Stephen Bannon se plantó con las ideas muy claras en la reunión en la Casa Blanca con los congresistas republicanos más conservadores y más decididos a no aceptar otra cosa que la abolición completa de la reforma sanitaria de Obama. «Tíos, escuchad. Esto no es un debate. No tenéis más elección que votar a favor del proyecto». Se refería a la contrarreforma con la que Donald Trump y los líderes republicanos del Congreso pretendían cambiar la llamada Obamacare.
Los congresistas de la más pura estirpe del Tea Party no quedaron muy impresionados por la retórica del principal consejero de Trump. «Mira, la última vez en que alguien me ordenó hacer algo, tenía 18 años. Y era mi padre. Y tampoco le escuché», dijo uno de ellos.
En 2015, formaron el grupo Freedom Caucus dentro del grupo parlamentario republicano de la Cámara de Representantes, que cuenta con 237 representantes. La mayoría fue elegida gracias a la ofensiva del Tea Party en las elecciones de 2010. Su número exacto no está claro, pero entre los miembros de pleno de derecho y los que piensan como ellos pueden ser entre 30 y 40. Sin sus votos, el proyecto de Trump no podía salir adelante.
El estilo abrasivo y arrogante con el que Trump y su campaña se hicieron con el control del Partido Republicano en las primarias ya no servía a la hora de enfrentarse a un grupo de políticos tan arrogantes como Bannon, y no menos ultras que él. Son gente que no llegaron al Congreso para obedecer órdenes, sino para no ceder nunca, ni siquiera ante la realidad. Forzaron el cierre de la Administración federal en 2013 durante 16 días contra el criterio de sus líderes. Para ellos, es todo o nada. Y en esta ocasión, nada les parecía la mejor opción posible.
A fin de cuentas, para el Freedom Caucus, el Estado federal es el mal absoluto.
El sistema político disfuncional de EEUU que tanto perjudicó a Obama en su primer mandato ahora ha pasado factura a Trump y ha beneficiado a los demócratas. Es muy fácil oponerse a algo en la política norteamericana, pero resulta más complicado aprobar una ley, que es lo que se supone que debe hacer un Parlamento. Durante siete años, los republicanos dijeron que su prioridad si recuperaban la Casa Blanca era acabar con Obamacare, un término que ellos extendieron. En 52 ocasiones, votaron en el Congreso con esa intención. Nunca se preocuparon por presentar un texto alternativo viable, porque les hubiera resultado imposible conseguirlo por encima de sus diferencias internas.
También había congresistas republicanos, a los que en términos relativos se podría llamar moderados, a los que no satisfacía el proyecto, fundamentalmente por los recortes en el programa Medicaid, que facilita asistencia sanitaria básica a los pobres y que es muy popular en sus estados. Es probable que muchos de ellos hubieran terminado votando a favor, aunque sólo fuera por la promesa de que el Senado no iba a permitir esos recortes que a ellos les alarmaban.
Trump y el presidente de la Cámara, Paul Ryan, se podían permitir perder unos 20 votos de republicanos. Al hacer las cuentas, vieron que la cifra de disidentes superaba los 30, y entre ellos estaban los irreductibles talibanes del Freedom Caucus.
Al principio, Trump quería ir a la guerra contra los críticos, obligar a que se votara y que los disidentes quedaran retratados. Ryan le convenció de que era contraproducente, porque en primer lugar sería el presidente de la Cámara quien quedaría en evidencia y porque los principales perjudicados serían los congresistas que aceptaran votar a favor. Cuando se renueve la Camara en las elecciones de 2018, los fieles al proyecto que votaran sí tenían muchas posibilidades de encontrarse con rivales en las primarias republicanas situados más a la derecha.
En el Partido Republicano, la derecha es un espacio infinito. Siempre hay espacio para ir en esa dirección.
La retirada del proyecto, aunque al final no se votara, es la derrota más humillante para Trump desde su llegada a la Casa Blanca. No es la primera, pero sí la que deja en evidencia lo difícil que va a tener aprobar un texto legislativo que no sea un decreto presidencial. Su veto inmigratorio fue bloqueado por la justicia. La segunda versión de ese veto ha vuelto a ser anulada por dos jueces federales. Tuvo que prescindir de su consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn. No ha conseguido eliminar del debate político el asunto de la interferencia rusa en la campaña electoral ni las relaciones de gente de su entorno con Rusia.
Todo eso ha reducido su popularidad, pero él cree que tiene armas para contrarrestarlo (por ejemplo, su cuenta de Twitter) y le es útil para sostener que hay una conspiración de políticos y medios de comunicación decidida a impedir que cumpla su programa electoral.
El fracaso de la contrarreforma sanitaria es mucho más grave. Permite confirmar que ni siquiera con una mayoría republicana en ambas Cámaras puede cumplir lo que prometió una y otra vez en la campaña. Demuestra que es incapaz de levantar las coaliciones necesarias dentro de su propio partido –por no hablar de sus rivales demócratas– para aprobar leyes. Queda claro que no tiene autoridad sobre los mismos congresistas republicanos que celebraron su victoria. Ha demostrado que puede ganar elecciones, pero que aún no sabe gobernar.
La constante retórica de Trump sobre su supuesta fama de conseguir victorias en todo lo que se propone, con el correspondiente desprecio por los «perdedores», queda ahora borrada por la realidad. Construir leyes en EEUU es más difícil que construir rascacielos.