Donald Trump, un millonario absorbido por su ego que desprecia a las mujeres y se ha casado tres veces, será el 45º presidente de Estados Unidos. Donald Trump, que desde el primer momento basó su campaña en un mensaje xenófobo y ultranacionalista, será el jefe de Estado de un país –que cuenta con una sociedad multirracial– que se construyó en el siglo XIX con la llegada de inmigrantes de todo el mundo. Donald Trump, un personaje de nulo bagaje político y conocido en todo el país por su presencia en un reality televisivo, superó así a Hillary Clinton, el Partido Demócrata, casi todos los medios de comunicación y las empresas de encuestas.
Antes en las primarias, había derrotado al Partido Republicano y a la presentadora más popular de Fox News. No ha vuelto a crecer la hierba allá por donde ha pasado Trump, nacido hace 70 años en el distrito neoyorquino de Queens.
En una noche de sorpresas, Donald Trump consiguió lo que muchos pensaban que estaba fuera de su alcance y Hillary Clinton terminó asumiendo el papel que todos creían que interpretaría Trump, el del perdedor que se niega a aceptar su derrota. Cuando el candidato republicano estaba a unos pocos pasos de convertirse en presidente –al darle varios medios la victoria en Pennsylvania–, la campaña de Clinton tomó la inesperada decisión, poco después de las dos de la mañana, hora de Nueva York, de no reconocer la derrota.
El presidente de la campaña de Clinton, John Podesta, subió al escenario del Centro Javits para anunciar que quedaban votos por contar y que todos deberían irse a dormir. Ella no ha acabado, dijo refiriéndose a Clinton, y por lo tanto no iba a reconocer la derrota.
Era una ficción o una farsa. Unos minutos más tarde, Clinton llamó por teléfono a Trump para felicitarle por la victoria. Quizá quiso negar al principio a su rival la satisfacción de celebrar esta misma noche su triunfo. Quizá no tuvo valor para dar la cara o alguien le convenció luego de que no podía dejar de aceptar lo inevitable.
Al igual que tras la presidencia de Bill Clinton, los demócratas dejaron escapar una victoria que creían tener asegurada. También como entonces, la primera mirada se dirigió hacia el derrotado, en este caso, Hillary Clinton. Los demócratas lo prepararon todo para que fuera coronada en 2008, pero un desconocido Barack Obama aguó la fiesta al aparato del partido.
Ocho años después, lo volvieron a intentar y lo consiguieron, pero las urnas le reservaban un destino amargo. Clinton era tan impopular como Trump, pero lo que a él no le mató en las urnas, a ella la destrozó en zonas que llevaban votando a los demócratas en las presidenciales desde finales de los 80.
Una derrota de todas las élites
El desenlace fue tan sorprendente para los analistas de todos los medios que la explicación tiene que ir más allá de las carencias contrastadas de Clinton como candidata. Hay cuestiones sociológicas y económicas más profundas. El rechazo a las élites políticas, económicas y culturales presente desde hace tiempo en las zonas más conservadoras del país se extendió a lugares donde los demócratas se sentían seguros en elecciones presidenciales.
En el Medio Oeste, escenario de una perenne crisis industrial, la clase trabajadora blanca sin estudios universitarios –así aparece siempre descrita en detalle por los medios norteamericanos– giró hacia los republicanos en lugares como Pennsylvania, Michigan y Wisconsin.
Trump ganó en Ohio y Florida, pero al final eso no importó. El día anterior a las elecciones, la campaña del republicano reconocía que necesitaba una victoria en estados como Pennsylvania y Michigan, donde la última vez que ganó su partido en unas presidenciales fue en 1988. No lo tenía imposible, pero sí tremendamente difícil. Las encuestas decían que tenía que ganar en demasiados sitios distintos como para que pudiera cumplir su propósito.
Al final, la realidad colmó y superó las expectativas de Trump.
Los medios norteamericanos habían hecho con Trump la cobertura más hostil que haya tenido nunca un candidato de uno de los dos partidos. El millonario devolvió los golpes con gusto, aplicando la idea que siempre le guió en sus años de empresario inmobiliario de Nueva York. No hay publicidad que sea negativa. Lo peor es que no se hable de uno. Y si hablan mal, eso te servirá para contraatacar con la misma fuerza. Su electorado, que cree que los grandes medios de comunicación están vendidos a los demócratas, celebró esos ataques como la única respuesta que se merecían los periodistas.
Un caos que funcionó
La suya fue una campaña caótica y errática en la que asesores despedidos continuaban aconsejando a Trump. El ambiente de los últimos días no presagiaba en absoluto una victoria. El millonario casi nunca aceptaba los consejos de los dirigentes del Partido Republicano o de sus propios asesores cuando le pedían que fuera menos agresivo en sus ataques o que se centrara en su programa.
Trump nunca se inmutó por el apoyo público de todo tipo de grupos racistas o ultraderechistas. Nunca los repudió, ni siquiera cuando llegaban de conocidos exmiembros del Ku Klux Klan. Tampoco cambió de táctica cuando le dijeron que no era conveniente seguir atacando a las mujeres que le habían denunciado por acoso o abusos sexuales. Al igual que con sus ataques insultantes a los inmigrantes latinos –comenzó su campaña en las primarias llamando «violadores y narcotraficantes» a la mayoría de los que venían de México–, parecía que eso no le preocupaba, como si no fuera a necesitar sus votos. Y la realidad de estos Estados Unidos de comienzos del siglo XXI le dio al final la razón.
En los últimos días, sus asesores consiguieron que dejara de tuitear de forma compulsiva o de retuitear mensajes de grupos racistas. Fue su única concesión. En la noche del martes, antes de que llegaran los primeros resultados, su jefa de campaña afirmaba que Trump no había recibido todo el apoyo que necesitaba del Partido Republicano. Sonaba a la típica excusa de quien está preparando la derrota para adjudicar su responsabilidad a otros.
Ocho horas después, Trump se había convertido en presidente.