A mediados de octubre de 2022, la cúpula militar rusa decidió que ya había tenido suficiente con las frecuentes críticas publicadas en canales de Telegram por periodistas y bloggers ultranacionalistas contra la incompetencia mostrada por el Ejército en la guerra de Ucrania. Exigió a la Fiscalía que tomara medidas contra siete de ellos por violar la ley que castiga la difusión de “información falsa” sobre las Fuerzas Armadas. Entre ellos estaban Semen Pegov, con 1,3 millones de seguidores en Telegram, e Igor Girkin, un exagente de los servicios de inteligencia con 600.000.
Ninguno fue procesado, a pesar de que críticas menos directas ya habían sido perseguidas con multas o penas de prisión cuando procedían de personas que se oponían a la invasión. El aviso sirvió para que rebajaran las críticas durante un tiempo, que no duró mucho. Cuando el Ejército ruso se vio obligado a retirarse de la ciudad ucraniana de Jersón, volvieron los ataques. No era su ideología la que los protegía, sino el mismo Kremlin.
Si había alguna duda, Vladímir Putin la despejó en un discurso en el Ministerio de Defensa el 21 de diciembre. A los militares reunidos ante él, les dijo que deberían aceptar esas críticas: “Obviamente, la reacción de las personas que detectan problemas, y los problemas son inevitables en una operación de tales dimensiones, puede estar también cargada de emociones. No hay duda de que es necesario escuchar a aquellos que no están ocultando los problemas existentes, sino que intentan contribuir a su solución”.
Sus palabras se interpretaron como un respaldo a las voces influyentes de los halcones que defienden al Gobierno desde la televisión y plataformas digitales, reclaman el uso de todos los medios necesarios para destruir la resistencia ucraniana y lamentan la incapacidad del Ejército para cumplir los objetivos del Kremlin. Con una salvedad. Nunca critican personalmente a Putin.
Todo empieza y acaba con Putin en la política de Rusia desde que se inició la guerra en febrero de 2022. La decisión de invadir Ucrania fue suya, como lo había sido la de ocupar Crimea en 2014, en este último caso contra el consejo del alto mando militar. Todos los fracasos de los militares en el campo de batalla no le han hecho moverse un centímetro de su estrategia, a pesar de que se basaba en una confianza excesiva en la capacidad de su Ejército y en subestimar la fortaleza de la defensa ucraniana y de la ayuda que podía recibir de Europa y EEUU.
Ya no puede vender optimismo, por lo que sólo puede prometer una guerra larga. La situación actual no es muy alentadora para Moscú. En un discurso de diciembre dirigido a los agentes de los servicios de seguridad e inteligencia, Putin no ocultó que el control ruso de las zonas ucranianas ocupadas no está garantizado: “Afrontáis tareas difíciles ahora. La situación en las repúblicas del Donetsk y Lugansk, y en las regiones de Jersón y Zaporiyia, es extremadamente complicada”.
Después de la retirada de Jersón, que había sido anexionada a Rusia por decisión de la Duma, cualquier triunfalismo está fuera de la realidad.
Los miembros de las élites políticas y económicas en contacto con el Kremlin que aceptan hablar de forma anónima con medios extranjeros admiten que es muy difícil saber cuáles serán las decisiones que tome Putin en el futuro. Catherine Belton, periodista de The Washington Post y autora del libro ‘Los hombres de Putin’, habló recientemente con algunos de ellos. “¿Cómo puede decirnos (Putin) que todo va según los planes cuando ya estamos en el décimo mes de guerra y se nos dijo que sólo se iban a necesitar unos pocos días?”, se pregunta una fuente del Gobierno.
El presidente cuenta con un círculo muy reducido de asesores de auténtica confianza. Todos los que están fuera no saben exactamente qué puede pasar.
Serguéi Markov, profesor de Ciencia Política que fue diputado de Rusia Unida y asesor de Putin, dijo a Belton que el Gobierno, es decir, Putin, aún no ha tomado la decisión más importante sobre cómo afrontar la guerra: “Hay dos posibles caminos para el futuro. Uno es que el Ejército continúe luchando mientras el resto de la sociedad tiene una vida normal, como ha ocurrido este año. El segundo camino es el de Rusia en la Segunda Guerra Mundial, cuando todo estaba orientado hacia el frente y la victoria”.
