma de ganar la guerra, de provocar tal desgaste en el enemigo que más tarde o más temprano tendría que ceder. Eso sólo ocurrió en 1918 en el momento en que Alemania llegó al límite de su resistencia después de sucesivas y constantes matanzas.
La realidad es que «por pura inocencia, hay gente que piensa que hay una forma humana de luchar en una guerra, pero eso no es así», decía Hastings.
La única forma de hacerlo es no empezar esa guerra.