La muy probable victoria de Joe Biden, aún no confirmada por los resultados definitivos, puede llevar a muchos a pensar que Donald Trump no pasará de ser una locura pasajera en Estados Unidos. Lo cierto es que incluso si es derrotado, el presidente no es una aberración del sistema político norteamericano de la que sus compatriotas han tardado cuatro años en escapar. Frente a las encuestas y al impacto brutal de una pandemia que ha costado la vida al menos a 232.000 personas, Trump ha estado cerca de repetir el ajustado resultado que le dio la victoria en 2016. Ha recibido 4,6 millones de votos más que hace cuatro años de acuerdo con el escrutinio actual (es cierto que en unas elecciones que han tenido la mayor participación desde 1900).
Algunos, incluido este periodista, pensaban que Biden arrancaba con ventaja por el simple hecho de que no era Hillary Clinton. Eso no fue irrelevante, pero obviaba un hecho singular. Trump representa a los votantes republicanos, que son casi la mitad del país, tanto en sus aspiraciones en regresar a un pasado ideal («Make America Great Again») como por su rechazo a una sociedad que ya no es la de hace unas décadas y por su convencimiento de que mujeres, negros e inmigrantes deberían quejarse menos y conformarse con lo que tienen.
Trump no era ya en 2020 un candidato inesperado salido del mundo de la televisión y de los negocios. Alguien sin pasado político en el que el electorado pudiera volcar su frustración con el poder del Gobierno federal. En cerca de cuatro años, demostró lo que podía llegar a hacer y eso no fue ningún problema para muchos de los que le votaron en 2016 y otros más que no lo hicieron entonces. Incluso si tiene que regresar a vivir en la Trump Tower de Nueva York, Trump ha dejado una huella indeleble en la política de su país y en el Partido Republicano.
Trump no representa los auténticos valores de EEUU, solía decir Biden. Como titula Fred Kaplan en Slate, «quizá esto es lo que somos». El trumpismo no desaparecerá.
Ante la duda, demándalos
Trump no tardó mucho tiempo en denunciar un fraude del que que ya había hablado antes del día de la votación. En Twitter, sostuvo que su ventaja inicial «comenzó mágicamente a desaparecer» durante la noche electoral cuando se empezaron a llenar las urnas con votos falsos. Lo que había ocurrido es que en algunos estados el voto cumplimentado días antes o enviado por correo se contabilizaba después de las papeletas recibidas el martes. El mismo martes, los republicanos ya empezaron a presentar las primeras demandas con la esperanza de que lleguen hasta el Tribunal Supremo, donde los conservadores cuentan con una mayoría de seis votos a tres.
Fue una constante en su carrera empresarial. Ante cualquier discrepancia con un socio o competidor, su reacción inicial era ir a los tribunales. Si alguien le denunciaba por incumplimiento de contrato, él se querellaba contra él. La idea no era nunca ganar el juicio, sino convertir el proceso en una maraña interminable en la que al rival sólo le quedaba la opción de llegar a un acuerdo extrajudicial para poner fin a la tortura. En 30 años, participó o apareció en 3.500 demandas en los tribunales. Su gran mentor jurídico fue Roy Cohn, que años antes había sido el principal asesor del senador Joseph McCarthy, el protagonista de la caza de brujas. «Que se joda la ley. ¿Quién es el juez?», solía decir Cohn.
En ese sentido, Trump no es un elemento extraño en la política de EEUU. Por algo los abogados son una de las profesiones más odiadas en ese país. En el peor de los casos para él, siempre podrá decir que sólo un fraude masivo le privó de la victoria que se merecía, como tenían preparado en el periódico propiedad de Charles Foster Kane.
Un sistema disfuncional
Los demócratas han conservado la mayoría en la Cámara de Representantes, pero todo parece indicar que seguirán estando en minoría en el Senado. El sistema político norteamericano está diseñado para un bipartidismo en el que los dos grandes políticos sean capaces de llegar a acuerdos sobre cuestiones básicas. Eso ya forma parte del pasado. La crispación que se inició con la feroz oposición republicana a Bill Clinton en los 90 es ya un rasgo esencial del sistema. Con una carrera de décadas en el Senado, Biden es un hombre de una época muy anterior. Intentará aproximarse a republicanos moderados que ya no existen y fracasará en el intento, como le ocurrió a Barack Obama.
Los límites de la coalición de la diversidad
La doble victoria de Obama llevó a pensar que los demócratas habían construido una coalición interracial ante la que los republicanos estaban llamados a estrellarse en el futuro. El porcentaje de norteamericanos de raza blanca no hacía más que descender. Obama ganó en 2008 con el 43% del voto de los blancos y el 39% en 2012. No necesitó más. La victoria de Trump puso en duda esa hipótesis. Las peculiaridades raciales de EEUU arrojan a veces conclusiones difíciles de entender. Por ejemplo, un estudio descubrió que entre un 20% y un 25% de los estadounidenses que se oponían a las parejas de personas de razas diferentes votaron a Obama en 2008.
Si como parece Biden se convierte en presidente, habrá sido posible gracias a mejorar los resultados de Clinton en 2016 en el Medio Oeste y haber recuperado la confianza de una parte de los votantes de raza blanca sin estudios universitarios. De ahí sus buenos resultados en Pennsylvania –donde aún no está claro el ganador–, Michigan y Wisconsin, así como su inesperada victoria en Arizona, un Estado muy conservador. El último demócrata que ganó allí fue Bill Clinton en 1996, y sobre todo gracias a las votos que Ross Perot le quitó a Bob Dole. La victoria demócrata anterior fue la de Harry Truman en 1948.
Contra los pedófilos adoradores de Satán
Muchos votantes de Trump considerarán que la victoria de Biden será ilegítima. Trump se ocupará de recordárselo de forma periódica. Nadie se aprovechará más de eso que los adictos a las teorías de la conspiración, como ya sucedió en los mandatos de Clinton y Obama. Entre ellos, destacan los creyentes en QAnon, que afirman que existe una red global de pedofilia al servicio de los poderosos, así como que el «Estado profundo» (Deep State) estaba intentando acabar con Trump. El presidente los llamó «gente que ama a nuestro país». Ahora tienen a un valedor en el Congreso con la republicana Marjorie Taylor Greene, que ha conseguido un escaño en Georgia con el 74% de los votos en su circunscripción. De ella son conocidos sus comentarios despectivos sobre negros, judíos y musulmanes. En una ocasión, dijo que QAnon era «una oportunidad única en la vida para sacar a esta camarilla global de pedófilos adoradores de Satanás».
Quizá en España debería sorprender menos la irrupción de esta mujer. A fin de cuentas, el líder de la tercera fuerza política del país dijo que el coronavirus fue enviado por China para contagiar a todo el planeta.