El Gobierno decretó en septiembre una movilización parcial con la que se reclutó a 300.000 nuevos soldados. Según la versión oficial, la mitad de ellos aún están siendo entrenados en Rusia. Es muy posible que no sea la última.
Los halcones como Markov quieren que Putin se decida por una movilización militar total que esté a la altura de la retórica que utiliza el presidente en sus discursos. Los hay más influyentes que ese profesor. Los dos más conocidos son el líder checheno Ramzán Kadírov, y el jefe de la empresa Wagner, Yevgueni Prigozhin. Kadírov era antes un personaje marginal en Moscú. Le bastaba con tener el apoyo de Putin para dirigir Chechenia como si fuera su finca particular. Al prestar atención a la guerra y dedicar fuertes críticas a la cúpula militar, la audiencia de su canal de Telegram ha pasado de 60.000 personas a tres millones.
Prigozhin ha convertido a los mercenarios de Wagner en una fuerza significativa en el frente ucraniano. Según una estimación de la Casa Blanca, la compañía cuenta con 50.000 combatientes en Ucrania, de los que 40.000 son antiguos presos. Wagner ha reclutado a miles de ellos en las cárceles con la promesa de que obtendrán indultos o reducciones de pena. Ninguna ley rusa permitía a una empresa privada hacer tal oferta, pero el Kremlin se ocupó de que fuera posible.
Los ha enviado a Bakhmut, donde se han producido los combates más duros de las últimas semanas sin que ninguno de los dos bandos haya podido imponerse. La ciudad no tiene un inmenso valor estratégico, pero Prigozhin ha decidido que sacrificará el número de soldados que sea necesario para conceder a Putin una victoria.
El empresario mantiene un duelo constante con el ministro de Defensa, Serguéi Shoigu, y el jefe del Ejército, Valeri Gerasimov, a los que acusa de no haber facilitado el armamento y material que sus fuerzas requieren. Mercenarios de Wagner han grabado vídeos llamando “pedazo de mierda” al general Gerasimov por faltarles proyectiles de artillería en Bakhmut. Prigozhin no les ha desautorizado ni castigado.
Putin podría haber puesto fin a esas críticas en cualquier momento, pero no ha querido hacerlo. Le conviene que los partidarios del Gobierno compitan entre ellos para cumplir sus deseos.
En este ambiente político, ha surgido un protagonista inesperado, el expresidente Dmitri Medvédev, que fue presidente de 2008 a 2012 cuando la limitación constitucional de mandatos impedía a Putin ser reelegido. Medvédev –el primer director de campaña de su mentor en 1999– era un tecnócrata empeñado en la modernización de la economía rusa y su apertura a Occidente que se ha convertido en un ultranacionalista de nuevo cuño.
Ahora en sus ansias por ser el más halcón de los halcones, promueve la destrucción completa de Ucrania y un enfrentamiento total contra EEUU y la UE. A finales de diciembre, publicó en Twitter una serie de predicciones para 2023 que contenía pronósticos tan delirantes como la ruptura de la UE, la desaparición del euro, una guerra entre Francia y Alemania, y una guerra civil en EEUU que hará que California y Texas pasen a ser estados independientes.
Está claro que fuera del partido de la guerra no hay posibilidades de prosperar en el sistema político ruso.
A pesar de esas diferencias, los comentarios sobre luchas de poder en el Kremlin y la futura sucesión de Putin no pasan de ser especulaciones. Todo podría ser distinto si las encuestas mostraran un claro rechazo a su política y eso no ha ocurrido. Las apelaciones de los medios de comunicación progubernamentales a la unidad de la nación en torno a su presidente y a la misión histórica de Rusia han sido efectivas entre una mayoría de la población.
