Nadie que lo conozca piensa que Donald Trump sea un pacifista. Nadie que esté en su sano juicio cree que el presidente de EEUU cuenta con una estrategia definida sobre la política exterior y de defensa de su país. Sin embargo, hay algo que sí sabemos que reduce en teoría las posibilidades de una guerra promovida por EEUU: a Trump le gustan las victorias fáciles de obtener, las que pueden ser publicitadas con rapidez como éxitos incuestionables y, esto es muy importante, las que no suponen un gran desembolso económico.
Eso no impide recordar que el estilo de hacer política de Trump no es muy diferente al que tenía como empresario inmobiliario en Nueva York. Primero amenazar y luego negociar o retirarse discretamente para que se olvide pronto ese conflicto. En política exterior, esa actitud puede ocasionar el estallido de una guerra que no parecía inevitable en un primer momento.
Su estilo no permite detectar una política exterior coherente. Eso tampoco es una novedad. La noticia de que ordenó un ataque de represalia contra Irán en represalia por el derribo de un dron norteamericano cerca del estrecho de Ormuz y de que luego canceló el bombardeo –supuestamente por el riesgo de un alto número de víctimas– da algunas pistas que confirman las sospechas apuntadas al principio. El peligro de una guerra en el Golfo Pérsico continúa existiendo, pero no es tan alto si Trump llega a la conclusión de que no será un conflicto rápido y con la garantía asegurada de la victoria. Nada parecido a la Guerra del Golfo de 1991 y quizá incluso peor que la invasión de Irak de 2003.
Con otros presidentes, siempre ha sido conveniente analizar las ideas o intereses de los altos cargos en Defensa, Estado y la CIA que influyen en la Casa Blanca. Y anotar también la capacidad del presidente de resistirse a esas presiones. La crisis de los misiles de Cuba podría haber tenido un desenlace diferente si Kennedy hubiera aceptado las recomendaciones del alto mando militar. Antes de 2003, George Bush desdeñó las alertas que procedían de algunos generales que declararon en público que la ocupación de Irak exigiría un número mayor de tropas. Bush prefirió creer lo que prometían Cheney y Rumsfeld sobre el recibimiento como «libertadores» que tendrían sus soldados.
Con su carácter egomaníaco, Trump no acepta los consejos ni siquiera de exgenerales a los que promovió para puestos de responsabilidad, como demuestran las dimisiones o ceses de Mattis en el Pentágono o McMaster en el Consejo de Seguridad Nacional. El nombramiento del neocon John Bolton disparó en su momento todas las alarmas, en especial en relación a Irán, pero por lo ocurrido estos días no ha tenido tanto éxito en convertir en hechos sus ánimos belicistas. Trump elogió este sábado a Bolton, pero también dijo que este suele adoptar la postura «más dura» y al final «lo único que cuenta es lo que diga yo».
La escalada del conflicto con Irán se inició cuando Trump decidió de forma unilateral retirarse del acuerdo nuclear negociado por la Administración de Obama y los gobiernos europeos, cuyo objetivo era permitir la existencia de un programa nuclear civil en Irán a cambio de su renuncia a cualquier intento de producir armas nucleares, que nunca se había llegado a demostrar. Con esa decisión, Trump ponía fin al mayor éxito de su predecesor en política exterior y unía su destino al de los gobiernos de Israel y Arabia Saudí.
Reanudó las sanciones a Irán, que están teniendo consecuencias económicas reales en la economía de ese país, lo que elevaba las posibilidades de que se produjera un conflicto bélico. La duda consistía en saber hasta dónde llegarían los iraníes en su respuesta. La guerra con Irak en los años 80 se trasladó al Golfo Pérsico, porque Teherán dejó clara una prioridad estratégica: si se les impedía exportar su petróleo a través de esa vía de una forma u otra, otros países de la zona afrontarían el mismo riesgo. Irán no iba a quedarse quieta mientras se le estrangulaba económicamente.
Por eso el acuerdo nuclear anterior era una garantía de distensión en la región. No garantizaba una relación pacífica entre Irán y Arabia Saudí ni ponía fin a los intentos israelíes de boicotear la economía iraní. Pero al menos ofrecía incentivos claros a todas las partes para mantener ese periodo de distensión. Romperlo aumentaría el riesgo de una guerra que, al menos en público, nadie deseaba. Esa era por ejemplo la postura final de la cúpula militar israelí, que terminó apreciando las ventajas del acuerdo, pero no la del Gobierno de Netanyahu.
Sería de una gran ingenuidad pensar que la cancelación de ese ataque ordenada por Trump significa un descenso de la tensión. Antes al contrario. EEUU ha llevado a cabo ciberataques contra los servicios de inteligencia iraníes a los que acusa de ser responsables de los ataques contra varios petroleros en el Golfo de Omán, según el NYT. Este fin de semana, Trump ha anunciado en Twitter que el lunes aprobará nuevas sanciones contra Irán.
Para terminar de hacerlo todo más confuso, Tucker Carlson, uno de los presentadores de Fox News a los que Trump presta más atención, alabó la anulación del ataque con argumentos no muy habituales en la derecha norteamericana: «Las mismas personas que nos metieron en el desastre de Irak hace 16 años piden ahora una nueva guerra, esta vez con Irán. El presidente, y el mérito es todo suyo, se muestra escéptico ante esa idea, muy escéptico».
La idea de que la paz en Oriente Medio depende de un presidente como Trump y de un presentador como Tucker Carlson es cuando menos preocupante. Se puede llegar a una guerra por accidente o porque tu reputación te obliga a superar la apuesta que te plantea el adversario en un proceso que hemos visto muchas veces cómo acaba.