Santiago Abascal no tardó más de unas pocas horas en exigir elecciones anticipadas en todas las comunidades autónomas con gobiernos de coalición del PP y Ciudadanos después de conocerse la noticia de la moción de censura de Murcia. Ese era el plan de Isabel Díaz Ayuso. Cuando se llevó a la práctica en Madrid, Vox fue uno de los partidos a los que pillaron con el pie cambiado. La reacción inicial había tenido mucho de la chulería con la que se maneja el partido, que no era consciente de que estaba en una situación vulnerable a causa del apoyo a Ayuso entre los votantes de extrema derecha.
A diferencia de otras campañas, Vox tiene ahora como prioridad mantener lo que ya tiene. Su pregonada reconquista queda reducida aquí a un intento desesperado de salvar los muebles.
El partido no debía de tener muchas esperanzas en la candidatura de Rocío Monasterio, por lo que tomó la decisión insólita de poner a su líder al frente de la maquinaria electoral como director de campaña. Abascal se prodiga en los mítines, porque el cartel de Monasterio por sí solo no es suficiente.
Monasterio ha permanecido en tierra de nadie durante los dos años de legislatura autonómica. Ni estaba con el Gobierno madrileño –Vox no mostró mucho interés en pactar los presupuestos– ni hacía oposición a Ayuso.
Mientras en el Congreso los portavoces ultras cabalgan sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis, Monasterio ha circulado por la Asamblea en una calesa prodigando sonrisas y frases de compromiso. Sus mensajes a la presidenta no pasaban de ‘señora Ayuso, sea usted más Ayuso’. Parecía la hermana pequeña de la presidenta.
Vox necesitaba despuntar en una campaña dominada por la figura de Díaz Ayuso y ha conseguido algo de notoriedad con un cartel xenófobo colocado en la estación de cercanías de Renfe en la Puerta del Sol, en Madrid, que será investigado por la Fiscalía por un presunto delito de odio. La imagen repite una idea que ya han utilizado tanto Abascal como Monasterio en varios mítines, la de que el Estado se gasta en la asistencia de cada menor inmigrante mucho más que en la pensión no contributiva de un jubilado. Es una manipulación de manual comparar el gasto de una partida presupuestaria –que incluye, por ejemplo, el coste de instalaciones y el pago de salarios al personal que trabaja en ellas– con la cuantía individual de una pensión.
Se da la circunstancia de que uno de los principales colectivos que se veían favorecidos en las dos comunidades (Euskadi y Navarra) que tenían la mayor cobertura con su renta mínima eran las viudas que cobran pensiones no contributivas. Pero eso no fue suficiente para que Vox aprobara en el Congreso la implantación del ingreso mínimo vital en toda España. Se abstuvo en la votación y propagó la mentira de que los extranjeros que lleguen en patera lo recibirán nada más llegar. Las pensiones de las abuelas sólo interesan a Vox si le sirven como munición para disparar a los inmigrantes.
La polémica del cartel llega en el peor momento posible para Díaz Ayuso, sólo 24 horas antes del debate de Telemadrid, que es el único en el que participará. Por mucho que insista en que quiere gobernar en solitario, ninguna encuesta le concede la mayoría absoluta, para lo que necesitaría llegar al menos al 48% de los votos. Los candidatos de la izquierda no desaprovecharán la oportunidad de lanzarle a la cara las ideas xenófobas del que será probablemente su aliado imprescindible.
En los plenos de la Asamblea en los que Vox ha relacionado a los menores extranjeros con la delincuencia, Ayuso ha evidenciado su capacidad de decir dos cosas opuestas en un escaso margen de tiempo. «¿Si es españolazo, si es de los nuestros, la conducta incívica está bien vista?», reprochó a Monasterio en diciembre de 2019. Esa declaración fue compatible con que criticara a la izquierda por su supuesto apoyo a la «inmigración descontrolada» y con que el PP y Vox impidieran la aprobación de una declaración institucional en la Asamblea contra los discursos de odio por el lanzamiento de un artefacto explosivo a un centro de menores del distrito de Hortaleza. Ambos partidos recibieron un acto gravísimo como si fuera un hecho aislado o no demasiado censurable.
Sólo dos meses antes en otro pleno Ayuso había dado una excusa mucho más complaciente con los deseos de Vox. Dijo que no tenía competencias «ni para poner un muro en Aranjuez» para impedir la llegada de menores extranjeros desde Andalucía ni tampoco para «soltarles en el desierto». Cualquiera diría que no le faltaban ganas, sólo competencias.
En la noche del martes, dio una explicación parecida en una entrevista en Onda Cero: «Los menas no son competencia autonómica. Por más que se empeñe la señora Monasterio, la solución no compete a ninguna comunidad autónoma. Se soluciona desde Moncloa». Es una forma de escaparse del tema y no tener que criticar a Vox.
Cualquier análisis sobre el poder de la extrema derecha en Europa, debe partir de una idea: el racismo y la xenofobia han servido para ganar votos en algunos países. Lo más grave es cuando han influido en el discurso de otros partidos. «Durante la última década hemos permitido que la extrema derecha establezca la agenda para determinar de qué hablamos y, lo que es más importante, cómo hablamos de ello, por lo que hemos hablado de la inmigración como una amenaza a la identidad y seguridad nacional», dijo a este diario Cass Mudde, destacado especialista en el estudio de la extrema derecha en Europa.
Es de suponer que en el debate del miércoles no pasará lo que ocurrió en el debate de candidatos en Telemadrid en las elecciones de 2019. Monasterio presumió en más de una ocasión de su discurso xenófobo contra la inmigración –con afirmaciones falsas como la que decía que los inmigrantes sin papeles disfrutaban de una atención privilegiada en la sanidad pública– sin que los demás participantes se molestaran en refutar con energía esas acusaciones.
La mejor forma de normalizar el racismo es dejarlo sin respuesta.