El 81% de los rusos apoya a Putin, según una encuesta de finales de noviembre del centro independiente Levada, frente a un 17% que lo rechaza. El dato se ha mantenido invariable desde el inicio de la guerra. Un 58% sigue con mucho o bastante interés las noticias de la guerra, ocho puntos menos que dos meses antes. El porcentaje es catorce puntos más elevado en las personas mayores de 50 años y muy inferior entre los jóvenes de 18 a 24 años.
Es difícil conocer la precisión de las encuestas en Rusia, condicionadas por unos medios de comunicación que repiten el mismo mensaje belicista y la persecución legal de las ideas pacifistas. Lo que resulta obvio es que la mayoría de los encuestados no cree que haya una alternativa viable a Putin ni dentro ni fuera del sistema. No la ha habido en los últimos veinte años.
Otros datos son más preocupantes para el Gobierno. Apoyo al Kremlin y al Ejército no es sinónimo de optimismo. Un 84% está muy o bastante preocupado por los acontecimientos de Ucrania. Ese dato era incluso mayor en septiembre y octubre cuando se produjo la movilización parcial ordenada por Putin, que se había resistido hasta entonces, consciente de su impacto negativo en la opinión pública.
De cara al futuro, son más los que aspiran a que haya negociaciones de paz. Un 53% está muy o bastante a favor de esa prioridad. Los que prefieren continuar con las operaciones militares son un 41%. Es una forma indirecta de dar a conocer que, por mucho que apoyen a Putin, preferirían que la guerra acabara cuanto antes.
Las encuestas internas del Kremlin arrojan un resultado similar. Entre julio y noviembre, los números dieron la vuelta. Un 55% apuesta por conversaciones de paz y un 25% por continuar la guerra.
Buena parte de ese temor procede de la incertidumbre sobre el futuro. La economía rusa no ha sufrido el impacto de las sanciones que esperaban en EEUU y Europa por tratarse de un país que es uno de los grandes exportadores de materias primas del planeta. Las grandes empresas han evitado los despidos masivos, nunca bien vistos por el Kremlin, pero han recurrido a una práctica habitual, la reducción de los salarios.
El índice oficial de desempleo es sólo del 3,7% y la inflación está en el 12,6%. La gente prefiere trabajar en lo que sea, ya que el subsidio de paro es muy bajo. 12.792 rublos al mes, el equivalente a 165 euros, no dan para vivir.
Pero las sanciones tienen un efecto acumulativo en una economía que hasta ahora estaba totalmente conectada a Occidente. Todos temen que 2023 será peor que el año pasado. De ahí la drástica reducción en la compra de automóviles –su producción se redujo en casi un 80% en septiembre con respecto al año anterior– y bienes de consumo, ya sólo con marcas locales. Es mejor controlar los gastos de cara a lo que se viene encima.
El asalto inicial frustrado a Kiev, la retirada de las tropas rusas en la provincia de Járkov en el norte ante una ofensiva ucraniana y el abandono de la ciudad de Jersón en el sur han sido los episodios de la guerra que simbolizan el fracaso de la estrategia rusa.
El ataque del 1 de enero a un edificio en Makiivka, en la región de Donetsk, en el que murieron decenas o quizá centenares de soldados rusos, muchos de ellos reclutas que acababan de ser incorporados, ha vuelto a demostrar que el Ejército comete errores incomprensibles, como el de reunir a un alto número de tropas en un lugar en el que se había situado un depósito de municiones en el sótano, y todo ello dentro del alcance de la artillería ucraniana.
Al Ejército le ha correspondido comunicar todas esas malas noticias. Una de las prioridades del sistema político es proteger a Putin de cualquier merma de su reputación. Él puede continuar diciendo que la victoria es posible si se continúa luchando, por más que sus promesas anteriores nunca se hayan cumplido. Su imagen de gran defensor de Rusia podría no sobrevivir a una derrota.
“Están luchando, ya saben que no temo usar estas comparaciones y que no son palabras vanas, como los héroes de la Guerra de 1812, la Primera Guerra Mundial y la Gran Guerra Patriótica” (por la Segunda Guerra Mundial), dijo hace unas semanas a una audiencia de generales. Guerras que duraron mucho más que diez meses.
Putin no contempla otro horizonte que la continuación de la guerra al precio que sea.