El rey se puso de pie. Fue la única novedad aparente de la primera intervención pública de Felipe VI desde el inicio de la pandemia que ha convertido a la mayoría de los españoles en rehenes en sus propias casas, secuestrados por el coronavirus. Con un retraso de varios días que nadie se ha molestado en explicar, el monarca apareció en las pantallas de televisión para ofrecer un mensaje de perseverancia y solidaridad.
No podía aparecer repantigado en el sofá y en el escenario habitual en los discursos de Nochebuena. De pie ante un atril, con una puerta detrás abierta, habló durante unos siete minutos sin que sus palabras ofrecieran nada que no hemos escuchado en muchas ocasiones a los responsables políticos. No hubo ningún detalle original, ninguna apelación emotiva que llamara la atención. Los redactores del discurso jugaron sobre seguro y no ofrecieron ningún alarde brillante. Desde luego, nada que llegara al corazón de la gente.
En muchos lugares, el discurso llevaba otra banda sonora, la de las cacerolas que sonaban como respuesta a las noticias sobre la fortuna ilegal de Juan Carlos I en el extranjero que obligaron a Felipe VI a soltar amarras con su padre para intentar que en su caída no arrastre a toda la monarquía.
Era previsible que el rey no se refiriera en esta ocasión a ese escándalo. Era difícil de creer que estuviera dispuesto a contar con entereza las razones que le han llevado a suspender la asignación económica a su padre. A explicar cómo su nombre pudo aparecer como beneficiario de una herencia tóxica en documentos depositados en Suiza. Demasiados riesgos o demasiado miedo por parte de las personas que le asesoran.
Ahí desperdició una clara oportunidad de limpiar la imagen de la Casa Real, que ha quedado manchada de una forma mucho más profunda que con ocasión del juicio por corrupción a Iñaki Urdangarin o del accidente del anterior rey en Botsuana. Se ha intentado ocultar toda esa vergüenza con un comunicado difundido en la noche de un domingo.
Al menos, Felipe VI puso fin al insólito silencio de la Casa Real desde la declaración del estado de alarma. Ni un mísero tuit apareció en su cuenta de Twitter, mucho menos un comunicado. En el discurso, repitió los argumentos ya utilizados por Pedro Sánchez y otros líderes políticos. Esta es una crisis que vamos a superar. Apoyo a los profesionales sanitarios («sois la vanguardia de España en la lucha contra esta enfermedad, sois nuestra primera línea de defensa»). El futuro no es tan oscuro como parece: «Este virus no nos vencerá. Al contrario. Nos va a hacer más fuertes como sociedad; una sociedad más comprometida, más solidaria, más unida».
En el plano político, el Gobierno habrá marcado en rojo el llamamiento del monarca a la unidad: «Debemos dejar de lado nuestras diferencias» y «unirnos en torno a un mismo objetivo: superar esta grave situación». Si Pablo Casado se pone nervioso y ataca al Gobierno, Moncloa podrá recordarle el mensaje del rey.
Por la mañana, muchos españoles extendieron una ola de afecto por Valentina Cepeda, la trabajadora del Congreso que limpiaba y desinfectaba la tribuna de oradores después de la intervención de cada orador. Sólo hizo su trabajo, que es mucho en estos momentos, porque recuerda a todos los que no se pueden quedar en casa y tienen que salir a la calle para cumplir con su deber.
Fue uno de esos contrastes entre la España real y la España oficial que no pasan desapercibidos.
El máximo representante de la España oficial, el jefe del Estado, hizo su trabajo de forma rutinaria. Sin atreverse a despejar las nubes que se ciernen sobre la Casa Real. Arriesgando lo justo. Es decir, muy poco.